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RELATOS DE VERANO

La pasi¨®n del inspector Est¨¦banez

La investigaci¨®n de un crimen lleva al inspector de una comisar¨ªa de polic¨ªa a conseguir por fin un acercamiento a la mujer que le enamora, una funcionaria atrapada en el fantasma de una antigua relaci¨®n fallida que le ha dejado una huella imborrable.

"No es de mucho valor, pero pens¨¦ que te gustar¨ªa para la colecci¨®n. Tiene tu inicial. Le sali¨® a mi cu?ada en el rosc¨®n de Reyes. Adem¨¢s, la puedes poner en cualquier dedo. Mira, no est¨¢ cerrada". Y Juana coloc¨® la sortija sobre la mesita de la cafeter¨ªa Acuario, en la que tomaban el caf¨¦ a media ma?ana, como si mostrara un ejemplar ¨²nico.

Delia alarg¨® una mano nerviosa para tomarla con avidez, no exenta de reverencia, y Juana la anim¨®: "Pru¨¦bala". Pero ella se defendi¨®: "No, no. Ya lo har¨¦ antes de ponerla en su sitio". Y, saliendo del ensimismamiento con el que la hab¨ªa guardado, a?adi¨®: "No s¨¦ c¨®mo agradec¨¦rtelo". Y lo dijo con tal sinceridad que se hizo un largo silencio.

Despu¨¦s comenz¨® a envolver cuidadosamente un sobrecito lleno de az¨²car en una servilletita de papel no usada y con un acuario dibujado en una esquina, y Estrella, que fumaba calladamente mientras las contemplaba, intervino: "?Pero no tienes ya este mismo sobre de az¨²car y esta servilleta?". Y Juana, procurando disimular la mirada desconcertada de Delia, cort¨®: "Venga, vamos. Que a m¨ª me espera el comisario; a ti, los DNI, y a Delia, los extranjeros". Y m¨¢s tarde, al encontrarse con Estrella en la puerta de salida, cuando termin¨® la jornada, como si aquella frase hubiera quedado interrumpida, a?adi¨®: "No vuelvas a hacerle preguntas sobre sus colecciones. Si puedes, le regalas una sortija de pedida, como hago yo, y ya est¨¢. Ella te lo agradecer¨¢, eternamente. Ya ha sufrido bastante. Cuando An¨ªbal le dijo que la dejaba por otra, era un d¨ªa 17, creo que de marzo, y en una cafeter¨ªa. Por eso siempre guarda hasta 17 sobres de az¨²car de cada marca, y en 17 servilletas todas iguales. Pero no la hundas en la angustia, asombr¨¢ndote cuando la veas hacerlo. Y, sobre todo, no lo comentes con nadie. Es la persona m¨¢s buena y m¨¢s generosa que conozco. No merece sufrir por un cabr¨®n. An¨ªbal era de los que piensan que cualquier extranjera vale cien veces m¨¢s que la mejor espa?ola. Y adem¨¢s se lo dijo a ella, como despedida, el muy cabronazo".

A la mujer, despu¨¦s de haberla degollado, le hab¨ªan cortado torpemente un dedo de la mano izquierda

Como una costumbre que llevaba camino de convertirse en inveterada, ninguno de los que trabajaban en la comisar¨ªa de polic¨ªa se comportaba, ante ella y ante todos los dem¨¢s, como si conociese que Delia coleccionaba sortijas de pedida y sobrecitos, llenos de az¨²car, envueltos en las servilletitas de papel de las cafeter¨ªas en las que entraba por cualquier causa.

Este comportamiento, que vetaba cualquier alusi¨®n o comentario sobre el particular con ella o con cualquiera, admit¨ªa sin embargo el hecho, bastante frecuente, de que Delia recib¨ªa, con un agradecimiento casi religioso, el ofrecimiento generoso y desinteresado de cualquier sortija de pedida, de alg¨²n valor intr¨ªnseco o sin ning¨²n valor, acompa?ado, o no, de algunas frases que deb¨ªan ser, necesariamente, intrascendentes y as¨¦pticas. Y entra?aba el que cualquiera que llegara a presenciar una situaci¨®n en la que pudiera ser profanado el especial arrobo en el que ella entraba, o ca¨ªa, mientras manipulaba aquellos tesoros, asumir¨ªa la responsabilidad imperiosa de intervenir para que nada la alterase. Y adem¨¢s llevaba consigo el que Delia, que viv¨ªa sola y sin cargas familiares, cuando sal¨ªa de aquella particular realidad, que cada uno imaginaba seg¨²n le conven¨ªa, se aplicara en hacer m¨¢s f¨¢ciles las obligaciones de los otros sin que pareciese saber que todos pod¨ªan contar con ella para lo que fuera.

Fue en esta parcial y concreta paz humana, y administrativa y laboral, en la que aterriz¨® el inspector Rodrigo Est¨¦banez Enciso, del Cuerpo Superior de Polic¨ªa, que lleg¨®, para hacerse cargo de la brigada de homicidios, trasladado de Valladolid por motivos de rigidez operativa; como Manuel, el ordenanza, resumi¨®, en t¨¦rminos que todos adoptaron, pretendiendo expresar, eufem¨ªsticamente, los rumores de los enfrentamientos con su superior jer¨¢rquico que le hab¨ªan precedido. Y, aunque la figura y el perfil del inspector eran de los que hacen guardar las distancias, todos se emplearon a fondo, y hasta con denuedo, para entorpecer sus maniobras de aproximaci¨®n a Delia, cuando ninguno pudo dejar de verlo enamorarse de ella; y, adem¨¢s, porque se produjo con una rapidez que, si bien misteriosamente a nadie sorprendi¨®, alarm¨®, no obstante, al que m¨¢s y al que menos, pues todos se sent¨ªan art¨ªfices de aquella sosegada calma en la que se la ve¨ªa vivir y nadie quer¨ªa cambios, de ning¨²n tipo, en aquel estado de cosas.

Consciente de ello y aceptando, como acept¨® despu¨¦s de las intervenciones hasta, con el debido respeto, de subordinados, que el trato con Delia exig¨ªa una delicadeza y una habilidad de la que, con gran desaliento, se confes¨® que carec¨ªa. Y siendo la barrera humana, levantada en torno a ella, infranqueable, salvo que pretendiera destruirse y destruirla y, por tanto, renunciar a tenerla, crey¨® que se presentaba su primera oportunidad, pues la situaci¨®n hab¨ªa llegado a parecerle desesperada, cuando su brigada se encarg¨® de la investigaci¨®n del crimen de la colombiana; que fue como la prensa local titul¨® el relato de la aparici¨®n del cad¨¢ver, con la yugular seccionada, de una mujer de unos treinta a?os, con rasgos que aventuraban como probable esta nacionalidad, pero sin ning¨²n papel que la identificase, en un lugar oculto a las miradas de alg¨²n inoportuno transe¨²nte nocturno, en el que parec¨ªa haber esperado d¨®cilmente a que su verdugo actuase a sus espaldas, pues no hab¨ªa signos de que hubiera sido violada ni violentada, y aparentemente saqueada de todas sus pertenencias.

El inspector Est¨¦banez se aprest¨®, entonces, a dar la batalla para conseguir a Delia; que es como ¨¦l se refer¨ªa, en su fuero interno, a aquel su af¨¢n de que ella entrase en su vida para llenarla con aquella mansedumbre que se la hac¨ªa tan necesaria, y hasta imprescindible, para su, como ahora se confesaba repetidamente, inseguridad emocional. Por eso expuso formalmente a la brigada que la primera l¨ªnea de investigaci¨®n a seguir ser¨ªa la de bucear en las secciones de extranjer¨ªa, y que ¨¦l comenzar¨ªa por el negociado de extranjeros de la propia comisar¨ªa. Y, con un ¨¦nfasis explicativo que no admit¨ªa r¨¦plica ni opini¨®n en contrario, se?al¨® que no s¨®lo se trataba de encontrar alg¨²n rastro de identificaci¨®n legal de la mujer muerta, sino que deb¨ªa esperarse que, probablemente, saldr¨ªan al encuentro, del que se demorase por los vericuetos de escritos y formularios rellenos, valiosas pistas, y datos de inter¨¦s para seguirlas, que no hab¨ªa que esperar de lo que pudiera haber entrado en un ordenador.

Cuando Rodrigo Est¨¦banez se puso

delante de Delia, y le habl¨® de los expedientes con las solicitudes de asilo y de la mujer que hab¨ªa aparecido degollada, ella, que parec¨ªa no haberlo visto nunca, lo mir¨® con ojos agrandados por el estupor; que Manuel, el ordenanza, se apresur¨® a aliviar con un quite introductorio que el inspector agradeci¨® y llev¨® a Delia a su estado de calma m¨¢s habitual. Y, acto seguido, ella, conociendo que ¨¦l era parte integrante de su comisar¨ªa y aunque afectada por algunos nerviosos titubeos iniciales, comenz¨® a cooperar tan abiertamente en lo que el inspector Est¨¦banez le solicitaba, y a escucharlo con tal inter¨¦s en lo que se desviv¨ªa por contarle, que Rodrigo, viendo el cielo abierto, reflexionaba ante ella como lo har¨ªa ante Dios; y, en medio de los d¨ªas felices y de sus dudas y sospechas, recib¨ªa el aliento confirmatorio de las suaves palabras de Delia: "No fue por el dinero". Y se deten¨ªan, los dos, a mirarse por encima del rostro serio que reflejaba la fotograf¨ªa de la colombiana, grapada en su solicitud de asilo.

El segundo cad¨¢ver cogi¨® al inspector desprevenido, embebido como estaba en la gloria; y, a la vista de lo que se escribi¨® en la prensa local y regional subrayando las circunstancias an¨¢logas que rodeaban el suceso, se justific¨® el florecimiento de una sorda inquina contra ¨¦l, dentro de la comisar¨ªa, que alcanz¨® hasta a los componentes de la brigada de homicidios, pues ninguno se puso de su parte.

En aquellas circunstancias, y no era ajeno al peligro que llevaban aparejado, ¨¦l s¨®lo suplicaba, a los dioses y al Supremo Hacedor y a la providencia divina y a la humana compasi¨®n y a quienquiera que pudiera contribuir a ello, que le diesen m¨¢s tiempo para seguir en la tarea principal en la que estaba empe?ado. Y, crey¨¦ndose asistido de un derecho subjetivo sacrosanto a que se le abrieran las puertas de Delia, un¨ªa esta nueva expresi¨®n a otras palabras, tambi¨¦n excesivas y que nunca hab¨ªan rondado antes por su mente, que terminaban por fundirse y resumirse en la rotunda frase de que jam¨¢s renunciar¨ªa a aquella pasi¨®n arrolladora.

Con todo, y sabiendo muy bien el riesgo que corr¨ªa de que su intachable carrera profesional resultase afectada negativamente y de que el autor de las dos muertes continuase matando si no se le paraba en seco, pens¨® que empezaba a hacerse imprescindible el tomar alguna medida para que la investigaci¨®n avanzase, aunque de forma ralentizada, y encomend¨® a sus compa?eros la vigilancia, sin intervenci¨®n salvo flagrante delito, de los alrededores de El Bizcocho Colombiano, un camuflado club de alterne regentado por un hombre de paja, de San Vicente de la Barquera, que encubr¨ªa a Augusto Mendoza, un conocido proxeneta, natural de la ciudad colombiana de Medell¨ªn y con negocios en Bogot¨¢, al que la brigada ya hab¨ªa dejado visto para sentencia sin necesidad de pruebas. Y tambi¨¦n orden¨® que abriesen bien los ojos y los o¨ªdos, confundi¨¦ndose entre los visitantes del parque de San Justo, muy visitado por la poblaci¨®n inmigrante, y, sobre todo, la zona que rodeaba la iglesia bajo la advocaci¨®n del m¨¢rtir, que la colonia colombiana sol¨ªa ocupar para sus juegos de esparcimiento.

Estas medidas no fueron suficientes para nadie, y la comisar¨ªa, que era un hervidero de rumores malintencionados o escandalizados, comenz¨®, casi al completo, a explayarse ambiguamente sobre posibles pagos de las mafias responsables del tr¨¢fico de emigrantes y de la prostituci¨®n; aunque evitando, cuidadosamente, cualquier clara referencia a alg¨²n soborno. Y el inspector Est¨¦banez, aunque cre¨ªa tener todav¨ªa controlada la situaci¨®n, sent¨ªa c¨®mo los adivinados comentarios insidiosos de sus compa?eros se agolpaban en su cerebro produci¨¦ndole una lacerante herida; que s¨®lo Delia contribu¨ªa a sanar, con el b¨¢lsamo de su voz, cuando, distinta a todos los dem¨¢s y cooperadora con ¨¦l, sal¨ªa a encontrar sus pensamientos con una sonrisa triste: "Es que es la misma". Y los ojos de ambos se hablaban, busc¨¢ndose sobre los rostros que los miraban desde las fotograf¨ªas de las dos colombianas muertas.

La aparici¨®n del tercer cad¨¢ver no s¨®lo alter¨®, a¨²n m¨¢s, la convivencia de la comisar¨ªa con el inspector, sino que conmocion¨® a la prensa y a la radio y a la televisi¨®n, locales y regionales y nacionales, y a unos cuantos peri¨®dicos extranjeros, que la rese?aron, y a algunas p¨¢ginas web; y, sobre todo, puso fuera de s¨ª al delegado del Gobierno, que no aguantaba que se atacara su gesti¨®n por racista y xen¨®foba. Y su especial dramatismo ven¨ªa dado en esta ocasi¨®n, adem¨¢s de porque las an¨¢logas apariciones amenazaban con no tener fin, por el hecho novedoso de que a la mujer, despu¨¦s de haberla degollado, le hab¨ªan cortado torpemente un dedo de la mano izquierda; o hab¨ªa sido salvajemente arrancado, como informaban los cronistas del suceso.

Espoleado por una furia sobrehumana o sobrenatural, contra el que hab¨ªa hecho saltar por los aires aquella quim¨¦rica y venturosa Arcadia por donde deambulaba fabricando esperanzas, Rodrigo Est¨¦banez se convirti¨® en una m¨¢quina dirigida y programada por el v¨¦rtigo de una brillante carrera que se sab¨ªa en riesgo y en peligro. Y tras un sobresaliente y eficaz interrogatorio, seg¨²n calificaci¨®n del oficial Angulo, que hab¨ªa estado presente, la declaraci¨®n de Augusto Mendoza llev¨® a la dotaci¨®n policial hasta su sobrino, Epifanio Negrillo, para su detenci¨®n como autor de las muertes: "Mire, mi capit¨¢n, el amor de la familia es el m¨¢s fiel de la vida. As¨ª que le dije a mi hermana: mamita, m¨¢ndame al chino. Porque yo estoy ama?ado con ¨¦l, desde que vino al mundo sin taita. S¨¦ que la embarr¨® con lo de su mujer. Pero cualquiera no, si le puso los cachos. Y no es que le pegasen a las tales; es que fue ch¨¦vere, seg¨²n la mamita. Y adem¨¢s le dijo que era chueco y cans¨®n. Y eso ni el m¨¢s empi?atado lo aguanta, mi capit¨¢n. Que el otro no era un gomelo, ni un papito, ni un bello bobo, como dicen las mamitas. As¨ª que de papayita le vino a echar carreta, ?ngel Filorio, de lo que andaba diciendo la grillita de su mujer. Qui¨¦n no, mi capit¨¢n. No es que yo crea que cortarle el cuello a la mamita de uno sea una verraquera, pero p¨®ngase en ¨¦l. Y por eso lo traje, pues el hermano de la mamita se hab¨ªa ido con la guerrilla y no hab¨ªa para qu¨¦ arriesgarse. Sin ser un cagao, mi capit¨¢n. Pero estas tres mamitas, ?ni de vainas!, mi capit¨¢n. Yo las protejo. Mire, yo soy de aire compadr¨®n; y no soy gorrero, ni mula, ni raponero, ni metiche. Yo a mis asuntos, y nunca pas¨¦ por la galleta lo que se me haya indicado por la autoridad. Pueden dec¨ªrselo los tombos que me conocen, mi capit¨¢n. ?l iba por las noches a botarse a los brazos de las mamitas y a llorar, pero nunca les ech¨® los perros. Que hubiera podido lo que le hubiese provocado, mi capit¨¢n. Pero yo no llevo con la doble, mi capit¨¢n. Botamos corriente, porque ¨¦l lo neg¨®. Y es una carreta, as¨ª que yo no me com¨ª el cuento. Porque se hab¨ªan quemado cosas, mi capit¨¢n, los tombos lo chequearon. Y yo aqu¨ª he venido por m¨ª mismo a reportarme. Us¨ªa lo sabe, mi capit¨¢n. Y lo juro ante us¨ªa y ante los magistrados".

Epifanio Negrillo se derrumb¨®, deshaci¨¦ndose en l¨¢grimas y jurando y perjurando que no hab¨ªa tenido nada que ver con la muerte de las tres colombianas solicitantes de asilo, pero el subinspector Rubial, que sol¨ªa buscar c¨®mo encajar¨ªa la rica y variada realidad dentro del texto constitucional, resolvi¨®: "Salvo curiosas excepciones, siempre se afirma que se es inocente mientras no se demuestre lo contrario, y aun despu¨¦s de que se demuestre".

Con la seguridad en s¨ª mismo reci¨¦n recuperada, y rumiando, a¨²n, una viva irritaci¨®n por el empecinamiento con el que los medios de comunicaci¨®n rodeaban de truculencia el detalle del dedo arrancado, el inspector Rodrigo Est¨¦banez, que hab¨ªa vuelto del rev¨¦s a la comisar¨ªa, encontr¨® a Delia en la intimidad que le a?ad¨ªa la luz artificial, ya encendida. Ella lo recibi¨® como si lo hubiera estado aguardando para darle una sencilla explicaci¨®n: "No pod¨ªa sacarle la sortija"; y ¨¦l, haci¨¦ndose due?o del encuentro, le orden¨® con suavidad: "Vamos a alguna parte donde podamos hablar". M¨¢s tarde, sentados uno frente al otro, en una cafeter¨ªa desconocida para ambos, ella fijaba sus ojos en las palabras del inspector Est¨¦banez con la atenci¨®n de una ni?a aplicada. Y ¨¦l iba desgranando, con una animaci¨®n nerviosa, un prolijo mon¨®logo, con las incidencias de los ¨²ltimos d¨ªas, para satisfacer su necesidad de cont¨¢rselo todo.

Mientras lo escuchaba, Delia comenz¨® a acariciar un sobrecito lleno de az¨²car y, ensimism¨¢ndose, lo que vio fue a la mujer que hab¨ªa estado una vez, y otra y otra, entreg¨¢ndole las solicitudes de asilo con la misma mano en la que llevaba la sortija de pedida que An¨ªbal le hab¨ªa arrancado con tanta violencia. En reflexiones que le iban surgiendo, descompasadamente, pudo ordenar la idea de que hab¨ªa dejado pasar mucho tiempo, y que por eso todo se complic¨® y la mujer volv¨ªa una y otra vez, y otra vez, con la sortija. Luego, meticulosamente, coloc¨® en su sitio las im¨¢genes de la primera vez que le sac¨® la sortija del dedo, y de la segunda vez que se la volvi¨® a quitar, y, a continuaci¨®n, de la tercera vez que pudo hacer las cosas como deb¨ªan hacerse; y vio la providencial piedra cortante, y la sortija en su poder. Sin soluci¨®n de continuidad, oy¨® c¨®mo dentro de su cabeza se deslizaba un recitado que iba diciendo que aquella era una mujer malvada; que era malpensada, porque hab¨ªa cre¨ªdo que pod¨ªa sobornarla a ella; que era ego¨ªsta, porque s¨®lo pens¨® en su asilo y no dijo a nadie lo que iba a hacer ni a qui¨¦n iba a ver; y que era est¨²pida, porque se sent¨® a esperar, escondida en la noche solitaria, dando facilidades para que sucediera lo que le lleg¨®. Pesc¨® al vuelo, de nuevo, la idea de que hab¨ªa dejado pasar mucho tiempo, pero tambi¨¦n descubri¨® exultante que ya pod¨ªa saber, sin dolor alguno, que lo que hab¨ªa ocurrido era que An¨ªbal es un inocente; y sonri¨® ante la sorpresa de que hubiera podido haberlo dicho, en voz alta, a los que estaban all¨ª.

Entonces, todav¨ªa con las huellas del ensue?o, mir¨® afectuosamente al inspector, que hab¨ªa enmudecido, embelesado, para verla envolver el sobrecito de az¨²car en una servilletita de papel, y, con una lentitud que parec¨ªa deliberada, le habl¨®: "Tambi¨¦n colecciono sortijas de pedida. ?Quieres verlas?". Rodrigo Est¨¦banez, con la voz tomada y una mirada insistente, le hizo la confidencia de lo que sent¨ªa: "Eso es porque nunca te han ofrecido la sortija adecuada". Delia se dej¨® mirar, calmadamente, y dijo con dulzura: "A lo mejor". Despu¨¦s dej¨®, tambi¨¦n, que ¨¦l le pusiera el abrigo y, buscando la puerta de salida, caminaron, los dos, hacia la noche oscura.

?ngeles Vald¨¦s-Bango. Asturiana, de 68 a?os. Abogada, ha escrito poes¨ªa y hace un a?o public¨® su primera novela, Los a?os de aprendizaje de Mar¨ªa V (Caballo de Troya), una historia que habla de amor, democracia y derrota.

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