Todos con Picasso
Se cumplen 125 a?os del nacimiento de Pablo Picasso. Un cuarto de siglo de la llegada del 'Guernica' a Espa?a, el mural encargado por el Gobierno de la II Rep¨²blica para la Exposici¨®n del 37 en Par¨ªs, convertido en emblema, un icono contra la guerra. Y 70 a?os del nombramiento del artista como director del Museo del Prado. Motivos m¨¢s que suficientes para que escritores y pintores ofrezcan en estas p¨¢ginas de EPS un personal homenaje al pintor malague?o que muri¨® en Francia en 1973 sin renegar jam¨¢s de su ciudadan¨ªa espa?ola
El artista incandescente
Por Mario Vargas Llosa
Hay grandes artistas, creadores, m¨²sicos, pero algunos entre ellos no son s¨®lo creadores sino grandes fecundadores, seres seminales porque lo que hacen fecunda a todo su entorno, crean un g¨¦nero, se multiplican en el futuro? Es el caso de Shakespeare en su ¨¦poca, un extraordinario creador que impregna de su genio su tiempo y las ¨¦pocas posteriores. Y en ese caso est¨¢ tambi¨¦n Goya, un creador que fecunda su tiempo, y no s¨®lo su tiempo, porque m¨²ltiples creadores posteriores viven la proyecci¨®n que efect¨²a sobre el arte el gran pintor aragon¨¦s.
Y este es tambi¨¦n el caso de Pablo Picasso, el pintor que marca de manera indeleble el tiempo en que vive, representa en s¨ª mismo la vanguardia y est¨¢ en el inicio de las transformaciones de las formas, de la sensibilidad en el arte de su ¨¦poca y de las que le van a seguir. ?l cubre con su arte el siglo XX; su potencia es tal que cuando cumple 90 a?os todav¨ªa sorprende con su inventiva, con su audacia, y con una libertad que le lleva a arriesgarse, a esa edad, a acometer una serie en la que muestra que la potencia sexual no disminuye? A ese periodo corresponden cuadros suyos de gran vigor sexual, en los que hace elogio y exaltaci¨®n de lo que representan el placer y el deseo para un se?or que ya pasa de los 90 a?os.
Como un Goya, como un Rubens, Picasso abre tal cantidad de puertas que no hay una escuela moderna de pintura que lo iguale ni que est¨¦ ausente de la influencia del artista malague?o? Y, a¨²n m¨¢s, representa la revoluci¨®n en las formas, la ruptura con todo lo preexistente, pero tambi¨¦n tiende un puente con la tradici¨®n. Es un gran conocedor de los cl¨¢sicos, pero se convierte en el s¨ªmbolo mayor de lo que es el arte de nuestro tiempo.
Es un caso curioso de genialidad, pero no era un intelectual que lo explique de manera brillante. Al contrario, sus textos son confusos y primarios. ?l no era un gran pensador, llegaba a sus conclusiones a partir de la intuici¨®n y de la sensibilidad. Pero su intuici¨®n era genial y su destreza era prodigiosa. Lo sientes ante Cervantes o ante G¨®ngora: ?c¨®mo pueden llegar a dominar un lenguaje para el que no tienen preparaci¨®n, c¨®mo act¨²a sobre ellos la intuici¨®n? Y esa intuici¨®n es la misma que siente Picasso.
De la gran revoluci¨®n que protagoniza queda una gran pregunta: ?qu¨¦ va a quedar del arte, en qu¨¦ va a convertirse? Picasso lanz¨® al arte moderno hacia la desintegraci¨®n. ?Quedar¨¢ como el m¨¢s genial artista de su tiempo? ?Ser¨¢ el gran sepulturero del arte o ser¨¢ su gran inseminador? El arte del futuro ha llegado a una gran trampa, y s¨®lo un gran adivino sabr¨¢ cu¨¢l es su porvenir.
Para terminar, quisiera evocar un aspecto de Picasso. A principios de los 70 vi en el Palacio de los Papas de Avi?¨®n una gran exposici¨®n de lo que el artista hizo en un a?o concreto de su vida. Era prodigioso. Parec¨ªa que hab¨ªa trabajado las veinticuatro horas de los 365 d¨ªas de ese a?o en particular? Ah¨ª ven¨ªan las fechas: hab¨ªa pintado varios cuadros el mismo d¨ªa, retocaba, rehac¨ªa, fabricaba cer¨¢micas, esculturas, pero tambi¨¦n elaboraba cuadros extraordinarios. Era maravilloso asistir a la actividad incandescente de este hombre. Extracto de una conversaci¨®n sobre Picasso.
Estuche de leyendas
Por Juan Cruz
Por donde lo abras, el estuche de las leyendas de Picasso siempre te devolver¨¢ una imagen nueva del pintor del siglo XX. Dicen que una vez le preguntaron a Jacqueline, su ¨²ltima mujer: "?Es verdad que era un hombre tan fogoso, que dejaba el trabajo por acariciarte?". Y ella, que le sirvi¨® de cancerbera, hizo un moh¨ªn nost¨¢lgico, se acerc¨® al o¨ªdo de su interlocutor, y desde la viudez que redime todos los recuerdos explic¨®: "Poco tiempo antes de morir, enfrascado como siempre en sus pinturas, despu¨¦s de cenar, a veces escuchaba su voz llam¨¢ndome, como si me requiriera no s¨®lo para que le alcanzara agua. ?Y no era ¨¦l, era el loro, que imitaba perfectamente su voz en esos trances!". As¨ª que ella volv¨ªa a su cama, con su camis¨®n insinuante, mientras Picasso gritaba desde el cuarto de sus dibujos: "?D¨¦jame en paz, debo pintar!". Pintaba obsesivamente, como para tachar el tiempo que se le echaba encima. Los ¨²ltimos a?os los pas¨® en un castillo oscuro, recluido y melanc¨®lico; se dec¨ªa que pintaba tanto para ganarle la partida al tiempo, y que no era en absoluto aquel espect¨¢culo de alegr¨ªa que tanto se divulga de ¨¦l. Era genial, eso ya se sabe, y lo era tambi¨¦n en la condici¨®n dom¨¦stica; el fot¨®grafo Roberto Otero (que muri¨® en Mallorca hace dos a?os), que fue marido de Aitana Alberti y lleg¨® a Picasso por el poeta, lo retrat¨® en mil posturas privadas, en fotograf¨ªas de coleccionista, y supo muy bien c¨®mo era la relaci¨®n con Jacqueline. Esta mujer que no resisti¨® luego la soledad opresiva que le dej¨® artista tan poderoso, se quejaba siempre de las camas donde dorm¨ªa, y una vez Picasso deshizo la obra de un d¨ªa, o de un a?o, y con aquellos bastidores que ya ten¨ªa pintados fabric¨® una cama con sus propias manos. "Toma, duerme ah¨ª, ¨¦sta es tu cama para siempre". Una cama firmada por Picasso. Se hac¨ªa pasar por otro para ahuyentar a los curiosos, y se dice, tambi¨¦n est¨¢ en el estuche de las leyendas, que devolvi¨® a un escritor a la calle porque quiso que le firmara una botella de vino. Tambi¨¦n est¨¢ en ese estuche legendario su relaci¨®n con las palomas: naci¨® en M¨¢laga, entre ellas, y sab¨ªa que eran malolientes, sanguinarias, insolidarias y tontas, y acaso por eso las pint¨® tanto y tan obsesivamente, como si as¨ª las conjurara. Se dice que un d¨ªa lleg¨® a su estudio Louis Aragon, el poeta comunista que estaba preparando un congreso antifascista; le dijo a Picasso: "?Me das una paloma de ¨¦stas que pintas? Podr¨ªa ser el emblema del congreso". Picasso entonces le puso a la paloma una rama en el pico y ya para siempre todos cre¨ªmos que ¨¦l amaba las palomas. Es posible que todo sea mentira, pero era un genio tan grande como el mundo, y cualquier cosa que se diga de su legado suena a leyenda. Tambi¨¦n lo que es verdad, que quiz¨¢ sea todo.
Un ¨²ltimo tributo
Por John Berger
La mayor parte de los cuadros pintados por Picasso ya viejo, entre los setenta y los noventa a?os, s¨®lo fueron exhibidos p¨²blicamente despu¨¦s de su muerte. La mayor parte de ellos representan mujeres o parejas observadas o imaginadas como seres sexuales. Ya he se?alado cierto paralelismo con los poemas tard¨ªos de W. B. Yeats:
"Piensas que es horrible que lujuria y odio / atraigan la atenci¨®n en estos mis viejos a?os; / no eran plaga alguna en mi juventud: / ?qu¨¦ m¨¢s me queda que me incite al canto? / ?Por qu¨¦ se adecua tan bien al medio de la pintura esa obsesi¨®n? ?Por qu¨¦ la pintura la hace tan elocuente?".
?Por qu¨¦ se adecua tan bien al medio de la pintura esa obsesi¨®n? ?Por qu¨¦ la pintura la hace tan elocuente?
Antes de intentar dar una respuesta a la pregunta, hemos de desbrozar un poco el terreno. El an¨¢lisis freudiano, por mucho que ofrezca en otras circunstancias, no nos presta aqu¨ª gran ayuda, porque se refiere primariamente al simbolismo y al inconsciente, mientras que mi pregunta se dirige a lo inmediatamente f¨ªsico y a lo evidentemente consciente.
Tampoco nos sirven de mucho, creo yo, los fil¨®sofos de lo obsceno -como el eminente Bataille- porque de nuevo, pero de forma diferente, tienden a ser demasiado literarios y filos¨®ficos para poder responder a la pregunta. Hemos de pensar sencillamente en el pigmento y el aspecto de los cuerpos. (?)
Una vez m¨¢s, Picasso nos obliga a reflexionar sobre la naturaleza del arte, y por esto una vez m¨¢s hemos de estar agradecidos con ese viejo indomable, violento y resuelto.
Tal vez ahora podemos comprender un poco mejor lo que hizo Picasso durante los ¨²ltimos veinte a?os de su vida, lo que se vio impulsado a hacer y lo que, como se podr¨ªa esperar, nadie hab¨ªa hecho antes igual.
Estaba envejeciendo, era m¨¢s orgulloso que nunca, amaba a las mujeres tanto como lo hab¨ªa hecho siempre y se enfrentaba al absurdo de su propia impotencia relativa. Una de las bromas m¨¢s antiguas del mundo pas¨® a convertirse en su dolor y su obsesi¨®n e, igualmente, en un reto para su inmenso orgullo.
Al mismo tiempo, viv¨ªa en un extra?o aislamiento del mundo: un aislamiento que no hab¨ªa escogido ¨¦l mismo, sino que era una consecuencia de su monstruosa fama. La soledad de este aislamiento no aliviaba en modo alguno su obsesi¨®n; por el contrario, le alejaba cada vez m¨¢s de toda preocupaci¨®n o inter¨¦s alternativo. Estaba condenado, sin posibilidad de escape, a un solo objetivo, a una suerte de man¨ªa, que tom¨® la forma de un mon¨®logo. Un mon¨®logo que se dirig¨ªa a la pr¨¢ctica de la pintura y a aquellos pintores del pasado que admiraba o amaba o envidiaba. El mon¨®logo trataba del sexo. Su humor cambiaba de una obra a otra, pero el tema era siempre el mismo.
Las ¨²ltimas pinturas de Rembrandt, en particular los autorretratos, son proverbiales por el modo en que ponen en tela de juicio todo lo que el artista hab¨ªa hecho o pintado antes. Todo se ve bajo otra luz. Tiziano, que muri¨® casi tan viejo como Picasso, pint¨® hacia el final de su vida El desollamiento de Marsias y La Piedad, en Venecia: dos extraordinarias obras ¨²ltimas en las que la pintura, en cuanto que carne, se enfr¨ªa. En el caso de Rembrandt y Tiziano, el contraste entre las primeras obras y las ¨²ltimas es muy marcado. Pero tambi¨¦n hay una continuidad en el lenguaje pict¨®rico, de la referencia cultural, de la religi¨®n y del papel del arte en la vida social. Esta continuidad calificaba y reconciliaba, hasta cierto punto, la desesperaci¨®n de los dos pintores en su vejez; la desolaci¨®n que sent¨ªan se convirti¨® en una triste sabidur¨ªa o en un triste ruego.
Con Picasso no sucedi¨® lo mismo, tal vez porque, debido a m¨²ltiples razones, no se dio esa continuidad. En lo que al arte se refiere, ¨¦l mismo hab¨ªa hecho mucho por destruirlo. No porque fuera un iconoclasta, ni porque fuera impaciente con el pasado, sino porque odiaba las medias verdades heredadas de las clases cultas. El suyo fue un rompimiento en nombre de la verdad. Pero este rompimiento no tuvo tiempo de reintegrarse en la tradici¨®n antes de la muerte del pintor. Sus copias, durante el ¨²ltimo periodo de su vida, de los antiguos maestros, como Vel¨¢zquez, Poussin o Delacroix, eran un intento de encontrar compa?¨ªa, de restablecer una tradici¨®n rota. Y le permit¨ªan unirse a ellos. Pero ellos no pod¨ªan unirse a ¨¦l.
Y as¨ª, se qued¨® solo: como siempre se quedan los viejos. Pero su soledad era irremediable porque, como persona hist¨®rica, se separ¨® del mundo de su tiempo y, como pintor, de una tradici¨®n pict¨®rica que se hab¨ªa continuado hasta ¨¦l. Nada pod¨ªa responderle, nada le forzaba, y por ello su obsesi¨®n se convirti¨® en un delirio: lo opuesto a la cordura.
El delirio de un viejo con respecto a la belleza de algo que ¨¦l ya no puede hacer. Una farsa. Una furia. ?Y c¨®mo se expresa el delirio? (si no hubiera sido capaz de seguir pintando cada d¨ªa, se habr¨ªa vuelto loco o habr¨ªa muerto: necesitaba el gesto de pintar para demostrarse a s¨ª mismo que estaba vivo). El delirio se expresa volviendo directamente a aquel v¨ªnculo misterioso que existe entre el pigmento y la carne y los signos que comparten.
Es el delirio de ver la pintura como una zona er¨®gena ilimitada. Pero los signos compartidos, en lugar de indicar un deseo mutuo, ahora s¨®lo exhiben el mecanismo sexual. Toscamente. Con ira. Con una blasfemia. Es esta una pintura que echa pestes contra su propio poder, contra su madre. Una pintura que insulta a lo que antes celebr¨® como sagrado. Nadie antes hab¨ªa imaginado hasta qu¨¦ punto la pintura pod¨ªa ser obscena con sus propios or¨ªgenes, como algo diferente de la ilustraci¨®n de obscenidades. Picasso lo descubri¨®.
?C¨®mo se pueden juzgar estas obras tard¨ªas? Es demasiado pronto para hacerlo. Quienes pretenden que son la cumbre del arte del pintor se muestran tan absurdos como siempre lo han sido los hagi¨®grafos de Picasso. Quienes las rechazan diciendo que no son sino las ampulosas repeticiones de un viejo saben muy poco del amor o de las crisis humanas.
Los espa?oles se sienten orgullosos de su proverbial manera de soltar tacos. Admiran la ingenuidad de sus palabrotas y saben que el decirlas puede ser un atributo, incluso una prueba de dignidad.
Nadie antes hab¨ªa sido un mal hablado en t¨¦rminos pict¨®ricos. Extracto de un cap¨ªtulo del libro '?xito y fracaso de Picasso' (Debate)
En tela de Picasso
Por Luis Garc¨ªa Montero
Lo primero que me cay¨® simp¨¢tico de Pablo Picasso fue el Ruiz. Cualquier espa?ol de m¨¢s de cuarenta a?os ha o¨ªdo con facilidad algunas disparatadas insolencias delante de las obras maestras de la pintura contempor¨¢nea. Con la sabidur¨ªa suficiente de la mesa de camilla y del caf¨¦ con galletas, no era extra?o que un robusto paseante dejase sonar su voz en el aire compungido de las exposiciones. No dudaba en afirmar su desprecio por unas tomaduras de pelo dignas de cualquier divertimento infantil. "Mira, Antonia, pero ?eso qu¨¦ es?, no se sabe si un perro o unos zapatos, y aquello se parece a lo que pinta la ni?a". Mi acomplejada rebeld¨ªa adolescente, partidaria de todas las rupturas y de todas las haza?as vanguardistas, se afirmaba al recordar que debajo de Picasso estaba Ruiz, porque el apellido que ol¨ªa a Par¨ªs, a la vida bohemia y al furor est¨¦tico descansaba en otro apellido mucho m¨¢s espa?ol, con aire de buena pintura decimon¨®nica y de dibujo detallista.
No fue poca cosa en mi educaci¨®n sentimental poder escudarme en que Picasso descompon¨ªa los rostros y los violines porque le daba la gana, ya que desde muy joven hab¨ªa vivido con ¨¦l un Ruiz que captaba a las mil maravillas las escenas realistas de los vivos, de los enfermos y de los muertos. El autor de El viol¨ªn colgado o de Las se?oritas de Avi?¨®n, era el mismo maestro del lirismo y la suavidad que pod¨ªa engatusar a las miradas provincianas m¨¢s exigentes con sus organilleros y sus viejos guitarristas. Conocer la tradici¨®n y la t¨¦cnica, resulta imprescindible para alcanzar la libertad. Esa certeza de muchacho rebelde admirador de Picasso, que necesita primero comportarse bien para alcanzar despu¨¦s el derecho a hacer lo que le venga en gana, sigue escondida en el fondo de mi coraz¨®n. Ahora que he aprendido a desconfiar de la moral de la ruptura, compuesta de los m¨¢s variados humos intranscendentes, me acuerdo tambi¨¦n de Picasso para respetar el oficio, conservando el mismo despego de siempre ante cualquier debilidad tradicionalista. Las discusiones sobre el arte del siglo XXI no deben plantearse sobre la reivindicaci¨®n del tradicionalismo, sino sobre el desenmascaramiento de los oportunistas que aprovechan el prestigio de la novedad para adornar su falta de talento. Y Picasso tambi¨¦n es en este sentido una buena coartada, un aliado del gustador maduro de la belleza.
Rafael Alberti admiraba mucho a Picasso. El pintor representaba para ¨¦l la historia viva del arte y un modelo de genio definido por el vitalismo, por los hallazgos, por el ir y venir de las transformaciones. Conmueve comprobar en las prosas de Canciones del Alto Valle del Aniene, c¨®mo Rafael, un mito ya de la cultura hisp¨¢nica y del exilio en los a?os setenta, estaba dispuesto a hacer cola en los alrededores de Notre Dame de Vie en espera de que el pintor quisiese recibirlo. Al escribir Los ocho nombres de Picasso, Rafael Alberti traz¨® su propio retrato de autor vital, que va de la vanguardia a la tradici¨®n y de un estilo a otro, como una bola de fuego que rueda por la pendiente de las fechas con el prop¨®sito ¨²nico de no detenerse. No detenerse era acertar.
Picasso protagoniza el momento feliz en el que la pintura que se atrevi¨® a ser ella misma. Si el lema de la Ilustraci¨®n fue "atr¨¦vete a saber", las vanguardias pict¨®ricas enunciaron de forma radical el lema de la pintura que se atrev¨ªa a ser ella misma, un espacio independiente, con su l¨®gica y sus jerarqu¨ªas particulares. No se trataba de desvincularse de la realidad y la sociedad, sino de vivir los v¨ªnculos y el compromiso a trav¨¦s del protagonismo de las elaboraciones est¨¦ticas, orgullosas de sus delimitaciones espaciales, como un soneto se siente orgulloso de sus rimas y de sus s¨ªlabas bien medidas. Una traducci¨®n del caos real a la verdad est¨¦tica. Claro que una verdad, por independiente que quiera ser, se funda en la b¨²squeda de sentido, y esa b¨²squeda humana de sentido, que brillaba en los ojos de Picasso y Alberti, iba a faltar despu¨¦s en muchas urgencias del arte contempor¨¢neo. La vanguardia pierde su sentido original cuando deja de ser una reivindicaci¨®n del oficio, o cuando la pintura deja de autoconcebirse como historia viva de la pintura.
Alberti guardaba algunos dibujos y libros con dedicatorias que le hab¨ªa regalado Picasso. De tarde en tarde los sacaba de su escondite para ense?arlos a los amigos. Recordaba los tiempos de la vanguardia, los viajes a Par¨ªs, la ayuda de Picasso durante los primeros meses del exilio y las dificil¨ªsimas e inolvidables visitas a Antibes. El poeta evocaba situaciones, paisajes, nombres y sentimientos que se hab¨ªan ido distanciando en el tiempo, del mismo modo que se hab¨ªan apagado algunas l¨ªneas de color en los dibujos de Picasso. Pero no importa, no importa -comentaba Rafael con una sonrisa gaditana en los ojos-, yo tengo muy buen pulso y ahora ver¨¢s c¨®mo subrayo las l¨ªneas y coloreo de nuevo lo que se est¨¢ perdiendo. As¨ª lo hac¨ªa.
No viene mal un poco de humor al revisar nuestro pasado art¨ªstico. La mitolog¨ªa vanguardista del siglo XX ha subrayado muchas l¨ªneas que ten¨ªan poca consistencia. De tanto consumir su propia le?a, la hoguera ha llenado de humo una realidad est¨¦tica con frecuencia irrespirable. Resulta curioso que una din¨¢mica iniciada para defender la autonom¨ªa del espacio est¨¦tico haya concluido en la falta de autoridad absoluta de ese mismo espacio, hasta el punto de que muchas propuesta s¨®lo llegan a justificarse, m¨¢s all¨¢ del objeto art¨ªstico, por los documentos te¨®ricos que las analizan y las argumentan ante el p¨²blico. El descr¨¦dito de las vanguardias fue inevitable desde el momento de resaca en el que la sociedad contempor¨¢nea comprendi¨® que los m¨¢rgenes formaban tambi¨¦n parte del poder, es decir, formaban parte del centro, y que la nueva tarea no estaba tanto en sacralizar la marginalidad como en encontrar un nuevo sentido para los v¨ªnculos. Era inevitable entonces poner en tela de juicio al arte contempor¨¢neo. Pero ah¨ª estaba Picasso, o ah¨ª est¨¢ la l¨®gica m¨¢s profunda de la pintura y la belleza como b¨²squeda de sentido para poner el arte en tela de Picasso y reivindicar el oficio como una ¨¦tica, como un v¨ªnculo con la realidad y con la mirada del otro. Pasados los a?os de la ignorancia provinciana y del fetichismo vanguardista, la lecci¨®n de Picasso contagia un respeto no tradicionalista por la buena pintura que se sabe historia.
Due?o del infierno
Por Manuel Vicent
De Picasso se ha escrito m¨¢s que de Napole¨®n, se han publicado m¨¢s libros que de la II Guerra Mundial. Hubo un tiempo en que la cartulina con la reproducci¨®n del Guernica sustituy¨® a la Santa Cena en todos los hogares progresistas y se constituy¨® en un s¨ªmbolo, del cual se han servido varias generaciones para interpretar una parte de la historia del siglo XX. La figura de Picasso trasciende a la propia la pintura. Su actitud ante la vida, su car¨¢cter e incluso su indumentaria, son inseparables de su propia fama, gloria o popularidad en cuya llama se abras¨® su persona. Sin estas variables biogr¨¢ficas y pol¨ªticas no ser¨ªa posible situar el lugar exacto de este artista en el campo de la est¨¦tica.
El pintor y cartelista valenciano Josep Renau, que desempe?¨® el cargo de director de Bellas Artes durante la Guerra Civil, fue designado para encargarle un cuadro a Picasso en nombre de la Rep¨²blica para la Exposici¨®n Internacional, que se celebr¨® en Par¨ªs en 1937, en cuyo pabell¨®n espa?ol, dise?ado por el arquitecto Josep Llu¨ªs Sert, mont¨® la Fuente de Mercurio el escultor Calder, se exhibi¨® el Cactus del panadero Alberto S¨¢nchez y se expuso el cuadro de La Mas¨ªa, de Joan Mir¨®, adquirido despu¨¦s por Hemingway. Para cumplir esta misi¨®n, seg¨²n me cont¨® un d¨ªa el propio protagonista, Josep Renau lleg¨® a Par¨ªs, vestido con traje oscuro, corbata de plastr¨®n y zapatos de charol, imbuido por el respeto sagrado que le merec¨ªa un artista tan famoso. Acudi¨® a la Rue de la B?etie donde Picasso le hab¨ªa citado. Busc¨® el n¨²mero a lo largo en los portales y en lugar de hallar el estudio del pintor, como supon¨ªa, Renau se encontr¨® con que la direcci¨®n correspond¨ªa a un bistr¨®. Se acerc¨® a una de sus ventanas y a trav¨¦s de los cristales vio al artista con gorra, jersey de apache y pantalones de pana jugando a las cartas con unos tipos rudimentarios en una partida de sobremesa. Renau se sinti¨® rid¨ªculo al verse vestido de pol¨ªtico en viaje oficial con unas prendas que estaban muy alejadas de su car¨¢cter formado en el Ateneo Libertario de Valencia. Se arranc¨® el plastr¨®n y lo arroj¨® al basurero de unas obras, se abri¨® la camisa y se present¨® ante el pintor de forma algo m¨¢s apropiada.
En el estudio de la Rue des Grands Agustins se formaliz¨® el contrato del cuadro para la Exposici¨®n, que en principio iba a ser una Tauromaquia. Picasso s¨®lo quiso cobrar los materiales, el lienzo y las pinturas, que, por cierto, fueron de una evidente mala calidad, como demuestra el deterioro en que se encuentra la obra. Picasso uni¨® la idea de la Tauromaquia con los desastres de la guerra y el resultado fue esa hecatombe en la que el toro ib¨¦rico muge y la Muerte relincha su triunfo en forma de caballo. El d¨ªa 26 de abril de 1937, cuando el cuadro ya estaba terminado, sucedi¨® el espantoso bombardeo de Gernika por la Legi¨®n C¨®ndor. En homenaje a esa villa bilba¨ªna, donde se conservaban los s¨ªmbolos de un pueblo vasco, Picasso titul¨® el cuadro con su nombre. A partir de ese momento el Guernica se convirti¨® en un cartel universal contra la barbarie.
Mientras Espa?a ard¨ªa en medio de la Guerra Civil, en el caf¨¦ Flore de Par¨ªs se reun¨ªan todas las noches algunos exiliados ilustres, entre los que estaban Bu?uel, Bergam¨ªn y otros intelectuales que aprovecharon un cargo que les concedi¨® la Rep¨²blica para alejarse de la lluvia de hierros que ca¨ªa en el solar de la patria. All¨ª acud¨ªan tambi¨¦n el dada¨ªsta Trist¨¢n Tzara, Josep Llu¨ªs Sert y los poetas franceses amigos de Picasso. Sert me cont¨® un d¨ªa que en el caf¨¦ Flore todos celebraban el ¨¦xito internacional que el Guernica hab¨ªa conseguido desde el primer momento, como un icono antifascista, y a?ad¨ªa:
-Si en aquel momento nos hubieran dicho que el Guernica ser¨ªa devuelto a Espa?a, como as¨ª fue, con un Calvo Sotelo de presidente del Gobierno, con Dolores Ibarruri en el Parlamento, con un Borb¨®n en el trono, con un cura, el padre Sope?a, director del Museo del Prado y custodiado desde el aeropuerto por la Guardia Civil, habr¨ªamos pensado que se trataba de una broma que sobrepasaba la imaginaci¨®n surrealista de Dal¨ª.
Se cumplen ahora 25 a?os de la llegada del Guernica a Espa?a y al principio se mostr¨® al p¨²blico dentro de una urna a prueba de balas perpetuando as¨ª a¨²n m¨¢s su leyenda. No obstante, a m¨ª siempre me pareci¨® que el Guernica que lleg¨® a Espa?a era falso, porque el aut¨¦ntico era la cartulina de peque?o formato que todos ten¨ªamos clavada con cuatro chinchetas en una pared del estudio.
Picasso es el demonio de la pintura. Sab¨ªa que los impresionistas hab¨ªan llevado el realismo a la cima y que ¨¦l no lograr¨ªa alcanzarla. El propio artista lo confes¨®: "Como no pod¨ªa llegar al ¨²ltimo pelda?o de la escalera, decid¨ª romperla". Picasso se limit¨® a poner patas arriba la historia de la pintura. Invent¨® nuevas formas de ver la realidad bajando hacia el fondo de la materia por el camino que le hab¨ªa trazado C¨¦zanne. Esa escalera conduc¨ªa al infierno y all¨ª Picasso se hizo rey.
La alcoba del sult¨¢n
Por Gustavo Mart¨ªn Garzo
"?Has cumplido tu tarea en el mundo?", nos pregunta uno de los personajes de Shakespeare. Pero ?es esto cierto?, ?tenemos una misi¨°n que cumplir? No est¨¢ nada claro, y sin embargo algunos hombres viven as¨ª, como si hubieran venido al mundo a cumplir una tarea que nada puede convencerles de abandonar. Pablo Picasso fue uno de ellos, y esa tarea fue pintar sin descanso. Empez¨® cuando apenas era un ni?o, deslumbrando a todos con sus portentosas facultades, y sigui¨® haci¨¦ndolo sin desfallecimiento hasta el momento de su muerte, con noventa y dos a?os de edad. Nunca dio sensaci¨®n de esfuerzo o cansancio, pues pintura y vida siempre se confundieron en ¨¦l. La pintura era una manifestaci¨®n de su ser. No tanto una forma de conocer el mundo como de habitarle, de descubrir un medio nuevo que como el aire, el agua, el mundo de las ci¨¦nagas o los desiertos, poseyera sus propias formas de vida, criaturas que se movieran por ¨¦l con la naturalidad con que los peces lo hacen en su mundo subacu¨¢tico o los p¨¢jaros en su patria celeste. Puede que haya habido pocos artistas due?os de una vocaci¨®n tan sostenida y de unas energ¨ªas tan inagotables. Sus cuadros son diversos e innumerables, como lo son los estilos e influencias que hizo suyas a lo largo de su fecunda vida. Su obra resume la pintura del siglo XX, con sus b¨²squedas y sus contradicciones. Se vuelve contra la pintura tradicional, pero nunca abandona el campo de la figuraci¨®n. Rompe con la tradici¨®n del humanismo cl¨¢sico, y abre las puertas a una realidad m¨¢s plural, donde caben desde las m¨¢scaras africanas hasta las figuras fenicias y de la Grecia arcaica, pero en sus cuadros late intacto el culto a la forma y la fascinaci¨®n por la belleza. Se rebela contra los arquetipos de Occidente y fragmenta y desmembra hasta el delirio el cuerpo humano, pero en sus cuadros nunca desaparece el culto a la fr¨¢gil imagen de los hombres. Su obra, llena de extravagancias y caprichos formales, nunca deja de ser una celebraci¨®n del mundo exterior y de la realidad visible, y en sus figuras, aun en las m¨¢s disparatadas y monstruosas, hay una resurrecci¨®n de la hermosura cl¨¢sica. Nada le es ajeno y en sus cuadros se dan cita la vida cotidiana y los mitos, el paisaje y los sue?os, el mundo objetivo y el mundo interior. Todo le interesa: las criaturas que pueblan el mundo de la raz¨®n y las que vienen del mundo del mito. La vida era un fest¨ªn inagotable, y ¨¦l nunca se cansaba de acudir a la mesa del banquete. Una mesa que, como la mesa de los amantes, siempre estaba dispuesta, pues era el deseo quien la abastec¨ªa. Su obra est¨¢ llena de arlequines, minotauros, gentes del circo y del teatro, toreros, ni?os y amantes, criaturas que necesitan relacionarse con lo que se esconde, con lo que no conocemos. Sus cuadros representan lo que no hemos vivido, el lugar donde algo se perdi¨®, o donde no pudimos penetrar nunca. No parecen hechos s¨®lo para ser contemplados, sino tambi¨¦n olidos y palpados, y, sobre todo, saboreados. Son cuadros en los que dan ganas de meter los dedos y llevarse a la boca, como se hac¨ªa por las noches con las mermeladas y compotas que guardaban las viejas despensas. Toda su obra se sit¨²a en esa zona intermedia que hay entre la realidad y los sue?os. Es decir, en la zona del juego. Eso era la pintura para Picasso, una forma de hacer de la vida el lugar de la posibilidad. No pintaba para dar cuenta de lo creado, sino para participar en esa creaci¨®n constante con sus gestos, colores y fabulaciones. Su obra remite al mundo siempre cambiante y contradictorio de la naturaleza y la magia. Probaba mutaciones nuevas, ensayaba mezclas, combinaba azares y leyes. Sin fatigarse jam¨¢s, sin renunciar a nada, jugando con el mundo como pudo hacerlo Dios en el momento del g¨¦nesis. Y su pintura, como esa creaci¨®n inicial, lo conten¨ªa todo: la ferocidad y la dulzura, el momento del ¨¦xtasis y el de la quietud, los pormenores delicados de la maternidad y las cuentas perversas del sacamantecas.
Era el mundo de la gloriosa inmadurez. El bosque de Titania y Ober¨®n, en El sue?o de una noche de verano; el bosque del duende Puck, provisor de los hechizos. El pintor para ¨¦l era el guardi¨¢n de la metamorfosis. Chesterton dijo que los cuentos de hadas conten¨ªan el verdadero realismo, ya que daban cuenta no s¨®lo de nuestra existencia f¨¢ctica y trivial, sino tambi¨¦n del mundo de nuestros deseos y sue?os, y Picasso no fue sino el gran pintor de la realidad. Heredero de la gran tradici¨®n realista de nuestra pintura, heredero de Vel¨¢zquez y Goya, nunca se cans¨® de vincular el mundo interior con el exterior. Puede que haya sido el m¨¢s grande pintor del cuerpo humano que haya existido jam¨¢s. No s¨®lo del cuerpo visible, sino, sobre todo, del m¨¢s escondido y secreto, el cuerpo con que habitamos los sue?os, el cuerpo del amor y de los deseos m¨¢s insensatos. Pintaba los distintos avatares de ese cuerpo como el ni?o que se pierde en sus juegos. Porque ?c¨®mo somos en esos juegos? ?Tenemos realmente diez dedos, dos ojos, la cabeza est¨¢ sobre nuestros hombros? La imagen que nos devuelven los espejos no coincide con la de ese cuerpo loco y desconocido. Cuando dormimos somos una colina de algas, una corriente de agua cuando visitamos a un familiar enfermo, una bandada de p¨¢jaros cuando jugamos con nuestro hijo. En el acto sexual caminamos sobre las manos, nuestra cabeza rueda entre las s¨¢banas como un enjambre, nuestros ojos zumban como las abejas, el sexo de la mujer es una flor carn¨ªvora, el del hombre un tallo rezumante de savia.
La pintura de Picasso es la cuba de Barba Azul, y en ella flotan los fragmentos vivos de las mujeres que am¨®. No hay concesi¨®n sentimental. La ra¨ªz de su arte es pasional, pero siempre hay un triunfo de la forma. Lo que es lo mismo que decir que la anima una vocaci¨®n de sentido. Se vuelve hacia el cuerpo que desea y le pide que le revele lo que est¨¢ abajo: el sexo, las pasiones, los sue?os. Su gran obsesi¨®n fue la figura femenina, con cuyos fragmentos no dej¨® nunca de ensayar combinaciones nuevas. Pero como el ni?o que arranca las plumas a un p¨¢jaro vivo, cuando trocea el cuerpo de la mujer no piensa en su muerte. Ensaya, quiere lograr formas nuevas, nuevas maneras de consumar su amor. Su perversidad, al contrario que la de Barba Azul, est¨¢ llena de candor. No quiere la muerte de lo que ama, sino su vida m¨¢s secreta. Su pintura es a la vez el acto del descuartizamiento y el de la resurrecci¨®n. Trocea para lograr m¨¢s, otro tipo de vida, otros sue?os, el sue?o de una sexualidad imprevisible e inagotable.
Tal vez lo ¨²nico que le falt¨® para ser el m¨¢s grande fue la humildad. Pero ?necesitaba ser humilde? No, porque no le atra¨ªa el espect¨¢culo de lo ajeno, sino el de su propia pasi¨®n. Como el sult¨¢n de Las mil y una noches, quiere escuchar la historia de la muchacha que le visita; pero sobre todo trocearla, combinar sus fragmentos hasta inventarse un cuerpo nuevo, hecho a la medida de su propio deseo. Es la gran diferencia con un pintor como Morandi. La pintura de Picasso es lo que sucede en esa alcoba nupcial cuando el sult¨¢n est¨¢ despierto, la de Morandi cuando duerme. Entre ambos est¨¢ Sherezade, que es la imagen del alma. Y es verdad que necesitamos el sue?o del sult¨¢n para que nuestra alma pueda aparecer, pero tambi¨¦n su apetito desaforado y su locura, pues de otra forma ?qu¨¦ la obligar¨ªa a contarnos su historia?, ?c¨®mo podr¨ªamos saber lo que quiere?
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