Estatuas fr¨ªas
?Riegan las estatuas en verano, o las cubren tambi¨¦n a ellas las restricciones? Me gusta visitar -como quien va a cumplir con unos t¨ªos segundos de Parla- alguna de las figuras literarias en piedra que hay en Madrid, y este verano las he encontrado mustias, por no decir apergaminadas. En los a?os 1950, sol¨ªa contar Juan Benet, los j¨®venes cultos del momento cumpl¨ªan un rito cuando acababan la noche y hab¨ªan bebido: acercarse con la primera luz del alba al monumento a Juan Valera en Recoletos y darle un beso en la boca a Pepita Jim¨¦nez, sentada l¨¢nguidamente en los escalones de acceso al busto de su autor, que lleva pajarita. "Los labios de Pepita siempre est¨¢n fr¨ªos", era la contrase?a. Pues bien, la semana pasada a Pepita le faltaba la nariz, como si hubiese pasado por ella Hannibal Lecter, y en sus p¨®mulos hab¨ªa dos pegatinas de la bandera espa?ola preconstitucional. Los fachas, que tambi¨¦n van de copas por el barrio.
Bajar por el Paseo de Recoletos depara la oportunidad de ver a pocos metros de Valera a Valle-Incl¨¢n, en este caso sin ninguna de sus criaturas de ficci¨®n rindi¨¦ndole pleites¨ªa, aunque el escultor (Toledo) tuvo la buena idea de ponerle en la mano el sombrero con el que don Ram¨®n ocultaba su brazo manco. Y es otro acierto que frente al estatismo de Valera, la estatua del autor de Luces de bohemia est¨¦ como avanzando en el parterre.
Desde Recoletos hasta el Retiro hay poco trecho, y en el parque tambi¨¦n se recuerda a otros grandes escritores. G¨®ngora tiene s¨®lo un monolito, quiz¨¢ para compensar la profusi¨®n barroca de sus versos, y Baroja, boina, coronando una imagen a la que tampoco le faltan las otras dos prendas que le hac¨ªan, al contar de quienes le trataron, conspicuo: bufanda y gab¨¢n, llevados incluso en d¨ªas de calor. La de Gald¨®s es obra de Victorio Macho, y tiene la particularidad extraart¨ªstica de que el propio novelista acudi¨® a su inauguraci¨®n, muriendo a los pocos meses. Como es sabido, estas inmortalizaciones suelen ser p¨®stumas, y al acto oficial van el alcalde y el embajador, que, delante de los familiares, representan, en palabras de Cernuda, "la farsa elogiosa repugnante". Por cierto, Madrid, que yo sepa, no le ha levantado efigie al gran poeta de La realidad y el deseo, y casi mejor, porque sus compa?eros de generaci¨®n y amigos no han tenido mucha suerte. A Lorca le sobra la paloma en la plaza de Santa Ana, y a Alexandre, todo, pues su cabeza en piedra al final de Reina Victoria es un adefesio, pero no el que firm¨® Alberti.
?Y las mujeres? Suele haberlas en los monumentos, portando guirnaldas y con el seno desnudo, pero o son alegor¨ªas de la Templanza o comparsas, como esa andaluza tras la reja a la que se acerca un caballista con sombrero cordob¨¦s en el aparatoso y muy teatral monumento a los Hermanos Quintero en el Retiro. Hace pocos d¨ªas descubr¨ª en uno de los rincones m¨¢s encantadores de la ciudad una escueta y elegante cabeza femenina en bronce. Se trata de un homenaje reciente a la reformadora y autora Clara Campoamor, para recordar el 75? aniversario del establecimiento del voto femenino, al que ella tanto contribuy¨®. Y ya que es tiempo de hacer memoria de nuestra historia, seguro que encontramos otras escritoras dignas de obtener en las calles su peso en metal o m¨¢rmol.
Rara vez un escritor tiene una buena estatua y un buen poema sobre la estatua. Es el caso de don Francisco de Quevedo. Ha cambiado, si no recuerdo mal, de emplazamiento m¨¢s de una vez en la glorieta que lleva su nombre, pero lo que escribi¨® Jos¨¦ ?ngel Valente mantiene el mismo valor de evocaci¨®n y alegato que tuvo el poema publicado por vez primera en 1960. Valente imagina en sus versos que don Francisco se descuelga por las noches del alto podio y, dejando all¨ª su m¨¢scara p¨¦trea, recorre el Madrid dormido, tienta las puertas tras las que "el hombre defiende como puede su secreta miseria", llev¨¢ndole el ¨¢nimo de su antigua voz no extinguida, pues "en el polvo / un ¨¢pice hay de amor que nunca muere". Pero siempre que veo en una ciudad la estatua de un predecesor admirado, me inquieta lo que ya Valente recelaba del Quevedo en piedra alzado en su glorieta: "Imperturbable y quieto, / igual a cada d¨ªa, / como t¨² nunca fuiste". La piedra tallada y la intenci¨®n conmemorativa fijan y congelan -por no decir que a veces desfiguran- a la persona vivaz, mudable, imperfecta que escribi¨® lo imperecedero. Por eso, si el monumento acumula polvo o desidia, mejor visitar al enaltecido en su obra.
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