Guerras de religi¨®n
En un pa¨ªs tan religioso como los Estados Unidos, uno de los ¨¦xitos literarios de la temporada viene siendo The God Delusion, de Richard Dawkins, una apolog¨ªa pasional del ate¨ªsmo y de la racionalidad que es tambi¨¦n una denuncia del estatuto privilegiado que otorgan a la religi¨®n las sociedades laicas. Dawkins es probablemente el divulgador cient¨ªfico m¨¢s riguroso y con m¨¢s talento literario que escribe ahora mismo en la lengua inglesa. El atractivo de su escritura procede tanto de la claridad con que explica las indagaciones y descubrimientos de la biolog¨ªa evolutiva como de su ¨ªmpetu de polemista empe?ado en la defensa del legado de Darwin, a la que dedic¨® entero uno de sus mejores libros, The Blind Watchmaker, t¨ªtulo que sin duda habr¨ªa merecido la aprobaci¨®n de Borges.
Dawkins es un cient¨ªfico volcado al proselitismo en una ¨¦poca parad¨®jica en la que el progreso de la ciencia y los logros de la tecnolog¨ªa son extra?amente compatibles con la popularidad abrumadora de los fanatismos religiosos y de las m¨¢s fr¨ªvolas creencias en las baratijas de lo sobrenatural. Hubo tiempos m¨¢s inocentes en los que se imagin¨® que seg¨²n fueran avanzando las explicaciones racionales de la naturaleza se aliviar¨ªa el peso de la superstici¨®n, y que el desarrollo econ¨®mico y el bienestar ir¨ªan disolviendo formas de integrismo nacidas de la ignorancia y alimentadas por la pobreza. Pero ahora hemos visto que, igual que el siglo XX empez¨® en realidad en 1914 con las primeras carnicer¨ªas industriales de la Gran Guerra, el comienzo del siglo XXI tuvo lugar en Nueva York el 11 de septiembre de 2001 con una proclamaci¨®n de furia religiosa que irrumpi¨® con toda la eficacia destructiva de la tecnolog¨ªa moderna y a la vez con toda la vehemencia sanguinaria de las matanzas medievales de infieles.
El 11 de septiembre est¨¢ en el origen del alegato ateo y racionalista de Richard Dawkins: tambi¨¦n es la sombra que se proyecta sobre cada p¨¢gina de otro libro publicado un par de a?os antes, The End of Faith, de Sam Harris, que este oto?o ha continuado alimentando el debate con una Letter to a Christian nation. Si Dawkins se empe?a en una refutaci¨®n detallada -y a mi juicio en gran medida innecesaria- de las diversas demostraciones de la existencia de Dios urdidas a lo largo de los siglos, Harris concentra su esfuerzo dial¨¦ctico en recapitular algunas de las cat¨¢strofes que las religiones organizadas vienen desatando sobre el mundo desde los tiempos en que se redactaron los c¨®digos feroces del Antiguo Testamento. Que Dios exista o no es al fin y al cabo un enigma lejano que le importa mucho menos que el efecto inmediato y material de la obcecaci¨®n de muchas personas convencidas no s¨®lo de su existencia, sino tambi¨¦n de su participaci¨®n minuciosa en los asuntos humanos, y de su propensi¨®n al parecer inveterada a proveer de legitimidad celestial a los mayores absurdos y las m¨¢s cruentas salvajadas cometidas en su nombre. Dawkins es brit¨¢nico, y Harris norteamericano: el uno vive en un pa¨ªs en el que la religi¨®n establecida se ha vuelto m¨¢s bien irrelevante, mientras que el otro presencia a diario en el suyo la pavorosa influencia que el integrismo cristiano tiene en las vidas de decenas de millones de sus compatriotas, entre ellos su presidente y algunos de sus consejeros m¨¢s cercanos.
Ya es grave -y con frecuencia letal- que una parte enorme de la humanidad considere que unos libros originados en el Medio Oriente neol¨ªtico o entre los n¨®madas de los desiertos de Arabia en el siglo VII ofrecen una explicaci¨®n completa y satisfactoria del origen del mundo, as¨ª como un manual para la convivencia pol¨ªtica y la conducta personal, incluidas las aficiones sexuales. Pero m¨¢s grave a¨²n, sugieren Dawkins y Harris, es que en nombre de la tolerancia y del multiculturalismo las religiones gocen en las sociedades liberales de un respeto un¨¢nime que las mantiene a salvo de cualquier cr¨ªtica y les concede privilegios que no se reconocen a ninguna idea ni comportamiento no legitimados por ellas. Estamos dispuestos a discutir cualquier opini¨®n sobre econom¨ªa o sobre el servicio militar o sobre la educaci¨®n de los hijos: pero ante los m¨¢s disparatados dogmas religiosos la posici¨®n m¨¢s com¨²n entre personas progresistas y no creyentes es un educado silencio, cuando no una activa muestra de simpat¨ªa hacia el ejercicio de qui¨¦n sabe qu¨¦ enriquecedora costumbre en la que muy f¨¢cilmente encontraremos una muestra de diversidad cultural. El mismo espect¨¢culo lamentable al que asisti¨® Europa con motivo de la condena a muerte contra Salman Rushdie en 1989 con motivo de sus Versos Sat¨¢nicos se repiti¨® el a?o pasado con las caricaturas escandinavas de Mahoma: en vez de salir incondicional y gallardamente en defensa de la libertad de expresi¨®n, escritores, periodistas y medios p¨²blicos que viven de ella prefirieron lamentar con una mezcla de hipocres¨ªa y de papanatismo que se hubiera ofendido la sensibilidad musulmana.
La otra forma de ceguera intelectual frente a la religi¨®n que irrita por igual a Richard Dawkins y a Sam Harris consiste en rebajar o incluso en negar del todo su verdadera responsabilidad en los desastres relacionados con ella. Se califica de limpieza ¨¦tnica la emprendida tan sanguinariamente en Yugoslavia a principios de los a?os noventa, escondiendo el hecho de que las diferencias entre croatas, serbios y bosnios no eran ¨¦tnicas, sino religiosas. Todos los verdugos y todas las v¨ªctimas hablaban el mismo idioma y ten¨ªan el mismo aspecto f¨ªsico: lo que los impulsaba a matar o los destinaba a morir era que fuesen cat¨®licos, ortodoxos o musulmanes. El credo de cada uno determinaba su pertenencia ciega a una variedad homicida de nacionalismo. Musulmanes fan¨¢ticos eran Muhammad Atta y los 18 secuaces que le acompa?aban en el secuestro de los aviones y el ataque a las Torres Gemelas en la ma?ana del 11 de septiembre, pero la ortodoxia progresista no considera que la religi¨®n tuviera una influencia decisiva en aquella masacre: la culpa es de la pobreza, o de la humillaci¨®n imperialista a la que est¨¢ sometido el mundo ¨¢rabe, o de la desgracia del pueblo palestino.
Hay un matiz peculiar que se
observa en Espa?a, y no s¨¦ si tambi¨¦n en Am¨¦rica Latina: personas que se escandalizar¨ªan ante cualquier tentativa de limitar el derecho a la s¨¢tira de las creencias o de la Iglesia cat¨®lica tienden al mismo tiempo a considerar ileg¨ªtimo que se satirice al islam.
Pero lo que est¨¢ en juego es algo m¨¢s que el ejercicio libre de la cr¨ªtica, ganado a pulso a lo largo de siglos en Europa y Am¨¦rica, en una perpetua rebeld¨ªa contra las diversas formas de tiran¨ªa pol¨ªtica y ortodoxia eclesi¨¢stica, con frecuencia aliadas entre s¨ª. El peligro de la autocensura y del sometimiento personal al miedo es tan evidente como el precio que pagaron algunos editores y traductores de Salman Rushdie, y el asesinato de Theo van Gogh o el doble exilio de Ayaan Hirsi Ali contienen mensajes muy expl¨ªcitos que nadie est¨¢ en condiciones de ignorar. La amenaza es mucho m¨¢s aterradora, y afecta a la supervivencia misma del mundo tal como lo conocemos: "No podemos seguir ignorando el hecho", escribe Sam Harris, "de que miles de millones de nuestros semejantes creen en la metaf¨ªsica del martirio, o en la verdad literal del libro del Apocalipsis, o en cualquiera de las dem¨¢s fant¨¢sticas nociones que han rondado durante milenios en las mentes de los fieles, porque esos semejantes poseen ahora armas qu¨ªmicas, biol¨®gicas y nucleares". Gracias a millones de votantes intoxicados por un cristianismo cavernario George W. Bush lleg¨® a la presidencia de los Estados Unidos, y su convicci¨®n expresa de encontrarse en contacto personal con Dios no fue sin duda ajena a la calamidad de la invasi¨®n de Irak; la India y Pakist¨¢n, pa¨ªses que existen por separado tan s¨®lo en virtud de sus distintas religiones, se desaf¨ªan mutuamente con el despliegue de sus armas nucleares, y no existe ninguna seguridad de que Pakist¨¢n no vaya a sucumbir cualquier d¨ªa a un golpe integrista. Los fan¨¢ticos que gobiernan Ir¨¢n no parece que vayan a tardar mucho en poseer una bomba at¨®mica: pero da m¨¢s miedo todav¨ªa imaginar la relativa facilidad con que podr¨ªa obtenerla un grupo terrorista inflamado por visiones de martirio apocal¨ªptico.
Estas cavilaciones tenebrosas me traen el recuerdo de una de las novelas m¨¢s desoladoras que he le¨ªdo mucho tiempo, y que apareci¨® en los Estados Unidos en las mismas fechas que el libro de Richard Dawkins. Se trata de The Road, de Cormac McCarthy. Le¨ª los dos libros ansiosamente a la vez, un poco antes de que cayera en mis manos el de Sam Harris, pero s¨®lo ahora caigo en la cuenta de la conexi¨®n entre ellos. The Road tiene un aire ligeramente anacr¨®nico, porque pertenece a un g¨¦nero literario que fue muy popular en los a?os peores de la Guerra Fr¨ªa, el de las novelas que retratan el mundo posterior a un holocausto nuclear. Un hombre de unos cuarenta a?os y su hijo de diez viajan hacia el sur atravesando un paisaje de destrucci¨®n absoluta, en el que el fuego ha calcinado bosques y arrasado ciudades, y por el que deambulan unos pocos seres humanos enloquecidos por el hambre, reducidos a la barbarie y al canibalismo. Los r¨ªos est¨¢n envenenados y la tierra entera yace bajo las nubes t¨®xicas de un invierno perpetuo: el hombre y el ni?o huyen en busca de la incierta posibilidad de un mundo menos inhabitable a la orilla del mar.
The Road est¨¢ escrito en un tono de par¨¢bola o de profec¨ªa, aunque en ning¨²n momento se revela la causa de tanta destrucci¨®n. Hubo una luz cegadora y todos los relojes se pararon diez a?os atr¨¢s. La prosa de McCarthy -tan barroca otras veces- aqu¨ª es de una sequedad tan ¨¢rida que parece que ara?a. Tiene una precisi¨®n alucinatoria, que puede saltar en una sola l¨ªnea de la pura exactitud po¨¦tica a los detalles de la crueldad m¨¢s obscena. Es casi tan sofocante como el aire envenenado de ceniza que los personajes s¨®lo pueden respirar filtrado por los pa?uelos con los que se cubren la cara.
Tuve esa sensaci¨®n de respirar ceniza en la ma?ana del 12 de septiembre de 2001, cuando intentaba acercarme lo m¨¢s posible al bajo Manhattan. En las novelas apocal¨ªpticas que uno le¨ªa en su lejana adolescencia estaba siempre muy clara la raz¨®n del desastre que casi hab¨ªa aniquilado la vida sobre la Tierra. Ahora sabemos lo cerca que estuvo el mundo del cumplimiento de aquellas profec¨ªas durante la crisis de los misiles de 1962, pero quiz¨¢s nos faltan lucidez o coraje para mirar de frente las se?ales de peligro que apuntan en sus libros Richard Dawkins y Sam Harris, o para resolver el enigma impl¨ªcito en la novela magn¨ªfica y perturbadora de Cormac McCarthy. Qui¨¦n sabe si Jruschov y Kennedy se habr¨ªan vuelto atr¨¢s casi en el ¨²ltimo momento en el caso de que cualquiera de los dos hubiera estado convencido de que la voluntad de Dios inspiraba sus actos.
Antonio Mu?oz Molina es escritor.
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