Ruido de fondo
El martes tuvieron que evacuar la escuela primaria. Los ni?os sufr¨ªan dolores de cabeza e irritaciones oculares, y se quejaban de un sabor met¨¢lico en la boca. Una de las maestras comenz¨® a rodar por el suelo y a hablar lenguas extranjeras. Nadie sab¨ªa qu¨¦ estaba ocurriendo. Los investigadores dijeron que pod¨ªa tratarse del sistema de ventilaci¨®n, las pinturas y los barnices, las espumas aislantes, los aislamientos el¨¦ctricos, la comida de la cafeter¨ªa, los rayos emitidos por los ordenadores, las protecciones de amianto contra incendios, los adhesivos de los empaquetados y los vapores de cloro de la piscina o quiz¨¢ de algo m¨¢s profundo, de grano m¨¢s fino, a¨²n m¨¢s estrechamente entrelazado con el estado b¨¢sico de las cosas.
"Denise y Steffie se quedaron en casa durante aquella semana mientras grupos de hombres ataviados con trajes de Mylex y m¨¢scaras antig¨¢s revisaban la escuela"
"Todos nos refer¨ªamos a la ni?a por su nombre, con tono orgulloso, como si fu¨¦ramos sus propietarios, pero nadie sab¨ªa a qui¨¦n pertenec¨ªa Chun ni de d¨®nde proced¨ªa"
"Aquella visera ten¨ªa algo que parec¨ªa comunicarse con ella, prestarle volumen e identidad. 'Constituye su conexi¨®n con el mundo', dijo Murray"
"En las ciudades, nadie presta una atenci¨®n espec¨ªfica a la muerte. La muerte es una cualidad que reina en el aire. Est¨¢ en todos sitios y en ninguno"
Denise y Steffie se quedaron en casa durante aquella semana mientras grupos de hombres ataviados con trajes de Mylex y m¨¢scaras antig¨¢s revisaban sistem¨¢ticamente el edificio con sus detectores por infrarrojos y sus equipos de medici¨®n. Dado que el Mylex tambi¨¦n se considera un material sospechoso, los resultados tend¨ªan a ser ambiguos y hubo que programar una nueva y m¨¢s rigurosa sesi¨®n de inspecciones.
Las dos ni?as, Babette, Wilder y yo fuimos al supermercado. A los pocos minutos de entrar nos topamos con Murray. Era ya la cuarta o quinta vez que me lo encontraba all¨ª, aproximadamente el mismo n¨²mero de veces que le hab¨ªa visto en el campus. Asi¨® a Babette por el b¨ªceps izquierdo y se desliz¨® a su alrededor, aparentemente olfateando sus cabellos.
-Una cena deliciosa -dijo, situ¨¢ndose detr¨¢s de ella-. A m¨ª tambi¨¦n me gusta cocinar, por lo que lo aprecio doblemente cuando otras personas lo hacen bien.
-Ven cuando quieras -dijo ella, girando sobre sus talones y esforz¨¢ndose por descubrirle.
Avanzamos juntos hacia el interior ultrarrefrigerado. Wilder viajaba sentado en el carrito, intentando alcanzar los art¨ªculos de los estantes a medida que pas¨¢bamos junto a ellos. Se me ocurri¨® que era ya demasiado grande y estaba demasiado crecido para subirse a los carritos de supermercado. Me pregunt¨¦ tambi¨¦n por qu¨¦ su vocabulario parec¨ªa limitarse a veinticinco palabras.
-Me siento feliz de estar aqu¨ª -dijo Murray.
-?En Blacksmith?
-En Blacksmith, en el supermercado, en la casa de hu¨¦spedes, en el Hill. Siento que todos los d¨ªas aprendo cosas importantes. La muerte, la enfermedad, la vida despu¨¦s de la vida, el espacio exterior. Aqu¨ª todo resulta mucho m¨¢s claro. Puedo ver, y pensar.
Avanzamos hasta la zona de alimentaci¨®n en general y Murray se detuvo con su cesta de pl¨¢stico para investigar entre los blancos cartones y los frascos. No me sent¨ªa seguro de entender a qu¨¦ se refer¨ªa. ?Qu¨¦ quer¨ªa decir con mucho m¨¢s claro? ?Pod¨ªa ver y pensar, qu¨¦?
Steffie me cogi¨® de la mano y dejamos atr¨¢s los recipientes de fruta, esparcidos en una zona que se extend¨ªa junto a la pared a lo largo de unos cuarenta metros. Estaban dispuestos en forma diagonal, frente a espejos inclinados que la gente golpeaba accidentalmente cuando intentaba alcanzar las hileras superiores. De los altavoces surg¨ªa una voz: "Kleenex Softique, su cami¨®n est¨¢ obstruyendo la entrada". Las manzanas y los limones se precipitaban al suelo de dos en dos o de tres en tres cada vez que alguien cog¨ªa una pieza de fruta de los montones apilados. Hab¨ªa seis clases distintas de manzanas junto a melones ex¨®ticos de diferentes tonos. Todos los frutos parec¨ªan de temporada y mostraban un aspecto fresco, brillante y bru?ido. Los clientes arrancaban delgadas bolsas de sus soportes e intentaban determinar por qu¨¦ costado se abr¨ªan. Advert¨ª que el lugar se hallaba inundado de ruido. Sistemas atonales, traqueteos y chirridos de los carritos, altavoces y m¨¢quinas de caf¨¦, gritos infantiles. Y sobre todo ello -o quiz¨¢ bajo todo ello- un rugido sordo e ilocalizable como el que producir¨ªa cierta forma multitudinaria de vida inmune a la aprehensi¨®n humana.
-?Le dijiste a Denise que lo sent¨ªas?
-Quiz¨¢ lo haga m¨¢s tarde -contest¨® Steffie-. Recu¨¦rdamelo.
-Es una ni?a encantadora, y querr¨ªa ser tu hermana mayor y amiga tuya... si la dejaras.
-?Amiga m¨ªa? No s¨¦. ?No crees que es un poco autoritaria?
-Adem¨¢s de decirle que lo sientes, acu¨¦rdate de devolverle su Manual M¨¦dico de Referencia.
-Se pasa la vida leyendo eso. ?No te parece raro?
-Al menos, lee algo.
-Claro, listas de recetas y medicamentos. ?Y quieres saber por qu¨¦?
-?Por qu¨¦?
-Porque est¨¢ intentando descubrir los efectos secundarios de ese potingue que toma Baba.
-?Qu¨¦ toma Baba?
-No me preguntes a m¨ª. Preg¨²ntale a Denise.
-?C¨®mo sabes que toma algo?
-Pregunta a Denise.
-?Por qu¨¦ no puedo pregunt¨¢rselo a Baba?
-Preg¨²ntaselo a Baba -dijo ella.
Murray surgi¨® de uno de los pasillos y encabez¨® la marcha caminando junto a Babette, de cuyo carrito extrajo un paquete doble de toallas de papel para olisquearlas. Denise se hab¨ªa encontrado con unas amigas, a las que acompa?¨® a la entrada del supermercado para ver los libros de bolsillo alineados en endebles expositores, vol¨²menes impresos con relucientes t¨ªtulos metalizados, letras en relieve, v¨ªvidas ilustraciones de violencia sectaria y romances turbulentos. Luc¨ªa una visera de color verde. O¨ª que Babette le dec¨ªa a Murray que se la hab¨ªa visto puesta durante catorce horas diarias a lo largo de las ¨²ltimas tres semanas. Nunca sal¨ªa sin ella, ni siquiera de su dormitorio. La llevaba puesta en el colegio -cuando hab¨ªa colegio-, en el cuarto de ba?o, en el sill¨®n del dentista y en la mesa a la hora de cenar. Aquella visera ten¨ªa algo que parec¨ªa comunicarse con ella, prestarle volumen e identidad.
-Constituye su conexi¨®n con el mundo -dijo Murray.
Ayudaba a Babette a empujar el carrito atestado.
-Los tibetanos creen que existe un estado transitorio entre la muerte y el renacimiento -o¨ª que le dec¨ªa-. La muerte representa b¨¢sicamente un periodo de espera. Al poco tiempo, un ¨²tero nuevo se encargar¨¢ de albergar el alma. Entretanto, el alma recupera parte de la divinidad que perdi¨® en su nacimiento.
Observ¨® su perfil, intentando detectar alguna reacci¨®n.
-Suelo pensar en eso cada vez que vengo aqu¨ª. Este lugar nos proporciona una recarga espiritual, nos prepara, es como una frontera o un sendero de acceso. F¨ªjate en su brillo. Est¨¢ repleto de informaci¨®n extrasensorial.
Mi mujer le sonri¨®.
-Todo est¨¢ disfrazado por el simbolismo, oculto por velos de misterio y capas de material cultural. Pero se trata de datos extrasensoriales, de eso no cabe duda. Grandes puertas deslizantes que se abren y se cierran espont¨¢neamente. Ondas de energ¨ªa, radiaci¨®n incidente. Ah¨ª est¨¢n todas las cifras y las letras, todos los colores del espectro, todas las voces y sonidos, todos los t¨¦rminos codificados y frases ceremoniales. Tan s¨®lo es cuesti¨®n de descifrarlos, reordenarlos, despojarlos de sus envolturas de impronunciabilidad. Tampoco es que queramos hacerlo, ni que de hacerlo fu¨¦ramos a conseguir nada con ello. Esto no es el T¨ªbet. Ni siquiera el T¨ªbet es ya el T¨ªbet.
Estudi¨® su perfil, y ella a?adi¨® unos cuantos yogures al carrito.
-Los tibetanos intentan contemplar la muerte tal y como es. Como el fin de nuestro apego hacia las cosas. Se trata de una verdad tan sencilla como dif¨ªcil de concebir. Sin embargo, tan pronto comenzamos a dejar de negar la muerte, hallamos que es posible morir en calma y a continuaci¨®n experimentar el renacimiento uterino o la vida despu¨¦s de la vida en el sentido judeocristiano o las experiencias incorp¨®reas o los viajes en ovni o como queramos denominarlo. Y podemos hacerlo con una perspectiva clara, sin miedo ni sobrecogimiento. No tenemos que aferrarnos artificialmente a la vida... ni a la muerte, si a eso vamos. Sencillamente, avanzamos hacia las puertas deslizantes. Ondas y radiaci¨®n. Observa qu¨¦ bien iluminado est¨¢ todo. Este lugar est¨¢ aislado, contenido en s¨ª mismo. Intemporal. ?se es otro de los motivos por los que pienso en el T¨ªbet. En el T¨ªbet, morir constituye un arte. Un sacerdote entra en la estancia, se sienta, ordena salir a los afligidos parientes y a¨ªsla la habitaci¨®n. Sella puertas y ventanas. Tiene ante s¨ª una tarea importante. C¨¢nticos, numerolog¨ªa, hor¨®scopos, recitaciones. Aqu¨ª no morimos: compramos. Pero la diferencia es menos se?alada de lo que podr¨ªas pensar.
Para entonces, hablaba casi en un susurro, e intent¨¦ acercarme a ellos sin embestir el carrito de Babette con el m¨ªo. Quer¨ªa o¨ªrlo todo.
-Estos supermercados tan grandes, tan limpios y tan modernos representan para m¨ª una revelaci¨®n. Me he pasado la vida en tiendas de ultramarinos peque?as y sofocantes, llenas de vitrinas inclinadas con bandejas repletas de alimentos blandos, h¨²medos, apelmazados y de tonos p¨¢lidos. Mostradores tan altos que hab¨ªa que ponerse de puntillas para pedir lo que necesitabas. Gritos, acentos. En las ciudades nadie presta una atenci¨®n espec¨ªfica a la muerte. La muerte es una cualidad que reina en el aire. Est¨¢ en todos sitios y en ninguno. Los hombres gritan al morir para que se les preste atenci¨®n, para ser recordados durante uno o dos segundos. Morir en un apartamento en lugar de en una casa basta para deprimir al alma -dir¨ªa yo- durante varias vidas consecutivas. En los pueblos hay casas, hay plantas en los balcones. La gente encuentra m¨¢s notoriedad en la muerte. Los muertos tienen rostro, tienen coche. Si no conoces un nombre, conoces el nombre de una calle, el nombre de un perro: "Conduc¨ªa un Mazda de color naranja". De cada persona conoces un par de detalles in¨²tiles que luego se convierten en circunstancias fundamentales de identificaci¨®n y emplazamiento c¨®smico cuando esas personas mueren s¨²bitamente, tras una breve enfermedad, en su propia cama, con su edred¨®n y sus almohadas a juego, una lluviosa tarde de mi¨¦rcoles, con fiebre alta, algo de congesti¨®n en la nariz o en el pecho y preocupados por la ropa que han enviado al tinte.
-?D¨®nde est¨¢ Wilder? -dijo Babette, y se volvi¨® para mirarme de un modo que suger¨ªa que hac¨ªa diez minutos que le hab¨ªa visto por ¨²ltima vez.
Otras miradas -menos pensativas y culpables- indicaban la existencia de espacios de tiempo m¨¢s amplios, de oc¨¦anos de desatenci¨®n m¨¢s profundos. Como: "Ignoraba que las ballenas fueran mam¨ªferos". La situaci¨®n era tanto m¨¢s peligrosa cuanto m¨¢s amplio el periodo temporal y m¨¢s ausente la expresi¨®n. Como si la culpabilidad fuera un lujo que s¨®lo se permit¨ªa cuando el peligro era m¨ªnimo.
-?C¨®mo ha podido bajarse del carrito sin darme cuenta?
Los tres adultos nos distribuimos frente a la entrada de otros tantos pasillos y escrutamos el tr¨¢fico de carritos y cuerpos deslizantes. A continuaci¨®n, revisamos otros tres, estirando el cuello, oscilando ligeramente a medida que cambi¨¢bamos de punto de observaci¨®n. No hac¨ªa m¨¢s que ver manchas de color hacia el costado derecho, pero, tan pronto desviaba la vista, desaparec¨ªan. Llevaba a?os viendo manchas de colores, pero nunca tantas, nunca dotadas de una animaci¨®n tan alegre. Murray vio a Wilder en el carrito de otra se?ora. La mujer agit¨® la mano en direcci¨®n a Babette y se encamin¨® hacia nosotros. Viv¨ªa en nuestra calle con su hija adolescente y Chun Duc, un beb¨¦ de origen asi¨¢tico. Todos nos refer¨ªamos a la ni?a por su nombre, con tono orgulloso, como si fu¨¦ramos sus propietarios, pero nadie sab¨ªa a qui¨¦n pertenec¨ªa Chun ni de d¨®nde proced¨ªa.
-Kleenex Softique, Kleenex Softique.
Steffie se manten¨ªa asida a mi mano de un modo que, con el transcurso del tiempo, yo hab¨ªa llegado a identificar m¨¢s como reconfortante que como suavemente posesivo (cual creyera al principio). Produc¨ªa en m¨ª cierto asombro. Era una firme sujeci¨®n que me ayudaba a recobrar la confianza en m¨ª mismo, a rebelarme contra los melanc¨®licos estados de ¨¢nimo que ella misma cre¨ªa detectar en torno a mi persona.
Antes de unirse a la cola de la caja r¨¢pida, Murray nos invit¨® a cenar el s¨¢bado de la semana siguiente.
-Basta con que me lo confirm¨¦is en el ¨²ltimo momento.
-All¨ª estaremos -dijo Babette.
-No pienso preparar nada del otro mundo, as¨ª que no dud¨¦is en llamarme si os surge alg¨²n otro plan. Ni siquiera ten¨¦is que llamar. Si no aparec¨¦is, sabr¨¦ que ha ocurrido algo que os ha impedido venir.
-Murray, estaremos all¨ª.
-Traed a los ni?os.
-No.
-Magn¨ªfico. Pero si decid¨ªs traerlos, no hay problema. No quiero que pens¨¦is que os estoy poniendo en un compromiso. No os sint¨¢is obligados sin remedio. O aparec¨¦is o no aparec¨¦is.
Yo cenar¨¦ de todos modos, as¨ª que no pasa absolutamente nada si surge algo y ten¨¦is que cancelar la cita. S¨®lo quiero que sep¨¢is que all¨ª estar¨¦ si decid¨ªs presentaros, con ni?os o sin ellos. Tenemos hasta mayo o junio para hacerlo, por lo que el s¨¢bado de la semana que viene no tiene por qu¨¦ parecer una ocasi¨®n especial.
-?Vendr¨¢s el pr¨®ximo semestre? -pregunt¨¦.
-Quieren que d¨¦ un curso acerca de la filmograf¨ªa de accidentes automovil¨ªsticos.
-Hazlo.
-Lo har¨¦.
Ya en la cola de la caja, me restregu¨¦ contra Babette. Ella retrocedi¨®, apret¨¢ndose contra m¨ª, y yo la rode¨¦ con los brazos y deposit¨¦ las manos sobre sus pechos. Ella hizo girar las caderas y yo acarici¨¦ sus cabellos y murmur¨¦: "Rubio sucio". Gente firmando cheques, altos dependientes empaquetando la mercanc¨ªa en bolsas. No todos hablaban ingl¨¦s en las cajas de salida, ni tampoco en las proximidades de las secciones de frutas y congelados, ni entre los autom¨®viles aparcados en el exterior. Cada vez m¨¢s, o¨ªa hablar lenguas que no lograba identificar y mucho menos comprender, si bien los altos dependientes eran de origen norteamericano, y tambi¨¦n las cajeras, bajitas, regordetas bajo sus blusas de color azul, ataviadas con leotardos y diminutas alpargatas blancas. A medida que la cola avanzaba lentamente hacia la caja, los caramelos bals¨¢micos y los inhaladores nasales, intent¨¦ introducir las manos bajo la falda de Babette, sobre su vientre.
Fue al salir al aparcamiento cuando lleg¨® a nuestros o¨ªdos el primer rumor acerca de la muerte de un hombre durante la revisi¨®n de la escuela de ense?anza primaria, uno de los inspectores ataviados con m¨¢scaras, voluminosos trajes de Mylex y botas enormes. Seg¨²n contaban, se hab¨ªa desplomado, muerto, en una de las aulas del segundo piso.
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