El otro muerto
Una tarde de invierno de har¨¢ dos a?os fui a casa de Manuel Huerga, el director de Salvador. Una pel¨ªcula emocionante, valiente, con mucho cine dentro. Aquella tarde llov¨ªa much¨ªsimo, como entonces. Me recibieron ¨¦l y su guionista, Llu¨ªs Arcarazo. Estaban preparando el gui¨®n y quer¨ªan que les hablase de Francisco Anguas Barrag¨¢n. Es probable que a ustedes ese nombre no les diga nada, porque apenas ha existido durante los ¨²ltimos 30 a?os. Francisco Anguas es el que muere al principio.
En la p¨¢gina web de Salvador, Llu¨ªs Arcarazo recuerda as¨ª aquel encuentro: "Charlamos con Marcos Ord¨®?ez, que nos habl¨® con ambig¨¹edad del polic¨ªa Francisco Anguas". Una frase un tanto sorprendente, porque no creo que hubiera ambig¨¹edad alguna por mi parte.
"Ah¨ª est¨¢ Salva". Entra, riendo. Todo ¨¦l re¨ªa. ?C¨®mo explicar una irradiaci¨®n?
Anguas era un polic¨ªa at¨ªpico. Escapaba del clich¨¦ habitual del 'poli' franquista
Debo de ser una de las pocas personas que conoci¨® a Salvador Puig Antich y a Francisco Anguas Barrag¨¢n. "Conocer" es un verbo exagerado. Digamos que, por un extra?o azar, coincid¨ª con ambos en el espacio y el tiempo. El espacio era Barcelona, y el tiempo, los primeros a?os setenta.
Les cont¨¦ a Huerga y Arcarazo que Paquito Anguas era un polic¨ªa at¨ªpico. Es decir, que escapaba del clich¨¦ habitual del poli franquista. No era gordo, ni sudoroso, ni envuelto en humo de Celtas, ni ten¨ªa bigote recortado, ni gritaba 20 maldiciones por minuto. Anguas era flaco, peque?ito, pelirrojo, con la cara sembrada de pecas. Parec¨ªa el hermano menor de los Hollister. Ten¨ªa entonces 23 a?os, aunque aparentaba menos. Le apasionaban las mismas cosas que a m¨ª: el cine y los libros, sobre todo.
Me sorprendi¨® much¨ªsimo, en nuestro primer encuentro, que reparase en el libro que yo llevaba, Le Cin¨¦ma selon Hitchcock, la larga entrevista de Truffaut, una de mis biblias de entonces, comprada en el mercado de ocasi¨®n de Sant Antoni. Comenzamos a hablar de Hitchcock y de Truffaut mientras yo me preguntaba qu¨¦ demonios hac¨ªa aquel tipo en la polic¨ªa. Muchos a?os despu¨¦s, leyendo Cuenta atr¨¢s, el libro de Francesc Escribano en que se basa el gui¨®n de Salvador, supe que Anguas era sevillano, hijo de un guardia civil. Hab¨ªa hecho la mili en la Brigada Antidroga y entr¨® en la polic¨ªa en 1970.
Aquel primer encuentro tuvo lugar en la comisar¨ªa de Sants, de la que mi padre era comisario jefe. Mi padre era otro polic¨ªa at¨ªpico, aunque yo no lo ve¨ªa as¨ª entonces. Comenz¨¢bamos a no entendernos en absoluto, a hablarnos lo indispensable. Yo no era, ni much¨ªsimo menos, lo que entonces se entend¨ªa por un chaval "politizado", pero sab¨ªa de sobra que mi padre era franquista hasta el tu¨¦tano.
Supongo que yo ya hab¨ªa renunciado a preguntarme por qu¨¦ entr¨® en la polic¨ªa. En 1933 estudiaba Filosof¨ªa y Letras en Madrid. Y Periodismo, en la escuela de El Debate. Quer¨ªa ser escritor, y escribi¨® much¨ªsimo: libros, guiones, canciones, art¨ªculos. Seg¨²n mi madre, entr¨® en la polic¨ªa porque en su casa no hab¨ªa dinero y ¨¦l se sab¨ªa el temario: hab¨ªa ayudado a su hermano mayor a preparar las oposiciones al Cuerpo. Parec¨ªa un trabajo fijo, bien remunerado. Hasta cierto punto: el r¨¦gimen pagaba muy mal a sus hombres. Cuando yo nac¨ª, mi padre tuvo que buscar un segundo empleo. Vigilante nocturno, en los almacenes Gerplex. Tampoco era gordo, sudoroso, con bigotito, etc¨¦tera. Daba igual: entonces, en mi rabiosa e intolerante adolescencia, todo aquello quedaba muy atr¨¢s y yo era incapaz de separar al hombre de lo que representaba. En cambio, pod¨ªa acercarme sin demasiados problemas a otros polis igualmente at¨ªpicos, como mi t¨ªo Tom¨¢s Salvador, novelista y editor, que cuando yo ten¨ªa 12 a?os me abri¨® las puertas de su inmensa biblioteca y me descubri¨® a Ana Mar¨ªa Matute, a Aldecoa, a Jules Renard.
"Has de leer Poil de carotte". Qu¨¦ extra?o, un poli diciendo esas cosas. Tan extra?o, tan at¨ªpico como Paquito Anguas habl¨¢ndome de Truffaut y de Hitchcock.
Truffaut era su dios. Godard tambi¨¦n, pero sobre todo Truffaut. Yo no hab¨ªa visto todav¨ªa Los cuatrocientos golpes. "?No la has visto? No me lo puedo creer..." Anguas fue el primero en hablarme de un director que yo no ten¨ªa inventariado: Jean-Pierre Melville. Quiz¨¢s, pienso ahora, se hubiera metido en la poli, adem¨¢s de por la impronta familiar y para ganarse la vida, por alguna pel¨ªcula de Melville, quiz¨¢s C¨ªrculo rojo, quiz¨¢s Hasta el ¨²ltimo aliento. Melville hubiera sido el cineasta ideal para contar su historia, y la de Salvador Puig Antich.
Mi segundo encuentro con Anguas tuvo lugar en un cine de la quinta pu?eta. Un cine de barrio, en Horta. Anguas me llam¨® a casa. Estaba muy excitado. Hab¨ªa que ir a aquel cine, imperativamente, porque daban una obra maestra, largo tiempo fuera de circulaci¨®n: Viento en las velas, de Alexander Mackendrick, una de sus pel¨ªculas favoritas. Fuimos juntos. Era, realmente, una obra maestra.
Me trajo dos libros. El ensayo de Francisco Aranda sobre Bu?uel, al que Anguas idolatraba, repleto de notas y subrayados. Y Hurac¨¢n en Jamaica, la novela de Richard Hughes en la que se basaba la pel¨ªcula de Mackendrick. No pude devolv¨¦rselos. No hubo tiempo.
La siguiente vez que vuelvo a verle ya est¨¢ muerto. Veo su rostro impreso en un peri¨®dico, que mi padre agita, furioso, ante mis narices. Quiz¨¢s la Soli o La Prensa, porque en casa s¨®lo "entraban" los diarios del Movimiento. Hay otra foto a su lado. Mi padre grita: "Este hijo de puta ha matado a Paquito Anguas". Leo que el asesino era un atracador. Llevaba encima un cuchillo y dos pistolas, una Kommer de 6,35 mil¨ªmetros y un Astra del nueve largo, con la que dispar¨® sobre Anguas.
Vuelvo a mirar la foto. Pod¨ªa ser un lila para muchas cosas, pero a m¨ª no se me despintaba una cara.
Reconozco al asesino. Reconozco aquellos ojos y no puedo cre¨¦rmelo.
Mi recuerdo de Salvador Puig Antich es todav¨ªa m¨¢s impreciso que el de los encuentros con Anguas, pero mucho m¨¢s intenso. No cruc¨¦ ni una palabra con ¨¦l. Ni creo que ¨¦l se fijara en m¨ª, por descontado.
Salvador ("Esta tarde vendr¨¢ Salva") era amigo de los amigos del hermano mayor de un ni siquiera amigo m¨ªo, un compa?ero de La Salle. Una de esas fiestas a las que vas de rebote, en las que apenas conoces a nadie. Tampoco podr¨ªa situar el piso. Zona alta, de eso s¨ª me acuerdo. Una fiesta doble: a un lado, nosotros, los granujientos. Al otro, los hermanos mayores y su m¨²sica. El hermano mayor de mi ni siquiera amigo ten¨ªa muchos discos. M¨²sica de la ¨¦poca. ?Locomotive Breath, como en la pel¨ªcula? Podr¨ªa ser, vendr¨ªa bien como banda sonora para la aparici¨®n de Salva. Pero dir¨ªa que aquella tarde fue "antes" de Jethro Tull. Quiz¨¢s sonaba algo de soul. O de los Creedence, recuerdo sobre todo un disco de los Creedence. As¨ª les llamaban ellos: yo hab¨ªa le¨ªdo, casi deletreando, Cree-den-ce-Cle-ar-wa-ter-Re-vi-val.
Deb¨ªa de ser casi verano, porque recuerdo el petardeo de una moto a trav¨¦s de la ventana abierta. Alguien palmotea, varios se asoman. "Ah¨ª est¨¢ Salva". Entra, riendo. Todo ¨¦l re¨ªa. ?C¨®mo explicar una irradiaci¨®n? Los ojos negros, la cazadora de cuero. Parec¨ªa un loubard, el prota de una peli de Truffaut. S¨ª, parec¨ªa franc¨¦s. Un tipo condenadamente guapo. Uno de esos que hunden en la miseria a los granujientos. Tambi¨¦n llevaba tejanos. Deste?idos. Yo hubiera dado cualquier cosa por una cazadora y unos tejanos como aquellos. Y por la moto, si hubiera tenido los huevos de conducirla. El tal Salva entr¨® y le bast¨® cruzar la sala para iluminarla. Se puso a bailar casi en seguida. Por suerte no hab¨ªa t¨ªas en la fiesta.
A?os despu¨¦s escuch¨¦ una canci¨®n, gran canci¨®n, de Albert Pla: El hombre que nos roba las novias. Pens¨¦, en el acto, en Salvador Puig Antich. El muchacho de la cazadora de cuero y la risa abierta y los ojos radiantes, bailando como si el mundo entero fuera suyo.
Me com¨ª entonces esa historia, la doble historia. Se me qued¨® dentro.
A mi viejo no pod¨ªa decirle, ni de co?a, que hab¨ªa conocido a Puig y que no parec¨ªa otra cosa que un t¨ªo maj¨ªsimo. Mi viejo era capaz de brearme a preguntas sobre los asistentes a aquella fiesta desvanecida, de la que s¨®lo quedaban unos ojos, una m¨²sica, una irradiaci¨®n.
A mis amigos de entonces tampoco pod¨ªa hablarles de Paquito Anguas: hubiera significado mi inmediata excomuni¨®n. Bastante ten¨ªa con lo que ten¨ªa en casa.
Salvador Puig era un jodido rojo de mierda asesino de polis.
Paquito Anguas era un jodido poli de mierda al servicio del fascismo.
Suele decirse del franquismo que era una ¨¦poca gris.
No. Era una ¨¦poca en maldito blanco y negro, sin matices posibles.
Luego vino la farsa del juicio. Y la ejecuci¨®n, el lento e inmundo crujido. La santa izquierda apenas se movi¨®. Respetuosas peticiones de clemencia, las que quieras. Y algunas manifestaciones estudiantiles. Se movieron, hasta la extenuaci¨®n, los abogados, con Oriol Arau a la cabeza. Pero no hubo ning¨²n movimiento "coordinado" por quienes pod¨ªan coordinar. Una huelga general revolucionaria, por ejemplo. A lo mejor no se daban las "condiciones objetivas". A lo mejor resultaba que Puig era un perro loco, perdido y sin collar, es decir, sin partido.
Carrero vuela por los aires y a Puig le toca la china. Dos a uno, debi¨® pensar el enano al firmar el enterado. Porque tambi¨¦n "estaba" Chez.
No me creo la teor¨ªa de La torna. Entonces s¨ª, por supuesto. Entonces nos la cre¨ªmos todos. El loco Heinz Chez, agarrotado tambi¨¦n para contrapesar la ejecuci¨®n de Puig, el mismo d¨ªa, a la misma hora. Conceptualmente era perfecta, pero no se tiene. A Franco no le hac¨ªan falta tornas para cargarse a quien hiciera falta. ?Qui¨¦n iba a imped¨ªrselo? Peor: ?Qui¨¦n se lo impidi¨®?
Luego vino la oleada de protestas, en media Europa. Nadie protest¨®, sin embargo, cuando poco m¨¢s tarde, los gendarmes de la democratiqu¨ªsima Francia tendieron una emboscada en la place Vend?me a Jacques Mesrine, el enemigo p¨²blico n¨²mero uno, y vaciaron sobre ¨¦l toda la artiller¨ªa. No se me olvida la imagen de aquellos gendarmes, tal vez hijos o hermanos peque?os de los que montaron la Ratonnade del 61, abraz¨¢ndose y saltando, como en una final de liga, Mesrine no fue agarrotado pero qued¨® hecho trizas: nada igual desde la muerte de Bonnie Parker y Clyde Barrow.
Todos ellos, como Puig, hab¨ªan cruzado la l¨ªnea.
Pasan los a?os. Poco a poco, la imagen de Paquito Anguas comienza a desdibujarse. Los art¨ªculos de homenaje a Salvador Puig Antich tienden a obviar, curiosamente, el nombre del poli muerto. Como si nunca hubiera muerto, es decir, como si nunca hubiera existido. A fin de cuentas, parece leerse entre l¨ªneas, no era m¨¢s que un poli franquista. La torna, por cierto, instituye ese modelo de disoluci¨®n en la figura del guardia civil asesinado. Recuerdo muy bien la escena de esa muerte en La torna. Es decir, no la recuerdo: est¨¢ arteramente disuelta por la farsa. Es un guardia civil de chiste, un t¨ªtere de cachiporra. Comprendo que darle una m¨ªnima entidad humana hubiera fastidiado el retrato del Woyceck de Tarragona.
Los hechos: la tarde del 20 de diciembre de 1973, Heinz Chez toma un caf¨¦ en un bar. Entra un guardia civil a comprar tabaco. Chez monta la escopeta que lleva bajo el abrigo y le descerraja dos tiros sin mediar palabra. As¨ª lo narra Escribano en Cuenta atr¨¢s, pero, detalle significativo, ni siquiera menciona el nombre del guardia civil.
Era un guardia civil muerto, a secas. Por algo les llaman "n¨²meros".
Leyendo Cuenta atr¨¢s, sin embargo, encuentro dos im¨¢genes de Paquito Anguas que desconoc¨ªa.
La primera es un testimonio de Marian Mateos, novia de Josep Llu¨ªs Pons Llobet, miembro del MIL y compa?ero de Puig. Marian Mateos ten¨ªa entonces 17 a?os. Fue detenida y conducida a Jefatura, en Via Layetana, donde permaneci¨® tres d¨ªas y tres noches en el calabozo, con visitas constantes para interrogarla. No la torturaron, cuenta Escribano, pero ordenaron que no le dieran de comer ni beber ni la dejasen dormir durante aquellos tres d¨ªas. "La ¨²nica persona que se port¨® bien conmigo", cuenta Marian Mateos, "fue un inspector joven que me daba agua y trozos de sus bocadillos y me apagaba la luz para que pudiera descansar".
Aquel inspector, se?ala Escribano, "no era como los otros. Hab¨ªa entrado en la polic¨ªa por tradici¨®n familiar, pero sus inquietudes le separaban del resto de sus colegas. Ten¨ªa 24 a?os y estaba a punto de casarse. Se llamaba Francisco Anguas Barrag¨¢n".
?ltima noticia antes del desvanecimiento.
Han pasado casi 30 a?os. Una historia empieza a dibujarse en mi cabeza, una historia que tal vez escriba alg¨²n d¨ªa. En la primera parte, contar¨¦ la historia del poli. Un poli joven, parecido al de La mejor juventud, de Marco Tulio Giordana. Su vida diaria, en una familia de clase baja. El cine de los s¨¢bados, con su novia. Van a casarse cuando le asciendan a inspector y puedan, al fin, pagarse un piso. Quiere estudiar Filosof¨ªa y Letras, pero el trabajo aprieta. Las horas extras, las guardias nocturnas, la pesada rutina rota, de repente, por un atraco. Una serie de atracos. Van tras la pista de la banda, que se les escapa una y otra vez. Los polis preparan una emboscada. Cae uno de los atracadores. Mientras le golpean vac¨ªa el cargador sobre el poli joven. "Nosotros" estamos, a esas alturas, con el poli joven. Los malos son los otros.
De repente, gira el eje. Segunda parte. Han condenado a muerte al malo que le ha matado. El malo resulta ser un chaval de su misma edad. Flashback. Conocemos, desde la c¨¢rcel, su vida anterior. Sus ilusiones, sus amores. Su decisi¨®n de atracar bancos "para acabar con el sistema". La primera vez que toma un arma en sus manos. Seguimos el juicio, la c¨¢rcel, la espera. La ¨²ltima noche. Cuando llega la escena de la ¨²ltima noche, estamos con ¨¦l. Tambi¨¦n estamos con ¨¦l. ?C¨®mo no hacerlo?
La historia, si la escribo, se llamar¨¢ Dos muertos. No, mejor: El otro muerto, porque uno de los dos siempre ser¨¢ el otro para alguien.
Para m¨ª, ni uno est¨¢ en el infierno ni el otro en el santoral.
Dos muertos. Dos asesinatos.
Salvador Puig Antich ten¨ªa 25 a?os cuando muri¨®. Paquito Anguas ten¨ªa 24. Me enter¨¦, por el relato de Escribano, que el cine tambi¨¦n era la gran pasi¨®n de Salvador. Problemas del Nuevo Cine era uno de los libros que ten¨ªa en la celda, que le acompa?aron en sus ¨²ltimas horas.
Pudieron haberse conocido, por el mismo azar que hizo que ambos se cruzaran, brevemente, en mi camino. Pudieron haberse entendido. Cosas m¨¢s raras se ve¨ªan entonces. Pero tomaron caminos contrarios, como en una pel¨ªcula de Jean-Pierre Melville.
Abro la vieja novela de Richard Hughes. Vuelvo a ver los rostros de Puig y de Anguas, tan extra?amente muertos como Zac y Juan Ch¨¢vez, llevados por un viento salvaje, irracional, incomprensible. Sopla el viento sobre Jamaica, sobre las velas henchidas de una juventud condenada, sobre el ramo de rosas de Girona 70, sobre las rosas disolvi¨¦ndose bajo la lluvia a la entrada del cementerio de Monjuic, sobre aquella ¨¦poca asquerosa en la que no deja de llover.
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