El hombre rebelde
Lo imaginaba adolescente en los topes del tranv¨ªa bajando hacia las playas de Argel, dispuesto a pegarse un ba?o junto con otros muchachos ¨¢rabes, todos hermanados por la misma luz, por la misma pobreza. Pegarse un ba?o, en el argot del franc¨¦s de Argelia, es una expresi¨®n que incluye lo que ese acto tiene de combate al abrazarse al agua, dejando que sea el mar el que te azote. Aprendi¨® la libertad de la miseria. Todos eran pobres en aquella arena deslumbrada de Argel, entre barcas con pantoques color naranja, el adolescente Albert Camus y sus amigos ¨¢rabes en cuyos cuerpos desnudos resbalaba el mismo sol mojado. La dicha a¨²n ten¨ªa sentido: empezaba y terminaba en la piel.
Tambi¨¦n lo imaginaba sentado en la terraza de un caf¨¦ del bulevar de Argel en su ¨¦poca de estudiante de filosof¨ªa, siguiendo con los ojos a las muchachas vestidas con telas ligeras, de colores vivos, que pasaban por la acera, mientras saboreaba el primer an¨ªs, de cierto sabor canalla. Su padre, un jornalero agr¨ªcola de Mondovi, muri¨® por Francia en la batalla del Marne, en la I Guerra Mundial. Albert Camus, que s¨®lo contaba con un a?o de edad, fue recogido por uno de sus t¨ªos, tonelero de profesi¨®n, guardi¨¢n del propio silencio, como la madre, de origen menorqu¨ªn, analfabeta, tambi¨¦n de mucho sufrimiento y de pocas palabras. Todo lo que sab¨ªa de la felicidad lo hab¨ªa aprendido de los pobres bajo el sol en la playa, todo el conocimiento de la vida, m¨¢s all¨¢ de los estudios del bachillerato con becas ganadas a pulso, lo hab¨ªa adquirido jugando al f¨²tbol profesional. Pero en medio de esta lucha para hacerse adulto, se le present¨® la enfermedad, un foco negro en el pulm¨®n, como ese fondo oscuro que tiene siempre la luz blanca. El absurdo no era m¨¢s que eso: una deslealtad del cuerpo frente al esp¨ªritu, una quiebra del esp¨ªritu contra la armon¨ªa de la naturaleza.
Aprendi¨® la libertad de la miseria. Todos eran pobres en aquella arena deslumbrada de Argel
A mis 18 a?os, un librero de Valencia me ofreci¨® envuelto en un papel de estraza, por debajo del mostrador, clandestinamente, el libro de Camus de tapas rojas titulado Verano, impreso en Argentina, que le¨ª en la hamaca bajo el sonido de las chicharras y el olor a pinaza abrasada por la can¨ªcula. En sus p¨¢ginas descubr¨ª que el Mediterr¨¢neo no era un mar, sino una pulsi¨®n espiritual, casi f¨ªsica, la misma que yo sent¨ªa sin darle nombre: el placer contra el destino aciago, la moral sin culpa y la inocencia sin ning¨²n dios. Poco despu¨¦s vi una fotograf¨ªa del escritor con una gabardina de trinchera, el cigarrillo entre los dedos, la mirada ir¨®nica y media sonrisa colgada de la comisura; era una imagen de los tiempos en que Camus reinaba en el caf¨¦ de Flore de Par¨ªs, amado por las mujeres, orlado todav¨ªa por su lucha en la Resistencia contra los nazis, donde hab¨ªa sido redactor jefe del peri¨®dico clandestino Combat y ahora, amigo de Sartre, sintetizaba todo el glamour intelectual de la rive gauche, donde el existencialismo era una moda que cantaba Juliette Greco con voz quemada por el Calvados. Lo primero que hice fue comprarme una camisa negra, una gabardina blanca, dejar los cigarrillos Lucky Strike y pasarme a los Gitanes sin filtro. En cuanto hube le¨ªdo El extranjero y El mito de S¨ªsifo me fui a la playa de la Malvarrosa en un tranv¨ªa, como los de Argel, y en el balneario de Las Arenas trat¨¦ de poner en pr¨¢ctica el absurdo solar. Sub¨ªa al ¨²ltimo trampol¨ªn de la piscina como quien acarrea el propio cuerpo a la cima y desde all¨ª me arrojaba al agua sin saber que ese acto era un castigo que te obligaba a ascender por dentro de ti mismo una y otra vez. Desde aquella altura, entre el resplandor de la arena que her¨ªa los ojos, comprend¨ª que se pod¨ªa acuchillar a otro cuerpo s¨®lo impulsado por el fulgor del cuchillo, un fin sin finalidad, como si el absurdo fuera una forma de belleza filos¨®fica.
Por ese tiempo, para hacer ejercicios de franc¨¦s yo hab¨ªa traducido el discurso que Camus lanz¨® contra Franco cuando Espa?a fue admitida en la Unesco. Conservaba una copia en papel cebolla que me llev¨¦ a Madrid entre las p¨¢ginas de la novela La peste. El due?o de la casa de hu¨¦spedes donde fui a parar result¨® ser un perista. Un d¨ªa, de regreso del caf¨¦ Gij¨®n, me encontr¨¦ con mi maleta desparramada sobre la cama junto con un alijo de sortijas de oro, relojes, pulseras y otros abalorios y a dos polic¨ªas que se pasaban uno a otro el escrito de Camus que hab¨ªan encontrado entre mis papeles.
-S¨®lo es un ejercicio de traducci¨®n -les dije.
-Eso tendr¨¢ que cont¨¢rselo al comisario -respondi¨® uno de ellos.
Me llevaron a la comisar¨ªa de la calle de la Luna en compa?¨ªa del due?o de la pensi¨®n. Despu¨¦s de algunos insultos qued¨¦ en libertad, pero este percance hizo que me sintiera ligado de forma rom¨¢ntica a Albert Camus, a quien desde ese momento guard¨¦ una fidelidad absoluta. Yo sab¨ªa con qui¨¦n deb¨ªa alinearme cuando Sartre y Camus escenificaron una abrupta ruptura, no s¨®lo ideol¨®gica, sino tambi¨¦n de su amistad, ante el mundo del pensamiento y de las letras por una concepci¨®n distinta del compromiso. Camus hab¨ªa tenido el valor de denunciar los campos de concentraci¨®n de la Uni¨®n Sovi¨¦tica, y en medio de una feroz disputa los admiradores de Sartre rodearon a Camus de un cord¨®n sanitario, que ni siquiera logr¨® salvar con el premio Nobel. S¨®lo su muerte, acaecida en un accidente de autom¨®vil el 4 de enero de 1960, lo devolvi¨® a las p¨¢ginas de los peri¨®dicos, pero enseguida su obra cay¨® de nuevo en el olvido. Despu¨¦s fueron los nuevos fil¨®sofos y otros bandos de torcaces neoliberales, que se pasaron del marxismo a la extrema derecha, los que trataron de interpretar aquel acto del hombre rebelde como una baza de su propia ideolog¨ªa. Pero Camus no era un ide¨®logo ni un moralista, sino un escritor profundamente moral que supo discernir a su debido tiempo que el compromiso debe ser con los que sufren la historia, no con los que la hacen, uno a uno, de forma personal, dondequiera que se encuentren.
Al principio fue s¨®lo una emoci¨®n est¨¦tica por su forma de estar en el mundo lo que me atrajo de este escritor, pero lleg¨® un momento en que, en medio del naufragio de todas las ideas, lo eleg¨ª como un buen gu¨ªa frente a mis propias dudas y contra toda clase de infortunio.
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