Donde acaba todo
En Las Heras, un pueblo petrolero de la Patagonia argentina de pocos miles de habitantes y sumido en la crisis econ¨®mica, se encadenaron 12 suicidios entre 1997 y 1999. Casi todos eran j¨®venes. La autora de 'Los suicidas del fin del mundo' retrata aqu¨ª un lugar al borde del abismo
No quedan rastros. En el cuarto donde todo sucedi¨® -debajo de la pintura blanca, de los banderines de f¨²tbol, de los p¨®sters de mujeres en biquini- no quedan rastros de la sangre.
Y el cuarto, adem¨¢s, tiene una cama que ya nadie usa.
Y el cuarto, adem¨¢s, permanece cerrado para siempre.
-Cada vez que mi mam¨¢ pasa por ac¨¢ dice que todav¨ªa ve la imagen en el piso, por eso lo dejamos cerrado. Mi mam¨¢ estaba en la cocina cuando pas¨®. No la vio agarrar la escopeta.
Alberto Vargas -treinta y pico, empleado municipal- se apoya en el marco de la puerta con cuidado: como si todav¨ªa quedara all¨ª algo por lastimar.
-Pero no hab¨ªa nada que hacer. Se ve que mi hermana ya ten¨ªa la idea.
Es la hora de la siesta, y en Las Heras -Santa Cruz, Patagonia argentina- hay pocas cosas: el viento por las calles, nada m¨¢s.
-Ahora, cada vez que voy al cementerio me pregunto lo mismo: qu¨¦ pudo haber pasado.
-?Y qu¨¦ te contest¨¢s?
-Que no s¨¦. Porque mi hermana fue la primera. Pero despu¨¦s fueron tantos.
Fueron 12.
Las Heras es una ciudad del norte de la provincia de Santa Cruz, la m¨¢s austral de la Patagonia. Dos mil kil¨®metros la separan de Buenos Aires y ochocientos de la capital provincial, R¨ªo Gallegos, sede desde 1991 y hasta 2003 del Gobierno de N¨¦stor Kirchner, por entonces gobernador y ahora presidente de la Rep¨²blica. Est¨¢ all¨ª -a mitad de camino entre la cordillera y el mar, 21 grados bajo cero en invierno, r¨¢fagas de viento de 100 kil¨®metros por hora en oto?o y primavera- desde 1911. Fue un centro acopiador de lanas y de cueros hasta que, en los sesenta, se descubri¨® a escasos kil¨®metros el yacimiento petrol¨ªfero Los Perales, que hizo de la provincia la segunda cuenca m¨¢s importante del pa¨ªs, y de la ciudad, la sede administrativa de la empresa estatal Yacimientos Petrol¨ªferos Fiscales (YPF). A ese brote de cemento unido al mundo por la l¨ªnea de asfalto de la ruta 43 llegaron miles de hombres solos a emplearse en la industria del petr¨®leo, un trabajo duro pero cuyos sueldos triplican los 600 pesos mensuales (150 euros) que paga la mayor¨ªa de los oficios en Argentina. Detr¨¢s llegaron pocas cosas: iglesias -una cat¨®lica, varias evang¨¦licas, testigos de Jehov¨¢- y las putas, a ofrecer lo ¨²nico que ofrecer se pod¨ªa: la cerveza de a litro, el revolc¨®n barato.
En 1991, cuando empez¨® el proceso de privatizaci¨®n de YPF en manos de Repsol, la ciudad ten¨ªa 16.000 habitantes y atravesaba cierta prosperidad, pero la nueva empresa redujo personal, terceriz¨® procesos, y el impacto fue devastador. Sin petr¨®leo, en Las Heras no hay nada, y la nada es literal: los diarios nacionales se consiguen con cuentagotas, los tel¨¦fonos y la luz se cortan por la furia del viento, y no hay bares -excepto los de las putas-, ni cine, ni teatro, ni carreras terciarias, ni plazas con verdor. La revista La Ciudad, la ¨²nica publicaci¨®n local, empez¨® a plagarse de noticias que, por cotidianas, se hicieron naturales: beb¨¦s abandonados en el cementerio, ni?as violadas por sus t¨ªos, adolescentes cosidos a cuchillo? El desempleo trep¨® al 20%, 7.000 personas se fueron y quedaron los de siempre: que no pod¨ªan m¨¢s que quedarse.
Fue entonces cuando las cosas empezaron a pasar.
Pocos, en Argentina, sab¨ªan de Las Heras cuando, el 7 de febrero, su nombre trep¨® a primera plana porque varios manifestantes, intentando liberar a un l¨ªder sindical petrolero de nombre Mario Navarro, vocero y dirigente de los trabajadores que realizaban piquetes en rutas provinciales desde hac¨ªa 15 d¨ªas, hab¨ªan atacado la comisar¨ªa local y matado a golpes a un polic¨ªa, Jorge Sayago.
Muy pocos sab¨ªan de Las Heras cuando el 6 de agosto de 2002 lleg¨® a los diarios espa?oles la noticia de que los piqueteros, que hab¨ªan cortado la ruta 43 durante 12 d¨ªas para pedir empleo, amenazaban con prender fuego un tanque de petr¨®leo de una bater¨ªa de Repsol YPF, a 15 kil¨®metros de la ciudad, que corr¨ªa el riesgo de volar por los aires.
Pero nadie sab¨ªa de Las Heras cuando, entre noviembre de 1997 y el ¨²ltimo d¨ªa de 1999, se suicidaron all¨ª 12 hombres y mujeres, 11 de ellos de una edad promedio de 25 a?os.
Sandra M¨®nica Banegas, la hermana de Alberto Vargas, fue la primera.
En la puerta de entrada de la casa donde viven Alberto, su madre, N¨¦lida, y su padrastro, Jos¨¦, hay un p¨®ster: la imagen de la Biblia abierta, apoyada sobre un jarr¨®n florido. En Las Heras, donde se dicen muchas cosas, se dec¨ªa que la hermana de Alberto era rara. Vest¨ªa de negro, se maquillaba de blanco, dibujaba brujas y calaveras, escuchaba rock pesado y sal¨ªa con uno de sus profesores del colegio. En 1997 ten¨ªa 18 a?os y hac¨ªa apenas tres que sab¨ªa que no era hija de sangre de N¨¦lida y Jos¨¦.
-La trajimos de otro pueblo, de casa de unos parientes -dice Alberto-. La madre la trataba mal, yo me encari?¨¦ y le dije a mi mam¨¢ que la traj¨¦ramos.
M¨®nica creci¨® sin saber, hasta que un d¨ªa, una mujer a la que no hab¨ªa visto nunca golpe¨® la puerta de su casa y dijo aquello de "Hija, yo soy tu madre".
-No s¨¦ qu¨¦ le pareci¨®. Se le dijo que no se hab¨ªa dado la situaci¨®n como para cont¨¢rselo, y qued¨® como que su familia segu¨ªamos siendo nosotros.
El 26 de marzo de 1997, mientras Alberto y Jos¨¦ trabajaban en su modesta chacra en las afueras, M¨®nica limpiaba con N¨¦lida su casa. A las cinco, despu¨¦s de comer unos bombones, fue a su cuarto. N¨¦lida fregaba cuando la sobresalt¨® el golpe: unos chicos, en la calle, estrellaban la pelota contra la persiana.
-?Mocosos de porquer¨ªa -grit¨®-, les voy a sacar la pelota!
Despu¨¦s sigui¨® limpiando. El segundo estruendo lleg¨® al rato y N¨¦lida sali¨®, furiosa. Pero en la calle no hab¨ªa nadie, y en su cuarto -la garganta atravesada por una bala de la carabina que Jos¨¦ usaba para cazar- , M¨®nica empezaba a desangrarse. Cuando Alberto y Jos¨¦ llegaron del campo encontraron la casa repleta de polic¨ªas, y la cara de N¨¦lida licuada en las aguas del horror.
-Mi mam¨¢ la llam¨®, pero no contestaba -dice Alberto-. Y fue a la pieza y se la encontr¨® con el ca?o en la boca, las paredes llenas de sangre.
Con el tiempo, regalaron la ropa, tiraron las casetes de rock pesado, pintaron de blanco las paredes, Alberto colg¨® sus banderines, y cerraron la puerta para siempre. N¨¦lida y Jos¨¦ viraron evangelistas profundos, y un rumor de secta se instal¨® de a poco: todos dicen que nadie sabe c¨®mo comenz¨®.
-Lo que le pas¨® es que era muy rockera -dice Jos¨¦-. Nosotros le compr¨¢bamos sin saber las cosas de esa m¨²sica diab¨®lica? el rock. Diab¨®lico, para nosotros los evang¨¦licos, quiere decir toda la m¨²sica que es como sat¨¢nica. Se ve que ella hac¨ªa pactos con el diablo.
-Despu¨¦s que mi hija se quit¨® la vida -dice N¨¦lida-, muchos chicos j¨®venes han empezado a matarse y ahorcarse. El d¨ªa que ella se peg¨® el tiro, est¨¢bamos mirando la televisi¨®n y dec¨ªan que no s¨¦ d¨®nde se hab¨ªan matado unos cuantos de una secta. Y despu¨¦s, una chica me dijo: "Mir¨¢ de d¨®nde la vinieron a buscar para llev¨¢rsela". Los de la secta. Y ah¨ª nosotros empezamos a bendecir la casa. Pero los chicos igual siguieron.
Igual siguieron: ocho meses despu¨¦s, el 18 de noviembre de 1997, Luis Montiel -de 18 a?os, hu¨¦rfano de madre desde los 10, hijo de un padre al que ve¨ªa en secreto porque sus familiares se opon¨ªan a esa relaci¨®n- entr¨® al galp¨®n de la casa donde viv¨ªa con sus abuelos y sus t¨ªas solteras, y se ahorc¨® con un alambre.
El 13 de mayo de 1998 hac¨ªa menos de 15 d¨ªas que Carolina Gonz¨¢lez y Mariano Navarro -hijo de una de las familias tradicionales de Las Heras, los due?os de la funeraria Navarro- hab¨ªan decidido vivir juntos y olvidar viejas disputas. Ten¨ªan un hijo de tres a?os, Mat¨ªas, pero Carolina, de 19, compart¨ªa casa con varios hermanos y con su madre, Vilma, una mujer divorciada de su marido, de quien, sin embargo, portaba un embarazo de nueve meses.
-A Carolina la afect¨® mucho la separaci¨®n m¨ªa de su pap¨¢ -dice Vilma-. Con todos los dem¨¢s era maltratador, pero con ella era especial. A ella nunca la peg¨®.
A las tres de la tarde del 13 de mayo de 1998, Carolina regres¨® de la casa de su futuro suegro -Carlos Navarro, el hombre que tendr¨ªa que amortajarla-, salud¨® a su madre y se encerr¨® en su cuarto: dijo que ten¨ªa que planchar. A las cinco, uno de sus hermanos golpe¨® la puerta. Como Carolina no respond¨ªa, empuj¨®, y vio lo que a¨²n no olvida: a esa chica rubia que quer¨ªa ser maestra, ahorcada por un cinto que hab¨ªa atado a la litera. Los aullidos de N¨¦stor trajeron ambulancias, y una semana m¨¢s tarde, Vilma pari¨® un beb¨¦ sano. Seis meses despu¨¦s, la casa a¨²n flotando en el vapor del luto, alguien llam¨® a su puerta.
-No te asustes -le dijo una vecina-, pero ahora fue Elizabeth.
Elizabeth Godoy era novia de Marcelo, uno de los hijos de Vilma, la ¨²nica persona a la que Elizabeth hab¨ªa contado c¨®mo ella y su hermana hab¨ªan sido violadas por su padrastro: c¨®mo su madre no les hab¨ªa cre¨ªdo. Ahora, 18 de noviembre de 1998 y a los 20 a?os, se hab¨ªa ahorcado en el vano de la puerta de su casa.
Su madre hab¨ªa salido. La hab¨ªa dejado a cargo de la cena.
El 26 de diciembre de 1998 apareci¨®, en una estancia cercana, el cuerpo de un hombre de 85 a?os llamado Jos¨¦ Tellagorry que se hab¨ªa disparado con un rifle. El 26 de abril de 1999 se ahorc¨®, en su casa, Marcelino Segundo ?ancufil, de 32. Pero fue la muerte del 2 de julio de 1999 -C¨¦sar L¨®pez, ba?ero de la pileta municipal, de 25 a?os- la que paraliz¨® al pueblo.
C¨¦sar era levemente rengo -dicen que producto de una turbia fractura all¨¢ en su infancia-, hijo de dos polic¨ªas y hermano de dos varones y una mujer con los que compart¨ªa esa casa a la que todos se?alan atravesada por violencias varias.
-El padre los ten¨ªa cortitos -dice su amigo Dar¨ªo S¨¢nchez-. Lo que hizo C¨¦sar fue para que los padres reaccionaran. Lo que pasaba ah¨ª no era normal.
El 2 de julio de 1999, a las cinco de la tarde, C¨¦sar lleg¨® a casa de Dar¨ªo y le mostr¨® la pistola que llevaba calzada en el pantal¨®n.
-Me dijo lo que iba a hacer, y que si yo trataba de imped¨ªrselo, se iba a pegar el tiro ah¨ª mismo. Y se fue. Corr¨ª a avisar a mi viejo, y mi viejo sali¨® corriendo para lo de C¨¦sar, que viv¨ªa a dos cuadras.
Ya en casa de los L¨®pez, el hombre golpe¨® la puerta de aquel cuarto del amigo de su hijo. "?Abr¨ª, C¨¦sar, carajo!", gritaba. Lleg¨® el padre polic¨ªa. Y cuando C¨¦sar estuvo seguro de que eran sus pu?os -su voz la que gritaba que le abriera- dispar¨®.
De Javier Tomkins -24 a?os, el mejor jinete de la provincia- se dicen muchas cosas. Que le gustaba tomar; que ten¨ªa una novia muy joven pero que hab¨ªa embarazado a otra; que hab¨ªa llegado a Las Heras para reencontrarse con su familia despu¨¦s de pasar demasiado tiempo en Trevel¨ªn, una ciudad lejana, viviendo con su abuela. Sea como fuere, la noche del 12 de agosto de 1999, su hermana, embarazada de ocho meses, lleg¨® a la chacra familiar y encontr¨® a Javier en el galp¨®n: se hab¨ªa ahorcado con un lazo de cuero, el mismo que sol¨ªa usar con sus caballos.
La madrugada del 23 de agosto de 1999, Ricardo Barrios -21 a?os, trabajador del petr¨®leo-, harto de que su padrastro castigara a todos sus hermanos -22 cachorros paridos del mismo vientre y con diversos padres-, le grit¨® a su madre, Mabel, que si no se divorciaba de aquel hombre se mataba. Dicen -juran- que ella contest¨® "Mat¨¢te", que Ricardo se quit¨® el cinto, lo aferr¨® a la baranda de la escalera y se ahorc¨®.
El 9 de septiembre de 1999, de una viga del galp¨®n de la casa de un amigo -reci¨¦n duchado y en horario de trabajo- se colg¨® ?scar Prado, de 27 a?os, hu¨¦rfano de padre desde los 15. Dicen -juran- que lo persegu¨ªa la pena por aquella muerte. Dicen tambi¨¦n que despu¨¦s de seis a?os de servicio impecable en el Banco de la Provincia de Santa Cruz, diez meses de trabajo en el hospital p¨²blico de Las Heras bastaron para dilapidar su buena reputaci¨®n con el desv¨ªo de unos fondos miserables.
El 12 de septiembre de 1999, Esteban Morales, de 34 a?os, muri¨® en su casa. Dicen -juran- que por una mezcla voluntaria de pastillas y alcohol, aunque el suicidio nunca pudo confirmarse.
Y entonces hubo, a¨²n, una muerte m¨¢s.
La que ser¨ªa, por muchos a?os, la ¨²ltima muerte. Baj¨® sobre Las Heras como el ala de un animal inmenso, y la arrastr¨® consigo en su estertor.
Elena Miranda naci¨® en la provincia de Formosa, al noreste. Siendo ni?a, su padre y su madrastra decidieron enviarla a Buenos Aires a vivir con una familia, que a su vez la deriv¨® a otra, y luego a otra, hasta que Elena ya no supo la mugre de qui¨¦n limpiaba y qu¨¦ hab¨ªa sido de los suyos. A los 15 a?os se escap¨® de la casa donde viv¨ªa y qued¨® embarazada de su primera hija: Perla. M¨¢s tarde conoci¨® a un hombre con el que tuvo tres hijos y con quien march¨® a otra provincia, Catamarca, donde ¨¦l cultiv¨® el vicio de molerla a palos. Un d¨ªa de 1984, Perla se cas¨®, se fue a Las Heras, donde naci¨® su primer cr¨ªo -Roque-, y en 1985 Elena la sigui¨® llev¨¢ndose a Gustavo y V¨ªctor. Pero Juan se qued¨® en Catamarca.
-Se qued¨® con el padre y vino reci¨¦n en 1988. All¨¢, con su pap¨¢, mi negro pas¨® mucha miseria. Se vino a Las Heras con el vicio de tomar, de fumar.
Juan lleg¨® con otro vicio fuerte: el de los golpes. El a?o en que muri¨® hab¨ªa destrozado a una prostituta que hab¨ªa sido su pareja, y esperaba sentencia en el juicio que le hab¨ªa iniciado la mujer.
El 31 de diciembre de 1999, a las 6.00, en Las Heras llov¨ªa. Elena escuch¨® los golpes en la puerta, imagin¨® que ser¨ªa su hijo y corri¨® a abrir.
-Lo vi ah¨ª, todo mojado, y le dije: "Hijo, ?por qu¨¦ andas tomando?". Y me dice: "No se haga problema, mam¨¢, hoy va a ser el ¨²ltimo d¨ªa que me va a ver tomar, lo ¨²nico que le pido es que me d¨¦ un plato de comida". Herv¨ª unos fideos. Mi negro me estaba ayudando a hacer un pared¨®n, entonces le digo: "Acu¨¦state, hijo, as¨ª cuando te levantes terminamos el pared¨®n". Y me dice: "No, mam¨¢, la tendr¨¢n que ayudar mis hermanos a terminar, yo ya no la voy a ayudar". Ah¨ª ya no di m¨¢s, y llam¨¦ a mi hija.
Cuando el tel¨¦fono son¨®, a las 6.30, en casa de Perla todos dorm¨ªan. Ella atendi¨®, aturdida, y entendi¨® que algo pasaba en casa de su madre. Se visti¨® y sali¨®. Roque, su hijo mayor, fue detr¨¢s.
-Llegu¨¦ y encontr¨¦ a mi hermano con una borrachera terrible. Le dije: "?Cu¨¢ntas veces te dije que no vengas borracho a hacer llorar a la mami?". Y me dijo: "No te preocupes, ya no la voy a hacer llorar m¨¢s". Dijo eso, y que ¨ªbamos a pasar un milenio de mierda. Y se fue a la calle.
Elena mir¨® a Perla, revuelta en odio, y le escupi¨®: "?Qu¨¦ le dijiste a tu hermano para que se ponga as¨ª?". Discutieron.
-En vez de hablarle tranquila a su hermano, mi hija le gritone¨®. Fue como si le hubiera dicho "Mat¨¢te".
Despu¨¦s salieron a buscarlo. Eran las siete de la ma?ana del ¨²ltimo d¨ªa de un a?o excepcional: el a?o en que el milenio terminaba. Faltaba poco para la ceremonia de los hornos encendidos, los corderos, las sidras y los vinos, pero esa caravana raqu¨ªtica -Roque, Perla, Elena- avanzaba sin saberlo hacia una escena inolvidable. Fue Roque el que lo vio primero: el t¨ªo Juan, ahorcado con el cable que pend¨ªa de un poste de alumbrado.
-Mi hijo peg¨® el grito -dice Perla-. "?Qu¨¦ hiciste!". Y levanto la vista y lo veo y? para m¨ª no era ¨¦l.
Elena corri¨® y le apret¨® las piernas, intentando alzarlo. Le rog¨® a alguien: "?Baje a mi hijo, baje a mi hijo!".
-Pero nadie se acercaba. Entonces le digo a mi hija: "?Baj¨¢ a tu hermano de ah¨ª!", y me dice: "Mami, no le puedo aflojar el cord¨®n". Entonces levanto a mi hijito para arriba, y ah¨ª lo bajamos entre las dos, y ¨¦l se cay¨® conmigo. Se cay¨® arriba m¨ªo. Y estaba con sus ojitos abiertos, como diciendo: "Mam¨¢, perd¨®neme. Perd¨®neme".
Esa tarde, en el velorio, Elena y Perla no se dirigieron la palabra.
Era 31 de diciembre de 1999. A las doce en punto de la noche, Perla sali¨® de la sala velatoria. Hab¨ªa m¨²sica en la calle, el aroma de todas las comidas, y el cielo se llen¨® de fuegos de artificio.
Pero hasta ella no llegaba nada.
S¨®lo el olor de las coronas ¨¢cidas.
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