El arte de recordar
Lo confieso: una vez llegu¨¦ a pensar que Philip K. Dick ten¨ªa raz¨®n. A mediados de los setenta, un autor del bloque sovi¨¦tico escribe un fundamental ensayo que titula Un visionario entre charlatanes donde sit¨²a a Dick muy por encima del resto de autores de ciencia-ficci¨®n norteamericanos; hace, adem¨¢s, un ¨®ptimo an¨¢lisis sobre el valor literario de un novelista y la importancia derivada del juicio justo y oportuno de una obra. Una circunstancia que redunda en beneficio del autor, equilibra la bolsa de valores literarios y no abandona el juicio cr¨ªtico a un destino macabro: si vende, algo tendr¨¢, as¨ª que es bueno. Es decir, esas p¨¢ginas explicaban lo mismo que iba a hacer de Harold Bloom un superh¨¦roe can¨®nico dos d¨¦cadas despu¨¦s, aunque el egregio catedr¨¢tico poco le hubiera visto a Dick en su d¨ªa, al no llevar ¨¦ste un cartel colgando o fosforecer "literariamente". Pero ¨¦sa es otra historia. Sigo con la anterior. Seg¨²n el misterioso ensayo que surgi¨® del fr¨ªo, el menosprecio o la miop¨ªa ante las mejores novelas de Dick, no s¨®lo entorpec¨ªa la estima por la propia obra, sino que rebajaba hasta lo rid¨ªculo las posibilidades de otros autores cuando se igualaba mec¨¢nicamente lo bueno, Dick, con lo malo, todos los dem¨¢s. El autor de esas p¨¢ginas se llamaba Stanislaw Lem.
EL CASTILLO ALTO
Stanislaw Lem
Traducci¨®n de Andrzej Kovalski
Funambulista. Madrid, 2006
218 p¨¢ginas. 16,30 euros
Tras un breve intercambio epistolar, Lem propone a Dick una visita a Polonia para impartir unas conferencias y cobrar unos derechos de autor paralizados en aquel lado del tel¨®n de acero. Entonces Philip K. Dick vio la luz: Lem no era Lem, sino LEM, una c¨¦lula de espionaje y agresi¨®n pol¨ªtica cuya misi¨®n era adularle primero y secuestrarle despu¨¦s para evitar que el "visionario" revelase al mundo el Gran Secreto: una larvada sovietizaci¨®n de Estados Unidos por el mayor y m¨¢s intrincado agente comunista que jam¨¢s haya existido: Nixon.
Dejando a un lado el hecho de
que la mente confusa de Dick asumiera el divertimento paranoico que Condon hab¨ªa urdido en El mensajero del miedo, unos a?os despu¨¦s un joven espa?ol que le¨ªa Solaris y, al poco tiempo, Un valor imaginario, estaba de acuerdo con Dick, no tanto en lo de Nixon, como en la existencia de LEM, una c¨¦lula que reun¨ªa bajo el mismo nombre a varios escritores. Sin embargo, el tiempo pasa -en este caso, para bien- y uno averigua que la aparente y magn¨ªfica versatilidad del polaco le liga con otros autores que, por diversos motivos, juegan entre la alta cultura, la cultura de masas, o la incultura simple, haciendo malabarismos con g¨¦neros diversos y, a menudo, miserables: la ciencia-ficci¨®n o la rese?a literaria, por ejemplo. Con permiso del muy insigne H. Bustos Domecq, diremos que, entre todos ellos, Lem es de los que antes, m¨¢s fuerte y mejor ha jugado. En su obra encontramos todo lo contrario a la explotaci¨®n de g¨¦neros, su elevaci¨®n. Y al llenar de contenido unos esquemas simplones acomete desde el humanismo -nunca debemos olvidar ese punto- una cr¨ªtica a lo antropoc¨¦ntrico y, escrito como en broma pero hablando muy en serio, nos devuelve una escol¨¢stica cuya jerarqu¨ªa no es piramidal, sino que, como el mar de Solaris, siempre ser¨¢ cambiante, inaprensible. As¨ª perviven la trascendencia y el misterio.
En ese contexto narrativo ?d¨®nde situar un libro de recuerdos como El castillo alto? Pues en ning¨²n lugar y en todos, como corresponde a un autor de primera fila. La categor¨ªa de este libro es similar a Habla, memoria de Nabokov. En el pr¨®logo, Lem explica el modo en que el individuo, para justificar al hombre en que se ha convertido, orienta la propia memoria eliminando, entre tanto, cualquier otra posibilidad del ni?o que fue; en consecuencia, ordenar, domar, ese caos interior posee un lado funesto, contrario a la abundancia de la vida, a la originalidad de sus cabos sueltos. Sin embargo, ni en la justificaci¨®n del pr¨®logo, ni en lo que sigue, llega a se?alarse lo que Lem quiz¨¢ d¨¦ por supuesto, evitara en su d¨ªa por la censura, o eluda para dotar al libro de mayor fuerza. Esos cabos sueltos, tan leves, tan poco importantes ya para el adulto, quiz¨¢ hubieran sido determinantes si en 1939 a Polonia no le hubiera pasado lo que le pas¨®: Lvov, la ciudad natal de Lem, hoy en Ucrania, sufri¨® la invasi¨®n sovi¨¦tica, luego la alemana, y de nuevo la sovi¨¦tica. El castillo alto, sin invocar con nostalgia mundos perdidos, se detiene antes del sufrimiento. El relato nos va empujando a esa quiebra poco a poco, casi con dulzura; una sombra se cierne sobre el libro a medida que el ni?o Stanislaw se convierte en el joven Stanislaw. ?se es el modo en que Lem, nos explica a "Lem" y un poco a LEM. Sirva como ejemplo el arranque del segundo cap¨ªtulo, desternillante y enigm¨¢tico. Merece copiarse: "La autobiograf¨ªa de Norbert Wiener arranca as¨ª: 'Fui un ni?o prodigio'. Yo deber¨ªa decir: 'Fui un monstruo". Enseguida, descubrimos que lo monstruoso de Lem se puede aplicar a otro ni?o cualquiera. Un buen estudiante, con sus admiraciones, sus amistades y sus excentricidades de ni?o introspectivo. La memoria orienta una buena parte del libro a detallar la afici¨®n con que mata las horas en el colegio: la creaci¨®n de documentos de un pa¨ªs imaginario, la reconcentrada perfecci¨®n de una burocracia, por una vez, ben¨¦fica. Los futuros mundos de ficci¨®n ya est¨¢n ah¨ª, la extravagante erudici¨®n, la exuberancia imaginativa: la habilidad y aparente sorpresa ante lo que cuenta, tal que si hubiese hallado ese recuerdo de un modo s¨²bito, es lo que vuelve tan luminosa esa parte.
Mientras el ni?o crece, el presa
gio se dibuja. Aun as¨ª, la memoria dirige de nuevo la memoria del que es novelista al evocar su adolescencia y justificar uno de sus temas: la incapacidad del hombre para predecir su futuro, para definirse de modo cabal en el tiempo y el espacio. Lem describe la conmovedora y rid¨ªcula instrucci¨®n militar a la que se ve sometido como si fuera el juego que, seguramente, deb¨ªa parecer. El cielo amenaza ya la peor de las tormentas, pero todo sigue siendo extra?a diversi¨®n, por un lado, y grotesca estupidez, por la otra. La historia se interrumpe antes que ese cielo derrame la primera gota de sangre. Sirva como fin a esta rese?a de un libro m¨¢s que verdadero la primera frase del ep¨ªlogo, unas p¨¢ginas con un tono maravillosamente controlado de eleg¨ªa al brillo de las cosas que persisten en tramas informes, coronadas por el castillo alto, en la indomable memoria: "Cuando yo era ni?o, no muri¨® nadie".
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