Otro pasaje del terror
Recorriendo este pa¨ªs me doy cuenta de lo f¨¢cil que es encontrar un pasaje del terror que no sea el del Tibidabo. Rincones que ofrecen emociones fuertes gratuitas, como estaciones de Renfe abandonadas o el campamento militar de Castillejos. ?Qui¨¦n me manda acercarme all¨ª esta espl¨¦ndida ma?ana de septiembre, so pena de morir devorada por cuatro sabuesos e inquietada por una misteriosa furgoneta azul? Podr¨ªa haberme quedado en casa y preparar un pesto tranquilamente, pero aquel d¨ªa nada pronosticaba tales desventuras y muy animada me sub¨ª al coche y me encamin¨¦ por la carretera que sube hasta Arbol¨ª. Los milicianos que malgastaron en Castillejos parte de su juventud saben de lo que estoy hablando: un campamento situado en las monta?as de Prades, a 1.000 metros de altura y con una vista excepcional de toda la costa tarraconense, ahora, claro, con las petroqu¨ªmicas incluidas. Miles de muchachos que si no estaban en posici¨®n de firmes pasaban las horas bajo un pino y en las noches estrelladas se consolaban como pod¨ªan viendo de lejos los destellos del para¨ªso de Salou. Todo esto se acab¨® hace ya muchos a?os, los militares abandonaron el lugar, pero las dependencias quedan en pie y los cuatro municipios que comprende la zona (Alforja, Vilaplana, La Febr¨® y Arbol¨ª) esperan la decisi¨®n de la Generalitat para conocer el destino de tan hermoso paraje. Mientras, los jabal¨ªes siguen rondando por las naves en busca de los escombros que dejan las pandas que organizan aquelarres a la luz de la luna. Botellas de cerveza, colchones devorados por las ratas, comida podrida, jeringuillas... pero lo mejor han sido las bombas sin explotar esparcidas por el bosque hasta hace s¨®lo un a?o.
La carretera de Arbol¨ª est¨¢ en obras y me obligan a dar un rodeo que me lleva a unas cimas impresionantes: contemplo el promontorio de Siurana, con el pantano a sus pies y el majestuoso Montsant al fondo. Llego a Castillejos, paso el fantasmal puesto de guardia, vac¨ªo, claro, y dejo atr¨¢s un cartel que anuncia saltos en parapente y biplazas. Un poco m¨¢s all¨¢ leo otro cartel: "Zona de desmilitarizaci¨®n, prohibido el paso", pero toda mi vida he entrado en este recinto: he deambulado por sus calles y los pabellones desiertos. He entrado en los comedores, la cocina, la iglesia, el campo de entrenamiento, la piscina... Castillejos ha sido siempre una zona de recreo para muchas familias que pasean tranquilamente un domingo por la ma?ana. Con este ¨¢nimo empezaba mi recorrido cuando cuatro perros guardianes se me lanzan encima sin avisar. Sus patas delanteras se clavan a mi espalda, al cuello... Me husmean y me lamen sin apenas ladrar. Creo que solo me avisan de que me largue, pero mi coraz¨®n se desboca, tirito como una hoja porque nadie me salvar¨¢ si deciden comerme viva. En vez de rezar les hablo con suavidad para darme ¨¢nimo a m¨ª misma. Oigo una voz, pero no aparece el due?o y los perros siguen su trabajo. Consigo llegar al coche, pero el acelerador no responde a mi temblor. Hasta que arranco.
Mareada por el susto, cerca de La Mussara me cruzo con una furgoneta azul. Necesito aire y me apeo en el pueblo abandonado. ?Por qu¨¦ me llaman tanto estos parajes? En aquel momento llega la misma furgoneta, el conductor me observa, da media vuelta y se va. Contin¨²o hasta la punta del risco y de pronto oigo ladrar a mis espaldas: dos perros nuevos empiezan la ascensi¨®n hacia m¨ª. Veo a un hombre con los pantalones desabrochados al lado de un carromato. Se est¨¢ afeitando y ni me ve. Por suerte conozco el terreno y me escabullo por otro camino. As¨ª las cosas, salgo pitando hacia Vilaplana por una carretera serpenteante con un precipicio a mi izquierda. Me cruzo de nuevo con la furgoneta azul. Estoy descolocada pero sigo adelante. A pocos kil¨®metros la tengo enganchada detr¨¢s. ?Soy yo, que alucino? Se me ocurre aparcar el coche y me avanza. En este momento me llama el alcalde de Arbol¨ª, Jordi Juncosa, para contarme como van las negociaciones para convertir Castillejos en algo interesante. Le cuento mi historia y me dice que desde hace un a?o unos t¨¦cnicos est¨¢n quitando las bombas, caducadas o no. Han encontrado miles y esperan acabar en noviembre. "Los perros son de los vigilantes, que ahora viven en el pueblo", comenta riendo. Me cuenta que tras muchas reuniones no saben cu¨¢l ser¨¢ el destino de la zona. "Esto pertenece al parque natural de la Serra de Prades. Se ha hablado de crear un centro de recuperaci¨®n de animales salvajes. Tambi¨¦n se habl¨® de una reserva de osos...". Estoy tan mareada que lo de los osos hasta me parece una buena idea. Arranco. Unos kil¨®metros m¨¢s abajo veo la furgoneta aparcada con el intermitente puesto. Creo que voy a vomitar, pero mantengo el tipo para no precipitarme al vac¨ªo y terminar esta cr¨®nica antes de escribirla. Espero que se resuelva pronto el destino de Castillejos, con o sin osos: evitar¨¢ que una modesta paseante se vuelva paranoica.
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