Los buscadores de tesoros
Algunos recordar¨¢n a Caridad, aquella camarera seria, delgada, p¨¢lida, de expresi¨®n inteligente y concentrada, de voz mon¨®tona y martilleante, que serv¨ªa batidos y suizos con bizcochos en Lezo, la hist¨®rica chocolater¨ªa de Proven?a esquina con Rambla de Catalunya, muy frecuentada por la clientela m¨¢s aficionada a los abrigos de pieles... A?os despu¨¦s de Lezo, el primer s¨ªntoma de que Caridad hab¨ªa acumulado un tesoro fabuloso en su entresuelo de Enric Granados fue su voluntad de hacerse invisible. En la escalera era huidiza, con nadie se paraba a hablar, no le interesaba quejarse de que el cajero autom¨¢tico llevase meses averiado, ni acordar con los vecinos que eran cuestiones de vital inter¨¦s cambiar los buzones y poner en la puerta un cartel que advirtiese: "No se admite correo comercial". Tal indiferencia para los asuntos comunitarios y su inclinaci¨®n decidida a las carreras de ratoncillo para alcanzar su puerta antes de ser vista por el vecino cuyos pasos resonaban en la escalera, ese presuroso no saludar ni siquiera con un movimiento de cabeza al paso, esas extravagancias acabaron por llamar la atenci¨®n: si llamabas a su puerta no abr¨ªa, al butanero no le compraba, y si alguien pasaba ante su puerta en el momento en que ella estaba saliendo, se volv¨ªa para dentro...
Silencio, sigilo, una peque?a figura femenina vestida de negro apenas entrevista, soledad, autosuficiencia. Ese era el estilo de Caridad.
El segundo s¨ªntoma de su riqueza fabulosa y causa de sorda inquietud para sus vecinos fue el hedor dulz¨®n que sub¨ªa por el patio interior, procedente de su piso. El tercer s¨ªntoma, las cucarachas. Sal¨ªan de debajo de su puerta, se arremolinaban en el descansillo, volv¨ªan a deslizarse bajo su puerta iban y ven¨ªan alegremente y emprend¨ªan excursiones colonizadoras cada vez m¨¢s atrevidas escaleras arriba, hacia las bien abastecidas cocinas del 1? 1? y del 2? 2?. Esta etapa culmin¨® la ma?ana en que la mujer del tercero primera, al abrir el caj¨®n de su ropa interior, sorprendi¨® a una cucaracha despistada, atus¨¢ndose las patitas. Se acabaron las contemplaciones. Se tomaron las decisiones m¨¢s en¨¦rgicas: administrador, polic¨ªa municipal, bomberos.
Y as¨ª fue como el tesoro que Caridad hab¨ªa ido acumulando a lo largo de los ¨²ltimos a?os qued¨® expuesto a la luz del d¨ªa. Ocupaba todo el piso. Consist¨ªa en monta?as de ropa, monta?as de bolsas de basura, pilas de peri¨®dicos viejos y de revistas, botellas de pl¨¢stico y cosas rotas. Tesoro material de dimensiones colosales, vigilado no por un drag¨®n, sino por un enjambre de moscas. En pocos d¨ªas el piso fue oreado y desinfectado, desaparecieron las cucarachas y Caridad fue internada. La se?orita del tercero podr¨¢ vestirse con toda tranquilidad durante los pr¨®ximos 50 a?os, hasta que quiz¨¢ tambi¨¦n ella, como uno de cada 1.700 ciudadanos, padezca en grado leve o grave el s¨ªndrome de Di¨®genes, y como otros 1.200 espa?oles al a?o, tenga que ser ingresada.
Dicen que el s¨ªndrome, consecuencia de lesiones cerebrales espec¨ªficas, de atrofias en la zona frontal del cerebro o hemorragias en ¨¢reas delimitadas, no se ensa?a con los bobos, sino normalmente con personas de cierto nivel intelectual. Y es curioso que a ese trist¨ªsimo, pavoroso trastorno mental, que lleva a personas dignas y respetabil¨ªsimas a vagabundear por las calles, cargadas de detritos que valoran como tesoros, le hayan puesto el nombre del fil¨®sofo que con tanto sentido del humor predicaba la renuncia y el desprendimiento y la vida libre de los perros sin collar. Claro que Di¨®genes falsificaba moneda, viv¨ªa en un tonel, despreciaba toda convenci¨®n y era casi tan inaceptable socialmente como Leopoldo Panero, de quien m¨¢s vale leer los versos que procurar la compa?¨ªa. Estos modernos Di¨®genes dignos de compasi¨®n, y ese se?or correctamente vestido, con su Lacoste y su bigotito, que conocemos del barrio, y al que un buen d¨ªa sorprendemos hurgando en una papelera como quien no quiere la cosa, y luego en otra, y en otra, no son, ni mucho menos, los ¨²nicos buscadores de tesoros que genera una ciudad como Barcelona, ub¨¦rrima en despilfarro y desperdicios.
Est¨¢n los piteros, que con un detector de metales peinan las playas sacando de debajo de la arena relojes, mecheros, joyas, chapas de refrescos, latas, aparatos de ortodoncia y gafas. Est¨¢n los fan¨¢ticos que buscan monedas en las cabinas de tel¨¦fono, hurgando con el ¨ªndice en la cazoleta mientras la cortinilla de metal repica como una alegre campanilla. Est¨¢n los que sustraen de los contenedores y sacos de escombros ante las obras los pedazos de tuber¨ªas de plomo. Es f¨¢cil detectar a la gente que busca dinero por el suelo en los mercados, en los intersticios de los sof¨¢s en las salas de espera y a la puerta de El Corte Ingl¨¦s. La cineasta Agn¨¨s Varda, en su pel¨ªcula documental Los espigadores y la espigadora, revelaba la existencia de numerosas cofrad¨ªas que buscan en los contenedores de basura junto a los supermercados alimentos no aptos para la venta pero que siguen siendo comestibles, como yogures caducados o fruta picada... A algunos de estos espigadores les mueve la necesidad, y a otros, que en la pel¨ªcula se expresan con mucha elocuencia y sensatez, convicciones meditadas, prop¨®sitos anticonsumistas...
Barcelona hierve de buscadores de tesoros, de buscadores de duros a cuatro pesetas, de acumuladores compulsivos de materia valios¨ªsima: Di¨®genes y antidi¨®genes entre los que incluyo a los jugadores de loter¨ªa y a los coleccionistas, de cualquier cosa, tambi¨¦n de libros, demasiados para el curso de una sola vida, incluyo a todos mis amigos, a m¨ª mismo me incluyo, y tambi¨¦n quiz¨¢ (mon semblable, mon fr¨¨re) a ti.
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