Buena gente en tiempos del mal
Cuando los dioses comenzaron a morir masivamente, all¨¢ por el siglo XIX, mucha gente de bien se sinti¨® asustada. Pensaban que, sin el freno coercitivo de la religi¨®n, sin un infierno que castigara y un para¨ªso que premiara, el ser humano se convertir¨ªa en una bestia atroz. Que se manifestar¨ªa su animalidad libre y ciegamente, y en el mundo imperar¨ªan la brutalidad y el caos. Ese miedo late en las novelas de Dostoievski o en las obras de Valle-Incl¨¢n, por ejemplo, y es probable que Darwin tardara 22 a?os en publicar su teor¨ªa de la selecci¨®n de las especies justamente por eso: le aterraba el golpe que sus descubrimientos cient¨ªficos iban a propinar en la credulidad religiosa.
Desde luego era un temor paternalista y aristocr¨¢tico: muchas personas instruidas que sent¨ªan dudas religiosas comprobaban que el descreimiento no les hac¨ªa peores, y aun as¨ª recelaban de lo que pudiera ocurrir con las gentes del pueblo, a las que consideraban muy inferiores. Pero, sobre todo, era un temor fundamentalmente err¨®neo, como la ciencia y el tiempo se han encargado de demostrar. Hoy resulta evidente que ser agn¨®stico o ateo no quiere decir que se carezca de principios ¨¦ticos. M¨¢s bien parecer¨ªa que esos valores ¨¦ticos son consustanciales al ser humano, que son un imperativo universal, como dijo Kant en el siglo XVIII, una base moral con la que todos venimos al mundo, y que despu¨¦s, y sobre eso, la gente escoge ser creyente o no, a veces, por cierto, para convertirse en un fan¨¢tico feroz y criminal.
Un reciente y fascinante avance cient¨ªfico parece apoyar esta teor¨ªa de la universalidad de los valores. Hablo del hallazgo de las neuronas espejo, unas determinadas c¨¦lulas de nuestro cerebro que, por lo visto, act¨²an espec¨ªficamente para que nosotros podamos sentir lo que los otros humanos sienten. De manera que, cuando vemos sufrir a alguien, en nuestro cerebro se encienden los mismos circuitos neuronales que los de la persona que sufre. No es que comprendamos desde fuera lo que le sucede: es que lo sentimos porque las neuronas espejo mimetizan sus emociones dentro de nosotros. Qu¨¦ hermoso descubrimiento: he aqu¨ª la ra¨ªz de la compasi¨®n, esto es, de la capacidad de sentir con el otro, de la empat¨ªa con el resto de los seres vivos. Que es, justamente, la base de nuestra escala moral y de lo mejor que somos. Por esa empat¨ªa ayudamos al vecino o no abusamos de ¨¦l aunque seamos m¨¢s poderosos. No matar¨¢s y amar¨¢s al pr¨®jimo como a ti mismo: en los cimientos de la Ley de Mois¨¦s est¨¢n estas neuronas espejeantes. Si en el XIX se tem¨ªa que, sin Dios, emergiera sin trabas nuestra naturaleza y ¨¦sta fuera cruel y depredadora, en el XXI hemos descubierto que nuestro ser natural es compasivo y que llevamos la piedad escrita en nuestros genes.
Esto no quiere decir, como por desgracia es evidente, que los humanos no seamos capaces de los m¨¢s grandes horrores. Y para ello, curiosamente, tenemos siempre que deshumanizar al otro. Convertirle en un objeto, quiz¨¢ para que las neuronas espejo no se activen. Con todo, no hay que perder la esperanza en nuestra capacidad de compasi¨®n. En nuestra necesidad de ser buenos, por decirlo de la manera m¨¢s simple. Hace pocos meses se public¨® en Espa?a, en la editorial Kailas, un libro estremecedor cuyo hermoso t¨ªtulo he cogido prestado para este art¨ªculo: Buena gente en tiempos del mal. La autora, Svetlana Broz, es una m¨¦dica serbia, nieta del mariscal Tito, que hizo centenares de entrevistas a v¨ªctimas de la guerra de Bosnia, procedentes de todos los campos del conflicto, para que le contaran sus experiencias. El resultado es un libro impresionante, el testimonio de un infierno tan atroz que no cabe en la cabeza, que te estalla dentro del cerebro como una bomba. De hecho, la lectura del libro ser¨ªa insoportable si no fuera por el tono cuidadosamente fr¨ªo y documental que Broz ha escogido sabiamente.
Y aun as¨ª, pese a esa exacta frialdad, es un libro que se lee a l¨¢grima viva. Pero no lloras al leer las horribles torturas o el relato de unos sufrimientos innecesarios e indecibles, sino al encontrarte, una y otra vez, con esa buena gente que, en el peor de los momentos, en la hora m¨¢s negra de la noche del alma, eligieron ayudar al pr¨®jimo, aunque en ese momento ese pr¨®jimo fuera oficialmente el enemigo y aunque esa ayuda pudiera suponer su propia muerte, su propio dolor y su tormento. Incluso en el coraz¨®n de los infiernos llevamos con nosotros la posibilidad del para¨ªso.
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