Periodistas
Una historia de ficci¨®n que pudo ser real. Una cr¨®nica que roza el suceso y la ¨¦tica de una profesi¨®n. En esta nueva entrega de la serie, Juan Manuel Villalobos introduce la intriga en un relato moral narrado con un estilo absolutamente cinematogr¨¢fico
Durante muchos a?os pens¨¦ que esta historia no deb¨ªa de ser contada. Dej¨¦ el periodismo por ella y la elud¨ª por la verg¨¹enza, por la pena. Quise creer que el transcurrir del tiempo, la vida misma, permitir¨ªa que se desvaneciera; que llegar¨ªa a esa frontera en la que los sucesos que uno ha vivido pasan a ser s¨®lo an¨¦cdotas. Pero eso nunca ocurri¨®.
Hace unos d¨ªas, de golpe -por otro motivo del que prefiero no hablar-, aquella noche de febrero que pas¨¦ en Valencia volvi¨® a cegarme. Si escribo esto es porque tal vez sea la ¨²nica forma de expulsar, ahora y para siempre, unos hechos que me hirieron profundamente.
Viv¨ªa en Madrid, y me hab¨ªa quedado en la calle. No ten¨ªa un duro. Trabajaba para una revista femenina -Mujer Nueva- y, tras dos a?os de aversi¨®n y antipat¨ªa mutua, mi jefa me hab¨ªa despedido. Era un semanario en el que la credencial de "periodista del coraz¨®n" lo consent¨ªa todo: calumniar, mentir, enga?ar, inventar, estafar, firmar como propias traducciones ajenas, adjudicarse como informaci¨®n exclusiva boletines de prensa, incluir publirreportajes como temas de portada? Toda la mierda sobre la que resbalaban no los peores periodistas, sino las peores personas con las que he coincidido en la vida. Por entonces cre¨ªa conocer lo m¨¢s ingrato de una profesi¨®n en la que, a?o tras a?o, se matriculaban miles de j¨®venes entusiastas de todo el mundo, engatusados por el discurso filantr¨®pico que acompa?¨® el surgimiento de los peri¨®dicos en el siglo XIX: el s¨ªndrome del guardi¨¢n, el cuento de que la prensa era "los ojos y los o¨ªdos del p¨²blico".
Tres semanas despu¨¦s de "la trifulca de Lagasca" -en esa calle estaba Mujer Nueva- lleg¨® mi oportunidad. Un amigo me inform¨®. Un peri¨®dico de Madrid necesitaba "urgentemente" cubrir puestos en Valencia. "Es un proyecto nuevo de televisi¨®n que est¨¢ en marcha", dijo mi amigo. "El sueldo es cojonudo, alojamiento incluido. No hagas muchas preguntas, di que s¨ª", me advirti¨®. Me cit¨® el diario, y en menos de 24 horas recib¨ª la respuesta: "Prepara tus cosas", dijo un redactor jefe. "Te vas".
Alquil¨¦ una furgoneta, cargu¨¦ todas mis pertenencias y emprend¨ª rumbo a Valencia. Me iba a convertir en periodista; periodista de verdad, no gacetillero, que era de lo que hasta entonces hab¨ªa vivido -antes de en Mujer Nueva trabaj¨¦ tambi¨¦n para un grupo de revistas corporativas, la cara mediocre de la publicidad. All¨ª ca¨ªan los malos periodistas, periodistas retirados que a su cargo ten¨ªan s¨®lo becarios; un sitio en el que lo m¨¢s importante era llegar a ser "ejecutivo de cuentas", algo as¨ª como encargado de marketing-. Llegu¨¦ al mediod¨ªa. Las instalaciones del diario estaban a las afueras, cerca de Xirivella. Eran nuevas. Almorc¨¦ con el que ser¨ªa mi jefe y despu¨¦s ¨¦l me integr¨® en el grupo de los que iban a ser mis compa?eros. Uno a uno, me los fue presentando a todos. Intercambi¨¦ algunas palabras, recib¨ª su "enhorabuena" y entramos a una junta.
Por primera vez o¨ª lo de la c¨¢mara. Los plazos de investigaci¨®n variaban, los asuntos eran "espinosos", "temas gordos", algunos de coyuntura. Hab¨ªa que "descubrir", hab¨ªa que "desnudar", que "mostrar la realidad". Hab¨ªa que "ir hasta el fondo". Hab¨ªa que utilizar c¨¢mara oculta.
-Eso es lo que hacemos aqu¨ª -dijo la coordinadora, y me fulmin¨® con la mirada-. La gente quiere saber lo que hay detr¨¢s de cada historia. Todos quieren saberlo. En eso consiste nuestro trabajo. En mostr¨¢rselo.
-Estupendo -ment¨ª.
Los redactores -siete en total- plantearon los problemas a los que se estaban enfrentando, expusieron propuestas, hablaron de abordar los temas desde otras perspectivas, mencionaron las reacciones que hab¨ªan suscitado ya en la prensa algunos de los reportajes. Un canal de televisi¨®n local los difund¨ªa. Por espacio de dos horas me vi inmerso en el mundo moderno del periodismo.
Al salir de la reuni¨®n me esperaban dos tareas inmediatas: familiarizarme con la c¨¢mara -mi nueva herramienta de trabajo- y cubrir un accidente de tr¨¢fico. "Tienes tres d¨ªas", me dijo la coordinadora. Era una orden.
Conoc¨ª la redacci¨®n. Me dio el tour una compa?era, una chica cuyo nombre no recuerdo -no retuve el de ninguno-, y me condujo a la sala de montaje. En esos d¨ªas estaba "volcada" en la edici¨®n de un reportaje sobre el cambio de sexo de un hombre. No fue clara, pero me dio a entender que el diario hab¨ªa negociado, que el tipo hab¨ªa consentido que se grabara la operaci¨®n como permuta por el pago de los gastos de hospital. Rebobin¨® la cinta y me mostr¨® las im¨¢genes. Con un bistur¨ª muy fino, el cirujano hac¨ªa una incisi¨®n en el escroto. Vi brotar sangre. Me dieron n¨¢useas. Retir¨¦ la vista y dije: "Es asqueroso". Ella se gir¨®, su mirada se encontr¨® con la m¨ªa, y dijo:
-?Est¨¢s seguro de saber de qu¨¦ va este trabajo? ?stas son del tipo de im¨¢genes que buscamos.
Yo me qued¨¦ callado. De la sala de montaje me llev¨® por un pasillo estrecho con oficinas a ambos lados. Se detuvo. Sobre un tabl¨®n de corcho empotrado en la pared, me mostr¨® unas fotograf¨ªas clavadas con chinchetas. Se?al¨® una.
-?Sabes qu¨¦ es? -dijo.
Aparec¨ªa ella, acompa?ada por otros dos colegas, tumbada con los brazos y las piernas abiertos sobre una formaci¨®n de arena; sobre lo que yo pens¨¦ era arena, aunque dije "no s¨¦", para no equivocarme.
-Es Marruecos -dijo-. Es hach¨ªs. Hemos hecho un reportaje sobre lo f¨¢cil que es introducir droga en Espa?a? ?Con la colaboraci¨®n de la Guardia Civil! Han ca¨ªdo todos en el cuento.
No le pregunt¨¦ a qu¨¦ se refer¨ªa con "cuento". Tampoco qu¨¦ tipo de "colaboraci¨®n" hab¨ªa ofrecido la Guardia Civil. Estaba agotado y ten¨ªa ganas de marcharme, de descargar la furgoneta y dormir a pierna suelta. Para eso, a¨²n deb¨ªa instalarme en lo que ser¨ªa mi nueva casa, un chal¨¦ compartido con otros tres periodistas a escasos kil¨®metros de donde el diario ten¨ªa su flamante "centro de operaciones" en el Mediterr¨¢neo.
A la ma?ana siguiente, mientras me daba las primeras lecciones sobre el uso de la c¨¢mara, un compa?ero me dijo: "Aqu¨ª, m¨¢s que reportero hay que ser un buen actor; es como un trabajo de polic¨ªa". Supe que hablaba en serio. El aparato era muy peque?o, de bolsillo, y pod¨ªa ajustarse con diminutos broches a los bordes de la ropa. Se colocara donde se colocara, pasaba inadvertido. El ardid era olvidar que se llevaba encima, lo m¨¢s dif¨ªcil si se sab¨ªa que habr¨ªa que grabar a gente violenta por naturaleza; individuos a los que, por el bien del p¨²blico, yo deb¨ªa intentar comprar un arma, una mujer, un alijo de contrabando, cualquiera que fuese el tipo; traficantes de cuidado y peligrosos, dispuestos a todo por permanecer en el anonimato, por continuar en la carretera. Gente confundida con la existencia, perdida por sus creencias. Agradec¨ª que mi primera misi¨®n fuera tratar con moribundos.
Me equivoqu¨¦.
Lleg¨® el fin de semana, y con ¨¦l llegaron las desgracias. Me hab¨ªa quedado claro: las im¨¢genes que yo deb¨ªa grabar eran claves para la edici¨®n de un reportaje sobre accidentes de tr¨¢fico en las carreteras espa?olas. El objetivo radicaba en capturar las reacciones de los involucrados inmediatamente despu¨¦s de una colisi¨®n. Exprimir. Conmover. Ten¨ªamos contactos tanto en la polic¨ªa como en urgencias de algunos hospitales. Tambi¨¦n en la central de bomberos de Valencia.
El viernes no ocurri¨® nada. Casi nada. Un rueda reventada. Dos adolescentes detenidos por exceso de velocidad, sin carn¨¦. Una pareja "toquete¨¢ndose" en el arc¨¦n, dentro de su autom¨®vil, con el motor en marcha y sin luces. Estaba conectado con la frecuencia de la polic¨ªa. Me dorm¨ª a las tres de la madrugada. El s¨¢bado me relaj¨¦. "Ser¨¢ igual que ayer", pens¨¦, y hasta mantuve el m¨®vil apagado casi toda la ma?ana. Con todo, sab¨ªa que era mi ¨²ltimo d¨ªa para cumplir la orden. Fui al centro. Hice la compra. Desempaqu¨¦ mi equipaje. Cen¨¦ un plato de pasta, beb¨ª dos vasos de vino tinto, y me fui a mi habitaci¨®n. Me recost¨¦ en la cama y me qued¨¦ mirando las aspas del ventilador, inm¨®viles. Era una noche fresca, a mitad de la madrugada. Entonces son¨® mi m¨®vil. Era nuestra fuente del Samur. Lo que dijo fue esto: "Hemos registrado un accidente, parece grave. Una colisi¨®n entre dos veh¨ªculos, hay involucrada tambi¨¦n una motocicleta. Kil¨®metro 343, carretera Madrid-Valencia, a la altura de Aldaia".
El coraz¨®n me dio un vuelco.
Me ajust¨¦ la c¨¢mara a una de las hebillas del pantal¨®n, me endos¨¦ un chaleco reflectante sobre mi chaqueta, cog¨ª la motocicleta que el diario hab¨ªa puesto a mi disposici¨®n, me coloqu¨¦ el casco y arranqu¨¦.
Llegu¨¦ el primero. Lo que vi fue un horror. No lo he olvidado.
Me ape¨¦ de la motocicleta. Me quit¨¦ el casco. Comenc¨¦ a grabar. Me acerqu¨¦ a un Seat que habr¨ªa girado sobre su eje casi dos cuartos, de tal forma que hab¨ªa quedado en direcci¨®n contraria a la que iba. Humeaba. Sobre el asiento del piloto, recargado en la ventanilla, vi a un chico con el rostro ensangrentado. Alcanc¨¦ a o¨ªr dos palabras repetidas: "Ayuda. Ayuda". Las exhal¨® con el estertor propio de quienes padecen bronquitis. No me atrev¨ª a abrir la puerta. Gir¨¦ la vista y en el asiento trasero vi a una persona encorvada, con la cabeza gacha. No pude ver su rostro. No me pareci¨® que se moviera. Cruzaba sus brazos sobre el pecho. Mientras rodeaba el autom¨®vil repar¨¦ en el asiento del copiloto. Hab¨ªa una chica empotrada en el parabrisas, muerta. Levant¨¦ la mirada, y a mi derecha, a unos veinte metros del Seat, me percat¨¦ de una motocicleta volcada. Me acerqu¨¦. Cuando me encontraba a unos pasos escuch¨¦ un burbujeo en sus inyectores, quiz¨¢ de la gasolina. A unos metros m¨¢s lejos, diez, doce, advert¨ª un cuerpo. Camin¨¦. No puedo describir lo que vi. No puedo. Una cabeza estrellada a gran velocidad sobre una pared de concreto es lo ¨²nico que me viene a la mente. Me acord¨¦ de la frase premonitoria que d¨ªas atr¨¢s me hab¨ªa sido dicha: "?stas son del tipo de im¨¢genes que buscamos". Me palp¨¦ la cintura. Tuve un acceso de tos. En realidad era n¨¢usea. Volv¨ª sobre mis pasos, y a un costado de la carretera, tumbada a un lado de la barrera de contenci¨®n, vi el cuerpo de una mujer. Llevaba puesto un casco; gem¨ªa muy d¨¦bilmente, con un hilillo de voz. Entonces alc¨¦ la vista: mi mirada capt¨® por primera vez el panorama desolador, completo. Detr¨¢s del Seat hab¨ªa un coche volcado; estaba a unos treinta metros de distancia. Anduve unos pasos y, de s¨²bito, me top¨¦ de frente con un joven detenido en el asfalto, con la mirada confusa, como un chiquillo perdido en un supermercado. Me vio. Dijo:
-No s¨¦ c¨®mo pas¨®. No fue culpa m¨ªa. No s¨¦ c¨®mo ha sido -vest¨ªa unos pantalones caqui y una chaqueta de cuero; en el rostro s¨®lo ten¨ªa un par de golpes-. He visto la moto y el coche? Ven¨ªan detr¨¢s m¨ªo? Yo? Dios -y luego volvi¨® a decir "Dios" dos veces.
Me qued¨¦ sobrecogido, pero no dije palabra. Segu¨ª andando hasta aproximarme al auto que permanec¨ªa con las ruedas hacia arriba, como una mosca volcada sobre sus alas. O¨ª la voz de una chica. Primero un quejido: "Ah, ah, ah". Luego una especie de alarido espeluznante, agudo. Me agach¨¦. Entre sus sollozos, cre¨ª entender que dec¨ªa: "Les meues cames, les meues cames". Entonces me tumb¨¦ en el piso y, al hacerlo, sent¨ª la c¨¢mara sobre el vientre. Pude ver su rostro detr¨¢s de la ventana destrozada. Sus ojos se cruzaron con los m¨ªos. Ten¨ªa la cabeza vuelta hacia abajo, presionando el techo. Quise consolarla. Dije:
-Tranquila, tranquila. Enseguida viene la ambulancia, est¨¢ por llegar ?Me escuchas?
Y me escuch¨®, porque movi¨® la cabeza. La vi hacer un gesto en se?al de respuesta. Una mueca de dolor. Volvi¨® a decir, con una voz ahogada: "Les meues cames, las meues cames". Dije: "Tranquila; tranquila, peque?a". Y me sorprend¨ª cuando dije "peque?a". No deb¨ªa de tener ni siquiera 18 a?os. Enseguida sucedi¨® algo extra?o. A un costado de ella, sobre la parte trasera, entre sombras, me pareci¨® vislumbrar un ojo que miraba fijamente. S¨®lo era eso. Un ojo. No podr¨ªa decir si era el de alguien que estaba vivo o muerto. Era s¨®lo un ojo.
Entonces o¨ª las sirenas; retumbaban con estr¨¦pito. Llegaron ambulancias. Tambi¨¦n lleg¨® la polic¨ªa. O¨ª gritos. Vi gente correr. Puertas abiertas. Luces.
Un oficial se me acerc¨®. Me pregunt¨®:
-?Usted ha visto algo?
-No -dije-. Iba rumbo a Valencia. Me detuve para ver si pod¨ªa ayudar, pero no he podido hacer nada. Hay una chica?, en el Xsara. Est¨¢ atrapada.
S¨®lo dijo:
-Le voy a pedir que se retire -y se alej¨®.
Le di la espalda, y me alej¨¦ yo tambi¨¦n. Fui en busca de mi motocicleta; tuve un acceso de v¨®mito, me arque¨¦ y no lo pude detener. Me salpiqu¨¦ los pantalones. Sent¨ª el sabor de la bilis. Luego me volv¨ª a girar y, en la distancia, vi a los enfermeros, a los camilleros, a los polic¨ªas. Se esforzaban por atender a los heridos, por comprender el siniestro, por identificar a los muertos. Me sent¨ª un in¨²til. Vi trabajar a un equipo de rescate en el Xsara. O¨ª sierras y martillos, estruendosos golpes con los que trataban de abrir la puerta. Son¨® mi m¨®vil. No lo cog¨ª. En la carretera se comenz¨® a formar una interminable fuente de luces. Se ilumin¨® el cielo de rojo, de azul, de amarillo: un paisaje virgen e infernal, una pel¨ªcula con muertos reales y heridos, una noche fragmentada por colores siniestros. Lo hab¨ªa grabado todo.
Antes de marcharme observ¨¦ c¨®mo sacaban del coche a la chica que yo hab¨ªa llamado "peque?a". Entre dos personas, tras laboriosos esfuerzos, la cogieron de sus brazos y la arrastraron hacia fuera. De inmediato, la cubrieron con una manta. No gritaba. No lloraba. Me inform¨¦. Estaba inconsciente. Estaba viva.
-?Ad¨®nde la llevan? -pregunt¨¦ a un camillero.
-Al Cl¨ªnico o a la Fe. No lo s¨¦ -dijo.
O¨ª el ulular de la sirena y vi alejarse a la ambulancia. Las voces, el ruido de los motores en marcha, los ruegos de auxilio se fueron desvaneciendo en mi cabeza; quise ahogarlos en mi interior, como si al hacerlo buscara sosegar lo que al tiempo no le ser¨ªa posible.
Sub¨ª a la motocicleta y me march¨¦. No volv¨ª a la casa. Deambul¨¦ por Valencia el resto de la madrugada. Llam¨¦ a los dos hospitales y esper¨¦ al amanecer. Desayun¨¦ un caf¨¦ y compr¨¦ un ramo de claveles blancos. Fui al Cl¨ªnico. Una recepcionista cansada me atendi¨® de mala manera. Recorr¨ª un largo pasillo que conduc¨ªa hasta la unidad de cuidados intensivos. Me detuve con las flores en la mano y me qued¨¦ mirando a mi alrededor. All¨ª los vi. Entre otras personas identifiqu¨¦ a una mujer de unos cuarenta y cinco a?os, a un hombre un poco mayor y a una ni?a de doce o trece, que se abrazaba con fuerza a las piernas de ¨¦l, como si estuviera abrazando el tronco de un ¨¢rbol. "Los padres", pens¨¦. "La hermana". Ten¨ªan los rostros hinchados por las huellas que deja el asombro, la consternaci¨®n, una larga velada. El hombre encendi¨® un cigarrillo, dio un par de caladas. Una enfermera se le acerc¨®. Le pidi¨® que lo apagara. Estaba prohibido. Se abrieron las puertas de una sala, a un costado del pasillo, y sali¨® un m¨¦dico. Habl¨® su mirada. No era necesario decirles nada, pero se lo dijo. Cre¨ª leer en sus labios algo as¨ª como "las piernas". En ese momento, la mujer solt¨® un alarido, se agit¨® y comenz¨® a gritar. Luego se desvaneci¨®.
Dej¨¦ el ramo sobre una mesa, recorr¨ª el pasillo de vuelta, sal¨ª del hospital y me puse las manos sobre el rostro mientras mis ojos se humedec¨ªan.
Cog¨ª la motocicleta y me fui a la zona m¨¢s apartada de la Malvarrosa; a la playa. El sol ba?aba la orilla con la luz de un amanecer perezoso. Luego una nube muy grande, una nube deformada, lo ocult¨® por espacio de tres, cuatro minutos. En ese momento son¨® mi m¨®vil. O¨ª una voz que me dec¨ªa: "Dime que lo tienes. ?Lo tienes, verdad?". Yo dije: "Lo siento, me he perdido?, no he dado con la carretera correcta? Lo siento, de verdad? Me he equivocado de sitio", y colgu¨¦. Entonces me registr¨¦ la cintura y toqu¨¦ la c¨¢mara. La desprend¨ª del pantal¨®n, la sostuve con la mano y, mientras el sol volv¨ªa a quemar la arena, me acerqu¨¦ a la orilla del mar. Mir¨¦ el horizonte azulado. Sent¨ª la brisa sobre mi rostro, alc¨¦ el brazo y, con toda la fuerza que me fue posible, la arroj¨¦.
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