Siempre muy pocos
Voy teniendo algunas amigas en edad de que sus hijos o hijas se les empiecen a marchar de casa; y como a veces soy tan bruto que s¨®lo pienso y me fijo en lo que tengo delante -creo compartir esa bruticie con la mayor¨ªa de mis semejantes, vaya eso en mi descargo-, no he podido por menos de reflexionar sobre la tristeza silenciosa e ¨ªntima, que tampoco "osa decir su nombre", con que estas madres se enfrentan al vaciamiento de sus casas. No es de extra?ar que la callen y oculten. Mis amigas son inteligentes y generosas. Saben que para sus v¨¢stagos es bueno largarse, sea por boda o similar, por af¨¢n de aventura o independencia o por la mera impaciencia de incorporarse del todo al mundo. Saben tambi¨¦n que no los pierden, que simplemente dejan de convivir con ellos y a menudo de ocuparse de ellos en lo m¨¢s cotidiano y prosaico: ya no deber¨¢n hacerles comidas, ni acompa?arlos al m¨¦dico, ni poner lavadoras para su ropa, ni soportar su m¨²sica estruendosa o sus malos modos ocasionales. Saben bien que a ellos les toca aprender m¨¢s por su cuenta, adquirir responsabilidades y foguearse; y que si se eternizaran en la casa paterna o materna (como de hecho sucede con cada vez m¨¢s frecuencia, por las crecientes carest¨ªa de la vivienda y precariedad de los empleos), ser¨ªan ellas, las madres, las primeras en preocuparse y en alentarlos y ayudarlos a buscarse su territorio. Es decir, saben que en realidad no tienen razones objetivas para quejarse ni entristecerse. Y tampoco se les escapa, por ¨²ltimo, que ellas hicieron lo mismo cuando eran j¨®venes, sin la menor mala conciencia.
Pero su discreci¨®n no me extra?a adem¨¢s por otro motivo: las madres pueden ser f¨¢cil objeto de irrisi¨®n cari?osa. "Las madres, ya se sabe", o "Esas cosas que dicen las madres", son frases habituales, posiblemente afectuosas pero un poco despectivas, sobre todo en variantes del tipo "Qu¨¦ pesadas son las madres". En el cine, por supuesto, suelen aparecer llorando en las bodas de sus cachorros, por exceso de sentimentalidad y falta de contenci¨®n, y merecen m¨¢s la burla leve que la compasi¨®n o el entendimiento. Ahora que observo a estas amigas m¨ªas, creo que lloran por algo m¨¢s respetable que una emoci¨®n superficial y algo exhibicionista: porque, qui¨¦rase o no, un largo periodo termina, y la vida ya no ser¨¢ la que ha sido. Tengo tanto respeto por la pena que eso causa, la terminaci¨®n de algo, que hasta comprendo a quienes lamentan -aunque rara vez lo confiesen o admitan- el acabamiento de un prolongado enemigo o de una situaci¨®n de descontento. S¨ª, se puede echar de menos la lucha, el esfuerzo, la resistencia, la costumbre ? Recuerdo que Conrad dec¨ªa que lo ¨²nico que salvaba al marino de la desesperaci¨®n, cuando se hac¨ªa a la mar para no volver en mucho tiempo, era "la rutina salvadora", la que lo hac¨ªa levantarse un d¨ªa tras otro en los primeros de traves¨ªa. Por eso se hace tan dif¨ªcil perderlas, incluso las insatisfactorias.
Ahora s¨®lo me viene a la memoria una pel¨ªcula en la que se mire con simpat¨ªa y finura a estas madres que se quedan solas, aunque all¨ª se tratase de la t¨ªa soltera que hab¨ªa criado al Capit¨¢n Gregg de ni?o, tras quedarse hu¨¦rfano. Ese Capit¨¢n es el fantasma protagonista de una favorita m¨ªa sobre la que ya he escrito por extenso, El fantasma y la se?ora Muir, de Mankiewicz; ¨¦l se hab¨ªa embarcado por primera vez a los diecis¨¦is a?os. Cuando Lucy Muir le pregunta qu¨¦ hizo su t¨ªa cuando ¨¦l se march¨®, el fantasma contesta: "Oh, probablemente dar gracias al cielo de que ya no hubiera por all¨ª nadie llen¨¢ndole la casa de cachorros y manch¨¢ndole las alfombras de barro". Lucy Muir se queda pensativa y el Capit¨¢n le pregunta en qu¨¦ piensa. "Pienso en lo sola que se debi¨® sentir", responde Lucy, "con sus alfombras limpias". Es s¨®lo un detalle, pero la ¨²nica vez que recuerdo que alguien ficticio se haya puesto en el modesto lugar de esas madres.
Y, claro est¨¢, todo esto me lleva a acordarme de la m¨ªa y de cuando yo me fui de su casa, a los veintitr¨¦s a?os, para vivir en otra ciudad con una mujer casada y separada. Desde luego no tuve en cuenta, entonces, esa tristeza que ahora percibo en mis amigas cuyos hijos se alejan. Las cosas est¨¢n mal pensadas: cuando uno es joven se entera de poco, y a¨²n menos de sus padres, a los que tiende a ver f¨¢cilmente como a seres agobiantes e intrusivos, que nos obstaculizan o impiden hacer lo que nos parece, casi nos son una carga. S¨®lo mucho m¨¢s tarde, con la treintena bien cumplida (eso con suerte), comienza uno a mirarlos como a personas que fueron, han sido y son algo m¨¢s que nuestros padres. Viene entonces la curiosidad, e incluso el deseo de compensarlos, de escucharlos de veras, de enfocarlos adecuadamente, de hacerles m¨¢s caso, de preguntarse por sus sentimientos e inquietudes m¨¢s all¨¢ de nosotros, que no lo ¨¦ramos todo en sus vidas, aunque en nuestra vanidad juvenil nos lo pareciese. Y a veces se llega demasiado tarde. Yo s¨®lo volv¨ª a la casa de mi madre para verla morir, tres a?os despu¨¦s. Y ahora que veo tan calladamente tristes a mis amigas cuyos hijos se van con veinticinco o treinta a?os (pero ellas guardan viva la memoria de todos los dem¨¢s, desde que no ten¨ªan ninguno), caigo en la cuenta de que mi madre s¨®lo me tuvo cerca durante veintitr¨¦s, y de que a ella seguramente le debieron de parecer muy pocos.
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