La ola perfecta
A Peter Viertel, guionista de Hollywood, se le atribuye haber introducido el surf en la Europa continental en los cincuenta. Y el fot¨®grafo LeRoy Grannis document¨® los inicios y los primeros h¨¦roes del deporte. Este reportaje junta la memoria y la pasi¨®n de dos pioneros en busca de la marea perfecta. Por Peter Viertel
Afirman los historiadores que el surf -cabalgar sobre las olas del mar en una tabla, un deporte de creciente popularidad en Occidente- tuvo su origen en Hawai hace cientos de a?os. En unas islas pobladas por nativos de piel morena que viv¨ªan felices al amparo de un benigno clima tropical, ocupados en hacer el amor y en otras actividades precisas para su supervivencia, los varones hawaianos, muy probablemente, se val¨ªan de troncos de ¨¢rboles para deslizarse sobre las suaves olas que, con incomparable languidez, ba?aban sus costas.
Algunos historiadores a¨²n m¨¢s rom¨¢nticos llegan a asegurar que una reina hawaiana cabalg¨® en cierta ocasi¨®n sobre las olas con los pechos desnudos, sugerente teor¨ªa ¨¦sta que nunca ha sido corroborada. ?Y por qu¨¦ no? ?Acaso no se ve¨ªan tambi¨¦n de cuando en cuando surfistas en top less en la C?te Basque? No era sino un entretenimiento, o un deporte si se quiere, que les ayudaba a sobrellevar los c¨¢lidos d¨ªas de sol de buena parte del a?o. ?Hasta que lleg¨® el hombre blanco!
En un principio vinieron los comerciantes, y despu¨¦s, c¨®mo no, los turistas, una especie no menos peligrosa cuando se la introduce sin previo aviso en una sociedad primitiva. Los nativos no tardaron en darse cuenta que ense?arles a los invasores las provocativas danzas locales, el hula y dem¨¢s bailes, pod¨ªa reportarles dinero, como tampoco tardaron los varones m¨¢s atl¨¦ticos en comprender la rentabilidad de adiestrar a esos mismos turistas en el arte de deslizarse sobre las suaves olas. Con el tiempo, los carpinteros hawaianos refinaron enormemente aquellos troncos hasta convertirlos en objetos flotantes huecos, semejantes a una embarcaci¨®n de cuatro metros de longitud y unos 25 kilos de peso. Una vez que se ten¨ªan las tablas en el agua no hab¨ªa problema, pero arrastrarlas desde la playa hasta el mar requer¨ªa del f¨ªsico de un Tarz¨¢n, poco frecuente entre los no isle?os. As¨ª, durante a?os, el hula fue el ¨²nico bien cultural en exportarse de las islas, junto con pi?as y cocos.
Un ingenioso yanqui descubri¨® que con un revestimiento de madera de balsa pod¨ªa fabricarse una tabla de surf de unos 15 kilos, seg¨²n su tama?o: una tabla que un robusto var¨®n cauc¨¢sico bien podr¨ªa arrastrar por la arena caliente de la playa. En el sur de la California de los primeros a?os de mi juventud, beach boys, adultos y dem¨¢s alardeaban de su peripecia en Malib¨², que ya por entonces deb¨ªa su fama a las gentes del cine, que resid¨ªan en una colonia de casas alineadas a lo largo de su paseo mar¨ªtimo.
En una cala cercana, las olas romp¨ªan con suavidad de izquierda a derecha, y, para sorpresa de todos, resultaban excelentes para la pr¨¢ctica del surf. La frialdad del agua disuadi¨® a muchos famosos de iniciarse en tan duro deporte. El caso del actor Peter Lawford, que alcanzar¨ªa notoriedad tras casarse con una hermana del presidente Kennedy, es el ¨²nico que me viene a la cabeza, aunque hab¨ªa entre los surfistas otros actores de menor renombre. Algunos de los reto?os de esa "gente de Hollywood" se mov¨ªan en los ambientes del surf, entre ellos mi joven amigo Richard Zanuck, hijo del que por entonces era mi jefe, Darryl Zanuck, ni m¨¢s ni menos que el vicepresidente de la 20th-Century Fox.
Dickie, que as¨ª le llamaban, era algo bajito, aunque de complexi¨®n atl¨¦tica. Hab¨ªa ido a Hawai, pero no pudo entregarse al surf hasta que se dise?¨® la tabla de madera de balsa con revestimiento de fibra de vidrio o, a la postre, la blank, de espuma de poliuretano. Una tabla de surf de tales caracter¨ªsticas pesaba unos 12 kilos, dependiendo de su longitud, y a un joven de normal constituci¨®n con ganas de pillar unas cuantas olas no le supon¨ªa grandes esfuerzos transportarla desde la carretera de la costa hasta el mar y cubrir una distancia que no pasaba de los 100 metros. Gracias a esta innovaci¨®n lleg¨® Richard a ser un consumado surfista, un logro del que poco orgullosos estaban sus padres, pues el Malibu Inn, el bar y restaurante pr¨®ximo a la cala de Malib¨², era para muchos "un nido de serpientes" por la reputaci¨®n de su clientela, que, aparte de coger olas, poco m¨¢s hac¨ªa que tumbarse al sol, comer queso y beber vino tinto barato.
A mediados de la d¨¦cada de los cincuenta convenc¨ª a Darryl Zanuck de que adquiriera los derechos cinematogr¨¢ficos de Fiesta, la novela de Hemingway. Una vez finalizado el gui¨®n se envi¨® una segunda unidad para filmar los sanfermines de Pamplona, escenario principal de la novela y de mi gui¨®n. A Dick Zanuck, tras completar sus estudios universitarios, su padre le asign¨® la tarea de acompa?ar a dicha unidad como parte de su formaci¨®n b¨¢sica en el s¨¦ptimo arte, y tambi¨¦n de sus vacaciones estivales. Yo le hab¨ªa comentado a Dick que hab¨ªa en Biarritz playas cuyas olas me parec¨ªan m¨¢s que propias para el surf, y que, tras ir a Pamplona, pod¨ªamos pasar all¨ª un par de semanas. Mi amigo se mostr¨® de acuerdo conmigo y prometi¨® iniciarme en una actividad que, seg¨²n vaticin¨®, conseguir¨ªa apartarme de mi m¨¢quina de escribir m¨¢s que el tenis, el esqu¨ª, las mujeres o ninguna otra cosa. Para asegurarse de que cumplir¨ªa su promesa ocult¨® dos tablas de surf en las cajas que conten¨ªan las c¨¢maras del equipo de rodaje que nos preceder¨ªa en nuestro viaje a Pamplona. Ten¨ªamos prevista una breve escala en Biarritz para estudiar las olas.
Dick y yo quedamos citados en el H?tel du Palais, y despu¨¦s de tomar un temprano y fastuoso desayuno partimos para las playas; al cabo de un cuarto de hora, mi amigo me reafirm¨® en la opini¨®n que ten¨ªa yo formada sobre las condiciones de la zona. Aquel mismo d¨ªa viajamos hacia Pamplona, y all¨ª se nos uni¨®, de improviso, Zanuck, padre. Decidimos mantener en secreto nuestras planeadas vacaciones de surf, pero nuestras intenciones quedaron al descubierto cuando entre el equipo de filmaci¨®n aparecieron las tablas. Nada m¨¢s terminar su trabajo la segunda unidad, el que prometiera ser mi profesor de surf recibi¨® orden de su padre de regresar a Los ?ngeles; de un padre en absoluto acostumbrado a discutir con sus empleados, y menos con un hijo suyo. Tristes y decepcionados nos despedimos en el aeropuerto de Biarritz. De regreso al H?tel du Palais me encontr¨¦ con las dos tablas de surf. El mar de Biarritz tiene fama de ser peligroso; cuentan que muchos soldados alemanes se ahogaron en sus aguas durante la ocupaci¨®n nazi de Francia. Hemingway me escribi¨® para advertirme de que me anduviera con cuidado, en una nada frecuente concesi¨®n paternal en la que s¨®lo una vez antes hab¨ªa incurrido: al enterarse de que me hab¨ªa comprado mi primer Porsche.
No tard¨¦ en descubrir que no le faltaba raz¨®n. En la mayor¨ªa de las playas de Biarritz, para ir al encuentro de las olas lo mejor era aguardar a que se presentara un d¨ªa en calma y a que alg¨²n musculoso guide-baigneurs izara la bandera verde. Incluso entonces resultaba dif¨ªcil remar hasta el rompiente de las olas, siguiendo las indicaciones del joven Zanuck. Los espectadores de la playa eran categ¨®ricos al afirmar que las olas de Biarritz eran diferentes de las de California o Hawai, y que eso de cabalgar sobre ellas no era un deporte que pudiera practicarse en el golfo de Vizcaya. Era yo, no obstante, por aquel entonces joven y tenaz. No tardaron en aparecer por all¨ª unos muchachos vascos y un par de australianos que supieron qu¨¦ hacer con mis tablas, y a la postre se demostr¨® que yo llevaba raz¨®n. Las olas que ba?aban las playas de Bayona y de Biarritz eran tan aptas, si no m¨¢s, para la pr¨¢ctica del surf como las del sur de California.
El agua estaba m¨¢s fr¨ªa que en Hawai, en donde la temperatura era similar a la de Santa M¨®nica, y la resaca del Atl¨¢ntico era a¨²n m¨¢s traicionera; no estaba la costa vasca precisamente bendecida por vientos c¨¢lidos tan seductores. No era aqu¨¦l el para¨ªso de un surfista, aunque tampoco distaba tanto de serlo. Antes de finalizar ese primer verano constitu¨ªamos ya un grupo formidable de adictos, de atl¨¦ticos j¨®venes de Par¨ªs, Las Landas y las playas vecinas del norte de Espa?a. Y aun as¨ª, las autoridades locales segu¨ªan sin convencerse.
La aduana exig¨ªa pagos exorbitantes para formalizar la importaci¨®n de mis tablas de surf. La polic¨ªa, a la que pertenec¨ªan los guides-baigneurs, insist¨ªa en que obedeci¨¦ramos las indicaciones de las banderas que se?alizaban el peligro en todas las playas cercanas. Recuerdo que un d¨ªa, en particular tormentoso, un joven surfista australiano se adentr¨® en el mar con su tabla, y que la polic¨ªa lleg¨® de inmediato con un grupo de guides-baigneurs, ninguno de los cuales estaba preparado para lanzarse al agua y detenerle. El australiano, que ni tan siquiera contaba con un traje de neopreno, se dio a sus juegos entre las olas m¨¢s lejanas hasta lograr que la polic¨ªa desistiera de su intento y le dejara a su suerte.
Dos de aquellos pioneros, Michel Barland y un joven llamado Roche, empezaron a fabricar tablas de surf, y el nuevo deporte fue adquiriendo una cada vez mayor popularidad. Se fundaron clubes y se organizaron campeonatos. En ninguno llegu¨¦ a participar; nunca fui del todo un experto, y un cierto temor me hac¨ªa abstenerme de salir los d¨ªas en que las olas superaban el metro de altura. Me contentaba con divertirme sin correr grandes riesgos, aunque en una ocasi¨®n un amigo hubo de ayudarme a salir del agua.
Mi mujer y mi familia se vieron por m¨ª obligadas a viajar con una tabla de tres metros con su correspondiente funda de lona, un equipaje que no estaba precisamente bien visto por los empleados de las aerol¨ªneas o por los maleteros del tren de aquel entonces. Hice surf en Hawai, Australia y M¨¦xico, y en California a mi regreso. Nunca fue para m¨ª del todo una forma de vida, como ocurri¨® con algunos de mis amigos m¨¢s j¨®venes de Francia, Espa?a y California. A¨²n habr¨ªa de pasar buena parte de mi tiempo ante la m¨¢quina de escribir. Pese a que no llegu¨¦ a ser m¨¢s que un surfista vacacional, s¨ª que contribu¨ª a difundir la fe. Mi entusiasmo result¨® contagioso. Y cuando hoy regreso a Biarritz me asombra y alegra ver c¨®mo mi deporte preferido logra mantenerse frente al windsurf, el kitesurf y, c¨®mo no, el golf, ese juego para masoquistas que en nada beneficia al cuerpo o a la mente. Un golfista, o un tenista, salvo en muy escasos instantes, jam¨¢s experimenta el sensual placer del que un surfista disfruta al deslizarse por la cara de una ola azul. Es como obtener una recompensa especial tras un esfuerzo f¨ªsico, dif¨ªcil de describir sin adentrarnos en territorios propios de la pornograf¨ªa blanda. En nuestra cultura materialista, dominada por m¨¢quinas y artilugios, el surf constituye hoy una subcultura, una m¨ªstica, una suerte de v¨ªnculo juvenil con la naturaleza. Cuanto un surfista necesita es cera para que resbale menos la tabla mojada, un traje de neopreno y, huelga que lo diga, olas. Tambi¨¦n precisa de un coche para llegar a la playa, una baca para la tabla, un saco de dormir, dinero para comprar comida, bebida y crema para el sol? Pero nada es nunca tan simple como parece al principio; luego, claro est¨¢, afloran en el cuerpo y el alma humanos otros apetitos. Recuerdo haber visto, al volver a casa temprano una ma?ana, tras dejar a mi mujer en el estudio de cine donde trabajaba, un enorme graffiti, pintado en letras negras sobre la blanca fachada de una casa de Malib¨², que dec¨ªa: "?Rezad por el surf!". Debajo, en letras rojas de mayor tama?o, un gracioso hab¨ªa a?adido: "?Rezad por el sexo! ?Ocasiones para el surf nunca faltan!". l
Traducci¨®n de Carmen Acu?a Partal
y Marcos Rodr¨ªguez Espinosa.
'LeRoy Grannis. Surf photography of the 1960s and 1970s' est¨¢ editado por Taschen en una tirada limitada a 1.000 copias para todo el mundo.
La mirada de salitre
Por Iker Seisdedos
LeRoy Grannis se subi¨® por primera vez a una tabla en 1931, a los 14 a?os. Dos despu¨¦s de que Tom Blake, pionero de la fotograf¨ªa surfera, construyese para su c¨¢mara Graflex una caja resistente al agua para fotograf¨ªar en Hawai y desde su tabla a otros jinetes de las olas. Cuando, en 1959, LeRoy, el padre de familia, comenz¨® a tomar las soleadas im¨¢genes que se recopilan en el libro era un veterano surfista apodado Granny que emprend¨ªa, en el momento justo y en el sitio adecuado, una senda que hab¨ªan abierto otros. Cuenta Steve Barilotti en el pr¨®logo del libro que la fotograf¨ªa era para Grannis un hobby, y la California de los sesenta, el lugar en el que un pu?ado de j¨®venes con enormes tablas iba a revolucionar un deporte de tradici¨®n hawaiana. Armado con una Pentax-S corro¨ªda por el salitre, Grannis, ya convertido en un trabajador de plantilla de la revista International Surfing (entre 1964 y 1971), nad¨® detr¨¢s de los primeros campeones para recoger sus logros, a menudo ayudado por ingenios subacu¨¢ticos inventados por Jacques Cousteau. Su tr¨ªpode oxidado y su ce?o fruncido eran sus se?as de identidad. Y no s¨®lo se interes¨® por lo estrictamente deportivo. Tambi¨¦n retrat¨® a las novias de los chicos y el ambiente de las competiciones, y se dedic¨® a la publicidad relacionada con el surf, y contribuy¨® a hacer masiva una est¨¦tica que hoy se ha convertido en un negocio millonario.
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