El hombre que odiaba los aviones
UNA DE esas casualidades literarias quiso que acabara la primera novela de Am¨¦lie Nothomb justo antes de empezar el ¨²ltimo libro de Abelardo Castillo (San Pedro, provincia de Buenos Aires, 1935). Ambos escritores tienen muy poco en com¨²n y es probable que ninguno conozca la existencia del otro, pero el borrascoso premio Nobel de Higiene del asesino, que aterrorizaba a los periodistas hasta que lleg¨® una chica temeraria con un grabador y lo hizo, literalmente, reptar por el suelo, me record¨® a Castillo. Lo entrevist¨¦ por primera vez a la edad de Nothomb cuando escribi¨® esa novela, 25 a?os. El ¨²nico que andaba por el suelo era su gato Agust¨ªn y Castillo no confes¨® ning¨²n asesinato. Por ese entonces correg¨ªa las pruebas de su Teatro completo y avanzaba en una novela con la sigilosa lentitud que lo caracteriza (este libro le llev¨® cinco a?os, lo mismo que El Evangelio seg¨²n Van Hutten (Seix Barral), su cuarta novela; Cr¨®nica de un iniciado, treinta). Hoy agradezco esa desverg¨¹enza que me permiti¨® descubrir los libros de Castillo a medida que lo entrevistaba: es como llegar a una ciudad sin mapas ni gu¨ªas y dejar que ella nos conduzca. Me pareci¨® un hombre anacr¨®nico e impostado en su grave pose de patriarca literario. Me hablaba con demasiado ¨¦nfasis y un enfado incomprensible, hasta que empez¨® a re¨ªrse. De m¨ª, naturalmente, y de an¨¦cdotas entre Gorki y Tolst¨®i que dramatizaba para su propio placer. Entonces entend¨ª que para ese hombre los libros, sus autores y sus personajes estaban m¨¢s vivos y reales que cualquier otra persona, con excepci¨®n de Sylvia, su mujer, y de su gato. Lo le¨ª y lo escuch¨¦ durante tres a?os y esa entrevista eterna se convirti¨® en un libro de conversaciones. El hombre que lo hab¨ªa le¨ªdo todo y que, por eso mismo, no se tomaba ninguna prisa por escribir, ni por nada, me presentaba a sus autores favoritos como si se tratara de una caja de bombones: en cada visita me permit¨ªa desenvolver uno. Sabore¨¢bamos juntos palabras y adjetivos, el ex¨®tico lugar de un adverbio o el inesperado cambio de narrador. Otras veces era yo la que llegaba ansiosa por comentarle ese cuento "espantoso" (as¨ª elogi¨® S¨¢bato a 'El marica', otro de sus cuentos), en el que en una Nochebuena un hombre aplasta con un candelabro de plata el cr¨¢neo de un mendigo al que ha invitado a cenar. Lo cuento porque es imposible contar un cuento de Castillo sin contar otro cuento. Los desaf¨ªo a que lo intenten con los 11 cuentos de El espejo que tiembla. Cuatro de ellos ya estaban incluidos en la edici¨®n que hizo Alfaguara en 1997 de sus Cuentos completos: 'Noche de epifan¨ªa', que recuerda aquel 'Conejo' de Las otras puertas (1961); el microrrelato 'Ondina', 'La que espera' y el inolvidable 'La mujer de otro', posible versi¨®n de Madame Bovary escrita para vengar al marido enga?ado. En todos, ya sean realistas o fant¨¢sticos, Castillo se supera a s¨ª mismo y juega a medirse con su canon literario. All¨ª est¨¢n, el tr¨¢gico Quiroga de 'La gallina degollada' y Faulkner en 'Pava', el Bioy Casares de 'El sue?o de los h¨¦roes' en 'La calle Victoria', el Borges de 'El fin' en 'Cita en cualquier lugar'. Cort¨¢zar merodea por 'El desertor' hasta el final, donde asoma un Castillo ins¨®lito m¨¢s cercano a Kipling. En las primeras l¨ªneas del cuento, el protagonista se niega a afeitarse, y esa barba presagia sus ¨²ltimos d¨ªas en Bikanpur del mismo modo que la pistola en el caj¨®n, de la que hablaba Ch¨¦jov, permite adivinar que habr¨¢ una muerte al final. Como el pr¨®spero viajante de negocios de su cuento, Castillo odia los aviones. A decir verdad, apenas se mueve de su casa de Balvanera, de su escritorio incluso. Las excepciones son un viajecito a su casa de San Pedro o a la provincia de C¨®rdoba. Seg¨²n un proverbio chino, el que viaja mucho se vuelve sabio y el sabio se queda en su casa. Quiz¨¢ sea ¨¦sa la explicaci¨®n de que su obra apenas se conozca en Espa?a, aunque Ricardo Piglia, Juan Jos¨¦ Saer y C¨¦sar Aira ya llegaron v¨ªa Iberia a las librer¨ªas espa?olas. En cualquier caso, a Castillo no le importa, dice que mientras nadie le demuestre lo contrario, ¨¦l es inmortal.
En torno a la obra del narrador argentino Abelardo Castillo, que tiene un gato y es "inmortal"
Mar¨ªa Fasce (Buenos Aires, 1969) es autora de El oficio de mentir. Conversaciones con Abelardo Castillo (Emec¨¦), La felicidad de las mujeres (Destino) y La verdad seg¨²n Virginia (Planeta).
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