El paisaje de la normalidad
Hab¨ªan pasado m¨¢s de dos a?os desde su ¨²ltima visita, y al bajarse del tren pens¨® en ella. Aunque hab¨ªa nacido all¨ª, apenas ten¨ªa recuerdos de aquella ciudad peque?a y costera que, a despecho de la leyes de la herencia, nunca le hab¨ªa gustado tanto como a su mujer. Sin embargo, al salir de la estaci¨®n oli¨® el mar y disfrut¨® de su aroma. El d¨ªa era c¨¢lido, soleado, y le acogi¨® como una anciana tierna y bondadosa, como su propia abuela, cuya testamentar¨ªa le hab¨ªa devuelto una vez m¨¢s a la ciudad donde hab¨ªa vivido siempre su familia.
Ella tambi¨¦n se acord¨® de ¨¦l al salir del trabajo. Le habr¨ªa gustado mucho acompa?arle, no por la infinita cantidad de t¨ªos y primos a los que llevar¨ªa besando todo el d¨ªa, sino por escapar, aunque fuera por los pelos, de la rutina cotidiana de la oficina, la casa, los ni?os, y esa lavadora estropeada cuya reparaci¨®n desment¨ªa con terquedad la legendaria eficacia centroeuropea. Aquel repuesto no llegaba nunca, y ya estaba harta de cargar con bolsas de ropa desde su casa hasta la de su hermana y viceversa. Por eso pens¨® en ¨¦l, con una imprecisa nostalgia de paseo mar¨ªtimo.
?l estaba precisamente all¨ª cuando los vio. Hab¨ªa comido en casa de una de sus t¨ªas, hab¨ªa merendado con dos primas solteras a las que cada vez encontraba m¨¢s se?oronas, menos divertidas, y se encaminaba hacia el restaurante donde le esperaban todos los parientes que no le hab¨ªan besuqueado todav¨ªa, cuando los distingui¨® como un bulto grande y negro entre las palmeras. Hab¨ªan juntado varios bancos, pero no hab¨ªa espacio suficiente para todos y algunos estaban de pie. Eran muchos, unos cuarenta. Todos beb¨ªan cerveza. Y todos eran espa?oles.
Ella estaba en la esquina de la casa de su hermana cuando los vio. Estaban de pie, bebiendo cerveza, y no eran espa?oles. Hablaban a gritos, en una lengua extra?a que no fue capaz de identificar. Estaba segura de que no era alem¨¢n, porque era capaz de reconocer su sonido, pero era una lengua europea, seguramente eslava, quiz¨¢ n¨®rdica, muy entonada en cualquier caso con el aspecto de aquellas tres docenas de hombres j¨®venes que aparentaban m¨¢s de veinte a?os, menos de treinta, y ten¨ªan la piel muy blanca, el pelo cortado casi al cero y un aspecto repugnante, pens¨® ella, con esas botas enormes y las cazadoras negras con parches rojos, id¨¦nticos, en el brazo derecho.
?l estuvo seguro de que eran espa?oles antes de o¨ªrles hablar, por esa extra?a identidad f¨ªsica que vincula a todos los ciudadanos del mismo pa¨ªs. La m¨ªnima sombra de pelo que asomaba a sus cabezas rapadas era oscuro, pero no tanto como sus cazadoras, negras, id¨¦nticas como las guerreras de un ej¨¦rcito. Eso le sorprendi¨®, porque en la universidad, en otra ¨¦poca, ¨¦l hab¨ªa visto muchas veces a gente parecida, pero entonces llevaban camisas azules y boinas rojas, enrolladas en la trabilla del hombro izquierdo. ?stos eran nuevos, aunque eran los mismos, propios pero ajenos. El parche rojo, con una llamarada negra bordada en el centro, que luc¨ªan en la manga derecha, estaba escrito en alem¨¢n. ?l no era capaz de leer ese idioma, pero reconoci¨® la palabra "volks" (pueblo). Y sin embargo, eran tan andaluces como ¨¦l; m¨¢s a¨²n, porque no hab¨ªan perdido el acento.
Ella se dio cuenta de que se estaban riendo de dos chicos y dos chicas, casi adolescentes, que esperaban algo o a alguien en un coche aparcado en doble fila, justo enfrente. Entonces, por un instante, pens¨® en acercarse a ellos y pedirles que se adelantaran doscientos metros, o que se dedicaran a dar vueltas en vez de estarse all¨ª parados. Pero no lo hizo, porque en realidad no estaba pasando nada, s¨®lo risas y gritos en un idioma incomprensible, y ella no era nadie para ponerse a dar consejos. As¨ª que apret¨® el paso, cruz¨® frente a las cazadoras negras sin mirarlas, y lleg¨® enseguida a casa de su hermana.
?l tampoco se volvi¨® al escucharles, ?eh, t¨²!, calvo, tocinete, ?ad¨®nde crees que vas?, ?no corras tanto, que te vas a tropezar?! Se limit¨® a acercarse al borde del paseo y a caminar deprisa, sin mirarles. Lleg¨® al restaurante enseguida, sin contratiempos, y despu¨¦s de cenar escogi¨® con naturalidad otro camino, lejos del mar, por las callejuelas del barrio de los pescadores donde a¨²n pod¨ªa orientarse sin vacilar.
Ella tambi¨¦n volvi¨® a casa por el camino m¨¢s largo, a pesar de que la ropa, mojada, pesaba mucho m¨¢s que cuando estaba seca. Y lleg¨® a casa, y se enfad¨® con su hijo mayor porque todav¨ªa estaba haciendo los deberes, y ba?¨® a la peque?a, e hizo la cena, y se acost¨® sin m¨¢s.
-?Qu¨¦ tal? -le pregunt¨® ¨¦l cuando volvi¨® a casa al d¨ªa siguiente.
-Bien -contest¨® ella-, lo de siempre. ?Y t¨²?
-Tambi¨¦n.
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