?frica de arriba abajo
M¨¢s all¨¢ de las tragedias que a menudo lo convierten en noticia, el continente africano despliega una espectacular gama de bellezas. Hoy nos centramos en ellas a trav¨¦s de la c¨¢mara de Michael Poliza, que durante dos meses sobrevol¨® en helic¨®ptero 17 pa¨ªses, de norte a sur
Dec¨ªa Alberto Moravia que, en ?frica, los paisajes se repiten. Y creo recordar que los reduc¨ªa a tres: el desierto, la sabana y la selva. El italiano Moravia fue uno de los escritores europeos que m¨¢s amor sintieron por ?frica, y que, en cierto sentido -s¨®lo en cierto sentido-, mejor la conocieron. Dej¨® escritos un par de buenos libros sobre sus viajes por el continente, Paseos africanos y ?T¨² de qu¨¦ tribu eres? Pero no ten¨ªa raz¨®n cuando hablaba de la reiteraci¨®n de los paisajes. Porque ?frica no se imita jam¨¢s a s¨ª misma. ?frica es la quintaesencia de la naturaleza y, a veces, de su extravagancia m¨¢s absoluta. Si Dios existiera, y hay mucha gente que est¨¢ segura de ello, no hubiera dibujado mejor retrato del para¨ªso que el africano. Aunque, eso s¨ª, luego se lo entreg¨® al diablo para que lo carbonizara arrojando sobre sus tierras y sus gentes todas las plagas imaginables. Sobre ello no se preocup¨® mucho Moravia.
Pero ¨¦sa es otra historia. Hoy dejamos de lado la tragedia para hablar tan s¨®lo de la belleza de la naturaleza africana, que es lo que propone el original reportaje gr¨¢fico de estas p¨¢ginas. Es un ?frica retratada desde la altura, en territorios de Namibia, Sud¨¢n, Egipto, Etiop¨ªa, Kenia, Tanzania, Mozambique, Zambia y Botsuana. A los que hemos recorrido el continente a pata, o subidos en descascarillados matatus atestados de gente, o a bordo de matusal¨¦nicos trenes en recorridos dolorosos e interminables, o en carcam¨¢licos transbordadores recogidos de los desguaces en puertos europeos, nos sorprende ese paisaje nuevo que a veces parece tomado de la imaginaci¨®n m¨¢s que rescatado de la realidad.
Vuelvo a Moravia cuando dec¨ªa que en el famoso cr¨¢ter tanzano del Ngorongoro se produce en el visitante la extra?a y contradictoria sensaci¨®n de que lo real parece artificial, y lo artificial, real. Hay que darle esta vez la raz¨®n al escritor italiano, pues, en buena medida, muchos escenarios naturales del continente nos producen ese efecto: que son fruto del arte y no de la vida, que nacen de un capricho de la imaginaci¨®n y no como consecuencia de fen¨®menos f¨ªsicos; en definitiva, que son los hijos del deseo antes que de la casualidad. Estoy seguro de que un buen n¨²mero de artistas pl¨¢sticos, al enfrentarse por primera vez con la visi¨®n de ?frica, se quedar¨ªan at¨®nitos y exclamar¨ªan: "?Pero si es as¨ª como yo hubiera querido pintar!".
Desiertos de dunas muertas recorridos, con paso cansino y esforzado, por manadas de ant¨ªlopes de m¨²sculos fornidos y cuernos como lanzas zul¨²es; arenales que forman claroscuros bajo un cielo azul dormido; construcciones humanas de arcilla amarillenta donde no hay otra vida que el paso de los ocasionales turistas; chabolas de adobe blanqueado que guardan en sus cercados el fruto de los cereales; plataformas monta?osas que forman gigantescos taburetes tiznados de musgo; cocodrilos nil¨®ticos que se lanzan con hambre al agua de los r¨ªos oscuros; caba?as como hongos que crecen en la llanura parda y seca; el zarpazo de un r¨ªo entre manglares que permite apenas el paso de una peque?a embarcaci¨®n de vela latina; el cr¨¢ter de un volc¨¢n dormido; campos rojos del norte de las Tierras Altas; un pantanoso charco de hipop¨®tamos que parece un guiso de alubias de Tolosa; la lengua coralina del agua carnosa de la costa suajili; campos verdes que pintan formas de rara geometr¨ªa; una familia de elefantes que parece ejecutar un extra?o ritual, una danza circular alrededor de unas rocas manchadas de hierba rala? Y, en fin, la figura mayest¨¢tica de un gran ant¨ªlope ¨®rix, que proclama su reinado sobre los desiertos de Namibia. Eso es ?frica vista desde sus inmensos cielos.
Pero podr¨ªa ser todav¨ªa m¨¢s, y en la cartuchera del fot¨®grafo autor del hermoso reportaje quedan muchas instant¨¢neas destinadas a un libro que se publicar¨¢ en oto?o (editorial TeNeues). Se me ocurren, por ejemplo, los cr¨¢neos blancos del monte Kilimanjaro y del Kenia. O la larga cresta nevada de la cordillera del Ruwenzori. O el tupido y herm¨¦tico verdor de las junglas de Lituri, tejidas a los pies de las Monta?as de la Luna, cartografiadas por Ptolomeo. O la azul espada, sinuosa y voraz, del r¨ªo Congo, transitando entre islas deshabitadas y cubiertas de ¨¢rboles, y lamiendo orillas boscosas jam¨¢s holladas por el hombre. O el propio cr¨¢ter del Ngorongoro, del que ya dijo todo lo esencial Moravia. O la rubia Zanz¨ªbar, asentada sobre un mar de luces esmeraldas donde nadan como peces de acuario los tiburones. O el milagro de un r¨ªo, el Okavango, en Botsuana, que aparece y desaparece como un conejo blanco en la chistera de un mago. O las cataratas espumosas de Tis Isat, donde se derrumba el Nilo Azul, una treintena de kil¨®metros m¨¢s abajo del lago Tana, en Etiop¨ªa. O los polvorientos tejados de la m¨ªsera Jartum, en cuyas afueras los dos Nilos se encuentran para emprender su fatigosa caminata hacia El Cairo, abri¨¦ndose paso a bocados casi entre los desiertos inclementes de Nubia. Eso y mucho m¨¢s puede ofrecernos ?frica desde los cielos.
No obstante, est¨¢ claro que eso no basta. Siempre he cre¨ªdo, y as¨ª lo he querido se?alar en mis libros de recorridos por ?frica, que los seres humanos viajamos, en buena parte, con la imaginaci¨®n y el sue?o, pero sobre todo lo hacemos con nuestros sentidos. Viajar es un acto de vigorosa sensualidad, o, si se quiere, la expresi¨®n sensual de la sed de aventura. ?De d¨®nde, si no, la pasi¨®n viajera, cuando hoy tenemos el viaje servido y a la carta sin movernos de nuestro sof¨¢? En sus canales tem¨¢ticos, las televisiones nos ofrecen a diario la visi¨®n de la barriga de un hormiguero o de la superficie de Marte, de la cueva que habita el jaguar amaz¨®nico o del nido acu¨¢tico del anaconda, del lecho nupcial del c¨®ndor o del vuelo transoce¨¢nico del alcatraz, del tren que transita junto a las alturas del Himalaya o del barco que navega el r¨ªo Yangts¨¦. ?Para qu¨¦ necesitamos viajar?
No se me ocurre raz¨®n mejor que la sensualidad. Precisamos ver el mundo en su realidad, contrastar nuestra imaginaci¨®n con lo que vive y respira, y, al tiempo, precisamos ver, o¨ªr, tocar, olfatear y saborear. Esa fiesta de los sentidos que aguarda en todo viaje a quien se echa la mochila al hombro es particularmente poderosa en ?frica. Quiz¨¢ porque se trata de uno de los lugares de la Tierra en donde la naturaleza parece poseer todav¨ªa mayor fuerza que el hombre.
En Europa, por ejemplo, contemplamos una tormenta como un espect¨¢culo. Nos asomamos a la ventana, olemos el viento cargado de aromas de lluvia y nos admiramos ante el fulgor de los rel¨¢mpagos y el fragor de los truenos. En ?frica, una tormenta no es un espect¨¢culo, sino un fen¨®meno vehemente que puede llegar a matarte. De modo que la naturaleza llega a sobrecogernos all¨ª. Y, cosa curiosa, el hecho termina por no despertarnos miedo. Al saberte tan fr¨¢gil, te reconcilias con mayor facilidad con la vida, tan s¨®lo porque aceptas de una manera m¨¢s inmediata la idea de la muerte. El gran drama humano es poseer un alma que se siente inmortal, y saber, al tiempo, que lo que te espera en forma irremediable es el hoyo, cuando no el crematorio. ?frica, si uno sabe leer en su discurso ¨ªntimo, viene a decirte que, si bien existir es un privilegio sensorial para los seres que han alcanzado a nacer, lo justo es que la vida no dure una eternidad. Si muere el le¨®n y muere la mariposa, ?por qu¨¦ no el ser humano? La naturaleza no se comporta en forma asesina; sencillamente act¨²a con leyes ecu¨¢nimes.
Pero hemos hablado de los sentidos y casi tan s¨®lo nos concentramos en uno: la vista. La vista, adem¨¢s, desde la altura. Desde aqu¨ª abajo, sin embargo, el panorama resulta diferente. ?Qu¨¦ es lo m¨¢s llamativo de ?frica, ante nuestra mirada, cuando se la camina o se recorre en tren? ?Y m¨¢s en concreto en una zona, la que a m¨ª m¨¢s me gusta, la de las Tierras Altas de Kenia, Uganda, Tanzania y Etiop¨ªa? Pues algo que hizo notar el escritor australiano Alan Mooheread, gran enamorado del continente. Lo que m¨¢s le asombraba era lo que llam¨® "el aire azul". Se trata de un efecto parecido al espejismo que tiene que ver con una combinaci¨®n de las enormes distancias y la luminosidad. Explicado de manera m¨¢s simple, puede decirse que, en las proximidades de la l¨ªnea del ecuador y en tierras que se sit¨²an a casi 2.000 metros sobre el nivel del mar, el aire es limpio, y la luz del Sol, una de las m¨¢s poderosas de la Tierra. Nuestros ojos se convierten en instrumentos incapaces de alcanzar a ver el final del paisaje que se nos ofrece. Y all¨ª al fondo, ?qu¨¦ es lo que hay? Una acuosa l¨ªnea de aire azul que disimula, en ocasiones, la presencia del mundo animal.
Recuerdo la primera vez que lo vi. Llegaba en un todoterreno al gran parque del Serengeti, uno de los mayores de ?frica y el que probablemente contenga m¨¢s cantidad de vida salvaje. ?bamos por una desolada sabana en donde punteaban bosquecillos de acacias espinosas y frecuentes kopjes, formaciones rocosas que parecen atalayas de piedra en la llanura y a las que se encaraman los felinos para distinguir a sus posibles piezas. Ni un solo animal parec¨ªa existir alrededor nuestro. Y de pronto, en la distancia, el aire comenz¨® a moverse. Era semejante a una marea, como si un oc¨¦ano se alzara en la l¨ªnea del horizonte, algo parecido a un amenazador tsunami que comenzaba a acercarse. Y la marea era azulada, casi confund¨ªa su color con el del cielo que en ese momento cruzaban algunas gigantescas nubes semejantes a enormes transatl¨¢nticos blancos.
El conductor aceler¨® y enfil¨® hacia all¨ª, sorteando ¨¢rboles y alcores de piedra. Y el aire azul comenz¨® a retirarse m¨¢s all¨¢, y la marea se transform¨® en un desfile de hileras y m¨¢s hileras de mam¨ªferos: cebras, ?¨²es, gacelas, ant¨ªlopes? La Gran Emigraci¨®n ante nuestros ojos. Nunca podr¨¦ olvidar esa visi¨®n: miles de animales libres movi¨¦ndose sobre un fondo que recordaba el meneo cadencioso de un mar.
Sobre el tacto, ?qu¨¦ cabe decir? En este caso se produce un extra?o fen¨®meno. No se trata de lo que t¨² tocas, sino de lo que te toca a ti. Porque ?frica no cesa de acercarse a tu piel, y lo hace a trav¨¦s del aire. Y nunca se acerca en forma que te produzca indiferencia. En las Tierras Altas es fresco y acuoso, como si viniera de un cercano mar, de un inmenso r¨ªo. Te revive mientras te acaricia con delicadeza la piel. Isak Dinesen, la autora danesa que escribi¨® la estupenda Memorias de ?frica, se?alaba: "All¨ª arriba respirabas a gusto y absorb¨ªas seguridad vital y ligereza de coraz¨®n. En las Tierras Altas te despertabas por la ma?ana y pensabas: estoy donde debo de estar". En las costas y en las selvas bajas, sin embargo, ese aire se torna carnoso, imp¨²dico, pecaminoso casi. Te toca con lujuria, como una mano invisible que quisiera recorrer todos los rincones de tu piel. Despierta tu sensualidad al tiempo que violenta tu intimidad. Te mancilla y te excita.
En cuanto a los desiertos, el aire se acerca a ti para tocarte como una llama, como un hierro al rojo. Es torturador, doloroso, y a veces, si viene cargado de arena, desatando tolvaneras alrededor tuyo, te ciega y borra los contornos del mundo.
?Y a qu¨¦ huele ?frica? No s¨¦ si fue el brit¨¢nico Graham Greene -otro gran apasionado del continente, con al menos cuatro libros africanos en su cat¨¢logo- quien dijo que el olor predominante era una mezcla de establo y florister¨ªa. Si no escribi¨® eso -no tengo la cita a mano-, yo se lo atribuyo en el recuerdo impreciso de una frase que me gustar¨ªa que fuese m¨ªa. Pero a?adir¨ªa que, en muchas ocasiones, huele sobre todo a putrefacci¨®n y a especias.
Creo que pocas veces en mi vida he percibido olores tan pestilentes como los de los puertos de Lamu, en Kenia, o de Zanz¨ªbar, en Tanzania. Sobre estas dos hermosas islas del oc¨¦ano ?ndico, el sol pega con fuerza en los meses del verano, que son, bajo la l¨ªnea del ecuador, los de nuestro invierno. Todos los desechos de pescado, abandonados en los puertos tras la subasta en la lonja -para pasto de marab¨²es, buitres, cuervos y gatos-, comienzan a corromperse no pasado mucho tiempo. Y all¨ª se queda agarrado el vomitivo hedor, renov¨¢ndose d¨ªa a d¨ªa, mes a mes, a?o tras a?o. No obstante, si uno se aleja un centenar de metros, se ver¨¢ de pronto asaltado por un aroma inolvidable: el de las especias, sobre todo el clavo y la canela. Y se abandonar¨¢ una vez m¨¢s en brazos de la sensualidad.
En el interior sucede algo parecido: el olor del ganado, el del establo. Se mezcla con el de las flores. Era ¨¦se el aroma de Greene, supongo, un olor que yo no he percibido en otro lugar en forma tan poderosa como en Mbale, una peque?a ciudad del oriente de Uganda. El ganado cruzaba las calles dejando detr¨¢s un rastro de bo?igas y orines que, por efecto del calor, levantaban al poco rato todos los perfumes del pesebre. Pero al llegar la noche, las flores se abr¨ªan, y en Mbele las hay por millones. Y la fuerza de los aromas del gal¨¢n de noche, de los jazmines, de los magnolios, de las jacarandas y de muchas otras plantas cuyo nombre ignoro volv¨ªan el aire casi irrespirable: carnoso otra vez, hasta el punto de llegar casi a empalagarte el alma.
Los olores africanos est¨¢n tambi¨¦n en los mercados al aire libre, en las zonas en donde se extienden los tenderetes de pescado o de carne, all¨ª donde la convivencia con las moscas es inevitable. Y en la piel de la gente. Porque la gente africana, en efecto, huele diferente, como distinto olemos los europeos para ellos. Es un olor algo acre y ¨¢cido que, en principio, produce cierto rechazo; pero, al poco, pasa a formar parte de tu mundo, llega a gustarte.
Y, claro, est¨¢ la perfumer¨ªa africana, rescatada de las plantas por procedimientos muy poco sofisticados. Eso produce que olores penetrantes y en principio gustosos como el del pachul¨ª se transformen pasadas unas horas en un aroma rancio. Creo que ¨¦se es el olor de ?frica que m¨¢s detesto, un perfume casposo que me gusta todav¨ªa menos que las tufaradas de las pescader¨ªas y de los puertos de mar.
?Sabores? Sobre todo los de los frutos: el mango, la papaya, el aguacate, la pi?a, la granada, la chirimoya, la paraguaya, el d¨¢til, la sand¨ªa, el mel¨®n, el agua de coco? ?frica es la fruta, fruta a menudo acuosa y dulce. Y sus sabores, cuando identificas uno de ellos en Europa, trascienden el tiempo y la distancia, te reviven en el coraz¨®n la nostalgia del continente.
Nos queda el o¨ªdo. Pero para hablar de lo que o¨ªmos en ?frica, lo primero de todo es nombrar el silencio. S¨ª, el sonido del silencio. El de los desiertos cuando no sopla el aire, que es algo as¨ª como la voz de la muerte, de la roca, de la arena, de los rastrojos que se hincan en el suelo como f¨®siles, de los pedregales en donde no crece una brizna de hierba, de las monta?as cicl¨®peas donde no verdean ni los ¨¢rboles ni las plantas, de los cielos vac¨ªos de aves y de nubes.
Despu¨¦s del silencio viene el sonido suave del ulular del viento en las soledades inmensas. Y despu¨¦s de ese viento, si entramos en la sabana y cae la noche, bajo la horda de estrellas se levanta el ruido de la noche africana. Hace a?os, en el parque tanzano de Selous, el parque protegido m¨¢s grande del continente, se pinch¨® una rueda de mi auto y me qued¨¦ solo durante la noche en medio de la nada. No hab¨ªa luna y no alcanzaba a ver qu¨¦ pod¨ªa existir a mi alrededor. Baj¨¦ un par de dedos la ventanilla y escuch¨¦ la noche: las risas de las hienas, los ronquidos de los leones, los gritos de las lechuzas, los chillidos de los monos, rumores de muchos pasos alrededor del veh¨ªculo, gritos de animales desconocidos? Al llegar el alba, una familia de elefantes se alejaba de una laguna pr¨®xima a mi coche, y uno de ellos, el macho m¨¢s grande, alz¨® la trompa hacia lo alto, barrit¨® y acall¨® el resto de las voces. Fue como un toque de silencio, una orden que todo aquel universo salvaje acat¨® obediente.
Pero queda el mejor de los sonidos: el que puedes escuchar en un mercado, en la plaza de una barriada, en un matatu, a la sombra de un gran ¨¢rbol o a bordo de un transbordador. De pronto, por alguna raz¨®n que nadie da, la gente se pone a cantar y a dar palmas en ritmos cadenciosos. Y hay algunos que bailan y que te animan a unirte al baile. Y t¨² danzas y todos se r¨ªen de tu torpeza. Rozas tus caderas con las de otros, tocas sus manos, hueles su piel, admiras la pericia en sus pasos, saboreas una fruta que alguien te ofrece, y todos tus sentidos, de nuevo, est¨¢n de fiesta.
Otro escritor, esta vez un americano, el novelista Ernest Hemingway, dej¨® dicho en un libro: "?frica transforma a todos los hombres en ni?os. Y tener un coraz¨®n de ni?o no es una desgracia, es un honor".
Si eso es cierto, quiz¨¢ la raz¨®n no sea otra que la proximidad que el ni?o tiene a la vida sensorial, mucho m¨¢s fuerte que la de los adultos. Porque, mientras crecemos, el peso de la l¨®gica y del razonamiento va imponi¨¦ndose en nuestras almas sobre todas las otras aptitudes que nos dio la naturaleza. Quiz¨¢ olvidamos las mejores.
Pero ?frica te las devuelve.
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