Una risa en la oscuridad
Con permiso de Borges, de Bellow, de Gombrowicz, de Salinger y de aquel otro que siempre olvidamos, y ya ha levantado a escondidas el imperecedero muro de bronce, se suele considerar a Vladimir Nabokov el mejor escritor de la segunda mitad del siglo XX. Desde el fondo m¨¢s prudente de la evidencia, algunos temen que el fabuloso encaje de su prosa sea menos reconocido en unos a?os as¨ª como hubo un tiempo, a¨²n vivo el m¨²sico, en que J. S. Bach pas¨® por ampuloso, afectado en sus ansias de elevaci¨®n y autor de una m¨²sica malograda por las huellas del esfuerzo.
Razones muy diversas explican los inviernos injustos de algunos artistas superiores. Sin embargo, hay algo irrefutable en la obra del ruso: sus libros emanan una nueva trascendencia y, m¨¢s importante, es uno de los mayores art¨ªfices de la tragicomedia esencial. Y si la tragicomedia es lo novelesco genuino, la excelencia absoluta en esa cualidad hace de Nabokov un cl¨¢sico. Quiz¨¢, ese modo peculiar de ser tan novelesco le alejar¨ªa de medios como el cine. Una percepci¨®n que dos recientes publicaciones se encargan de matizar. Estas semanas coinciden en las librer¨ªas la muy esperada segunda parte de la biograf¨ªa de Brian Boyd Los a?os americanos (Anagrama) y el primer volumen de sus obras completas, Novelas 1941-1957 (Galaxia Gutenberg / C¨ªrculo de Lectores). Este ¨²ltimo contiene, adem¨¢s, el gui¨®n de Lolita, escrito por el autor para la futura pel¨ªcula de Stanley Kubrick e in¨¦dito hasta ahora en castellano.
En el pr¨®logo de ese gui¨®n, y aunque unas l¨ªneas despu¨¦s redactar¨¢ una de las frases que menos se repite en su obra, "pero yo estaba equivocado", Nabokov confiesa que su reacci¨®n al ver la pel¨ªcula "fue una mezcla contradictoria de indignaci¨®n, pesadumbre por todo lo perdido y satisfacci¨®n a rega?adientes". Aunque fuera el autor quien se adaptase, es tan dif¨ªcil que un libro de Nabokov sea cine como otra novela cualquiera sea Nabokov. Pero no es cierto que el cine est¨¦ ausente en la obra y en la vida del ruso como, hay que decirlo, algunos indicios anecd¨®ticos se?alan lo contrario. Boyd nos cuenta, por ejemplo, que en un c¨®ctel hollywoodiense, el despistado autor pregunt¨® por su oficio a un tal John Wayne. Pero tambi¨¦n es cierto que id¨¦ntica an¨¦cdota se repite entre Faulkner y Clark Gable o, d¨¢ndole la vuelta al equ¨ªvoco, Charlie Parker se deshizo en elogios de la labor cinematogr¨¢fica de Jean-Paul Sartre ante un fil¨®sofo al que imagino m¨¢s y m¨¢s existencialista conforme transcurr¨ªa la n¨¢usea de cada segundo.
La mayor¨ªa de novelistas est¨¢ tocada por el cine, y eso no es una lacra, sino la consecuencia natural de una ¨¦poca. Pero, casi siempre, esa influencia se remite al cine de juventud del autor y el uso que de ella se hace es tan variado como el grado de talento. As¨ª, Nabokov puede escribir un crudo relato de refugiados parodiando un melodrama ¨¦pico a lo Greta Garbo (El ayudante de direcci¨®n) como utilizar recursos del cine c¨®mico. En el Hermann de Desesperaci¨®n nos hallamos ante un Buster Keaton mal¨¦volo y la Zembla del profesor Kimbote es un remedo muy satisfactorio de un decorado de Von Stroheim en delirantes colores pastel donde act¨²a el m¨¢ximo com¨²n m¨²ltiplo de los Hermanos Marx. La cosmovisi¨®n de Dolores Haze, Lolita, es un precedente siniestro de las pel¨ªculas playeras de los primeros sesenta, all¨ª donde se baila el twist, se mascan chicles rosados y reaparece un Buster Keaton cuya sola presencia alarmar¨ªa a cualquier padre decente.
La impactante frase promocional de Lolita era: "?C¨®mo se han atrevido a hacer una pel¨ªcula?". La respuesta de las ¨¦lites fue: "No se han atrevido". Ni en el gui¨®n de Nabokov ni en el filme de Kubrick encontramos el horror y la tensi¨®n de la novela. En pocas palabras: la destrucci¨®n de una ni?a prep¨²ber y de su corruptor y el embaucamiento -genial, eso s¨ª- al que ¨¦ste somete al lector mientras cuenta su historia. Al leer ese primer gui¨®n topamos con la m¨¢xima agudeza, pero esas p¨¢ginas son demasiadas y demasiado prolijas para ser cine, y muy extra?as aun hoy. Tambi¨¦n se puede discutir la ol¨ªmpica leyenda de Kubrick.
Nabokov se neg¨® en redondo a cualquier colaboraci¨®n si el director manten¨ªa su primera propuesta argumental: la boda de Lolita y Humbert con la bendici¨®n de un pariente adulto. Luego, con euforia demente, se modelan los mitos en las plazas. De lo que no podemos dudar es de la inteligencia de Kubrick. Ese gui¨®n matriz de Nabokov orienta el tono de la pel¨ªcula, lo m¨¢s dif¨ªcil en cualquier adaptaci¨®n. El director aplic¨® tambi¨¦n con mucho ingenio -y a menudo- el b¨¢lsamo de la elipsis y buenas dosis de sentido com¨²n; comprendi¨® el error filisteo que ser¨ªa Lolita como drama y elabor¨® una pel¨ªcula seg¨²n la naturaleza del sistema nervioso del gui¨®n original: supo que la sombra de la tragedia marcha con nosotros sin ayuda y que la comedia se agradece venga de donde venga.
Pero imaginemos por un instante el arquear de sus cejas al leer acotaciones del tipo: "Es una preciosa escena que requiere una c¨¢mara muy sutil", o la perplejidad, acompa?ada de sudor fr¨ªo, al imaginarse instruyendo a James Mason sobre aquello que su rostro deber¨ªa expresar cuando ve a Sue Lyon por primera vez: "Y como si en un cuento de hadas hubiera sido la nodriza de una princesita (hallada, raptada, encontrada con harapos gitanos a trav¨¦s de los cuales sonreir¨ªa al rey y a sus sabuesos), reconoc¨ª el peque?o lunar pardo en el flanco". Aunque, si lo pensamos dos veces, tampoco es ese mal modo de lograr un rostro pasmado.
Babelia
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