Madrisky y Francisky, islas para gozar
En el archipi¨¦lago venezolano de Los Roques, la diversi¨®n empieza con los nombres
La tradici¨®n atribuye al propio Crist¨®bal Col¨®n la ventura de divisar por vez primera el archipi¨¦lago de Los Roques, cuando regresaba a La Espa?ola (hoy Hait¨ª), despu¨¦s de explorar la pen¨ªnsula venezolana de Paria en su tercer viaje. Situadas a unos 166 kil¨®metros de la costa caribe?a de Venezuela, estas islas fueron probablemente refugio de piratas, pero lo cierto es que tenemos que entrar ya en la segunda mitad del siglo XVIII para tener noticias m¨¢s documentadas, cuando se estableci¨® all¨ª la sociedad mercantil Real Compa?¨ªa Guipuzcoana y se bautizaron las islas del Gran Roque, Carenero, Cayo Sal, Isla de Agua o Cayo Noreste. En esa ¨¦poca empezaron a asentarse pescadores temporales, para, ya comenzado el siglo XIX, desarrollarse la explotaci¨®n de las salinas y del guano. En 1886 se tiene constancia de la presencia de habitantes provenientes de las Antillas Holandesas, Aruba, Cura?ao y otros lugares, que han dejado nombres ex¨®ticos como Krasky, Francisky, Madrisky, Salesky... A comienzos del siglo XX, una epidemia de peste bub¨®nica en La Guaira llev¨® al Estado venezolano a utilizar la isla del Gran Roque como lugar de cuarentena. As¨ª que este archipi¨¦lago re¨²ne en su historia todos los nobles t¨®picos de las novelas de aventuras.
Cuando salgo de Caracas es noche cerrada. La ciudad duerme y casi no hay coches en sus autopistas. Sorprende ese silencio en la urbe que se extiende como un r¨ªo a los pies del monte ?vila. El taxi corre veloz, y fugazmente serpean kil¨®metros de ranchitos en las colinas como estrellas de luz de un bel¨¦n de miserias y esperanzas. El amanecer me sorprende en el camino, llegando al aeropuerto de Maiquet¨ªa. Mi vuelo a Los Roques es en un viejo bombardero de la II Guerra Mundial, un sexagenario avi¨®n de h¨¦lice, acondicionado para escasamente 20 pasajeros que volamos al Gran Roque. Nos adentramos en el mar Caribe. Son las ocho de la ma?ana y el d¨ªa est¨¢ extraordinariamente despejado. Mis ojos se encienden al divisar una sinfon¨ªa inimaginable de azules, un mar turquesa que dibuja el extenso territorio del archipi¨¦lago de Los Roques. Un enorme parque de ¨ªndigos y a?iles, una paleta marina velada de aguas imposibles en su transparencia. Si alguna vez hubo para¨ªso, aqu¨ª ha permanecido.
Desde 1972, el archipi¨¦lago, que supera las 250.000 hect¨¢reas de superficie, est¨¢ declarado parque nacional. Las formas que han tomado los grandes cayos como Cayo Grande y Cayo Sal se deben a la corriente mar¨ªtima que avanza de Este a Oeste. En Los Roques encontramos manglares y arenales, pero, sobre todo, arrecifes coralinos, que conforman una variedad de fauna y flora de lo m¨¢s complejo. En las islas descubrimos iguanas, guaripetes o lagartos negros, salamandras o el singular murci¨¦lago pescador. Pero sobre todo es en sus aguas donde hay una extraordinaria variedad de especies. No en vano una de las artes de pesca m¨¢s populares en Los Roques es el buceo a pulm¨®n libre. Muchos pescadores lo practican para capturar langosta y botuto.
El ronroneo de las h¨¦lices del avi¨®n acompa?a esta visi¨®n abrumadora en su belleza. Aterrizamos en una modesta pista que hace las veces de aeropuerto. Se divisa el faro en una colina de la isla. El Gran Roque est¨¢ situado al noreste del archipi¨¦lago, lo que ofrece la ventaja de sobrevolar todo este parque natural, poblado de cayos y arrecifes coralinos.
Casas multicolores
A pie de escalerilla espera un joven amable que me conduce hasta mi posada. En el Gran Roque no existen los hoteles al uso. Antiguas casas de pescadores, sencillas construcciones multicolor de una planta, se han acondicionado como alojamiento para los turistas. Desde las m¨¢s sencillas hasta el lujo entendido como algo rec¨®ndito e integrado en esa atm¨®sfera de primigenia simplicidad.
Mi posada, Bequev¨¦, es hermosa y familiar; las habitaciones (pocas) est¨¢n decoradas con un gusto exquisito. Carmen, fact¨®tum y cocinera, una se?ora colombiana que reside hace muchos a?os ya en Venezuela, me lleva a mi habitaci¨®n. M¨¢s tarde comprobar¨¦ su extraordinaria cocina, pescado reci¨¦n atrapado, pan hecho por sus manos, verduras y frutas de esta tierra venezolana... Los hu¨¦spedes vamos a una playa con modestos embarcaderos, caminando por las calles de arena de esta isla donde no circulan coches y el tiempo se detiene en su quietud. Es otro ritmo que se apodera de los cuerpos. Mientras, una algarab¨ªa de gaviotas y pel¨ªcanos acecha a los humildes barcos de pesca, y de cuando en cuando planean estas alborotadas aves para sumergirse persiguiendo un pez.
Embarcamos. Vamos a la isla de Madrisky, cercana a nuestra base. Nos acompa?an un par de familias y algunas parejas. Un joven matrimonio de Caracas con sus dos ni?os viene a la boda de unos amigos que se casan en el Gran Roque. Hay una capilla de colores vivos, muy na?f, abierta al mar, donde el estruendo de las aves se mezcla con las oraciones. Tambi¨¦n en las posadas se celebran ceremonias civiles, y la memoria vuela hasta Ibiza, con el recuerdo de las bodas hippies.
Contemplo ese mar sin descanso hasta llegar a la isla. La arena es blanca, fin¨ªsima, enjoyada de conchas y restos de corales. Hay que protegerse del sol, pero la arena no quema nada, y camino bordeando la isla, acompa?ada de gaviotas. M¨¢s tarde vamos a hacer buceo con tubo, y los fondos marinos de este microcosmos son a¨²n m¨¢s sorprendentes. Comienzo en una gran planicie casi sin profundidad, y avanzo a tientas en mi exploraci¨®n: catervas de peces multicolor se acercan a observarme en su silencio, extra?os pepinos de mar, corales enormes como bosques, toda una escenograf¨ªa submarina se me ofrece al ritmo de una luz distinta.
En los d¨ªas siguientes vamos a otras islas: Francisky, Crasky, Nordisky, y cada espacio incide con su misterio soleado, y escucho resonar el agua en este sue?o que limita muy cerca con la Gran Barrera Arrecifal del Este. En Noronky, un enorme barco encallado asoma sus restos. Es como si su naufragio antiguo hubiera sido detenido en la calma azul del mar. No quedan m¨¢s d¨ªas para explorar otras islas. Hay que volver a las obligaciones. A lo lejos veo alg¨²n velero que se dirige a Carenero. Me imagino sus manglares, y me hundo en esa muda canci¨®n de agua, mientras sobrevuelo con nostalgia el archipi¨¦lago, escribiendo en mis ojos ese para¨ªso al que me prometo volver.
Beatriz Hernanz (Pontevedra, 1963) es autora de los poemarios La epopeya del laberinto y La piel de las palabras (Calima).
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