El silencio de los testigos
La noche del 16 de noviembre de 1989 eran asesinados salvajemente y de manera inmisericorde en la Universidad Centroamericana de San Salvador (UCA) seis jesuitas y dos mujeres, Elba y Celina -¨¦sta de 15 a?os-, por militares del Ej¨¦rcito salvadore?o. El ¨®ctuplo asesinato conmocion¨® al mundo. Los ocho muertos se sumaban a los 80.000 m¨¢s que hab¨ªa costado ya la guerra en El Salvador, pa¨ªs donde se hab¨ªa instalado la cultura de la muerte desde hac¨ªa una d¨¦cada.
El te¨®logo hispano-salvadore?o Jon Sobrino pod¨ªa haber sido el s¨¦ptimo jesuita asesinado, pero esa noche no estaba en casa. Se encontraba dando un curso de teolog¨ªa en Hua Hin (Tailandia), a 200 kil¨®metros de Bankok, respondiendo a una petici¨®n que le hizo Leonardo Boff. Un sacerdote irland¨¦s le despert¨® para comunicarle la tr¨¢gica noticia. "Toda la comunidad, toda mi comunidad ha sido asesinada", fue su comentario. Enseguida se pregunt¨® por qu¨¦ estaba ¨¦l vivo, sin encontrar respuesta. En Tailandia, donde el n¨²mero de cristianos es muy peque?o, alguien le interrog¨® entre sorprendido e incr¨¦dulo: "?Y en El Salvador hay cat¨®licos que asesinan a sacerdotes?".
Pocos d¨ªas despu¨¦s del tr¨¢gico acontecimiento, Sobrino escribi¨® Compa?eros de Jes¨²s. El asesinato-martirio de los jesuitas salvadore?os, donde a la pregunta por qu¨¦ los mataron respond¨ªa: "Por ser conciencia cr¨ªtica en una sociedad de pecado y por ser conciencia creativa de una futura sociedad distinta". Desde entonces la vida no ser¨ªa igual para Jon Sobrino. "Experiment¨¦ -afirma- un corte real en mi vida y un vac¨ªo que no se llenaba con nada". El corte se producir¨ªa tambi¨¦n en sus escritos posteriores, que llevar¨ªan la marca indeleble del martirio y el sello de los pueblos crucificados. Ion Sobrino se convert¨ªa en superviviente del martirio y testigo de m¨¢rtires, y su teolog¨ªa tomaba el g¨¦nero literario del testimonio.
El 12 de marzo de 1977 las balas asesinas hab¨ªan terminado con la vida de su compa?ero Rutilio Grande, comprometido en la lucha por la justicia en Aguilares, y de dos campesinos, un anciano y un ni?o. Jon Sobrino, que estaba acompa?ando a los muertos, abri¨® la puerta a monse?or Romero -reci¨¦n nombrado arzobispo de San Salvador-, que llegaba para presidir el funeral por Rutilio. Sobrino le acompa?¨® hasta la iglesia donde se encontraban reunidos cientos de campesinos acompa?ando a los tres cad¨¢veres. Fue durante el funeral cuando Romero, hasta entonces un obispo conservador y cr¨ªtico con la teolog¨ªa de la liberaci¨®n, se convirti¨® al Dios de los oprimidos, a la Iglesia de los pobres y a la causa de la liberaci¨®n. Tres a?os despu¨¦s, el 24 de marzo de 1980, mientras celebraba la misa en la capilla de un peque?o hospital de religiosas era asesinado monse?or Romero. Jon Sobrino fue el primer sacerdote que tuvo noticia del asesinato. Unos d¨ªas antes Romero hab¨ªa dicho premonitoriamente: "Si me matan, resucitar¨¦ en el pueblo salvadore?o". As¨ª fue, realmente: su entierro, el 30 de marzo, se convirti¨® en una de las mayores manifestaciones populares -si no la mayor- en toda la historia de El Salvador. Su libro Monse?or Oscar A. Romero. Un obispo con su pueblo, escrito con motivo del d¨¦cimo aniversario del asesinato del arzobispo terminaba con estas palabras de I. Ellacur¨ªa: "Con monse?or Romero, Dios pas¨® por El Salvador".
Jon Sobrino es hoy testigo de m¨¢rtires en el m¨¢s estricto sentido de la palabra. ?l mantiene viva la memoria del horror pare evitar que vuelva a repetirse, ejerce la raz¨®n anamn¨¦tica en tiempo de raz¨®n amn¨¦sica y olvidadiza, conserva el recuerdo subversivo de los muertos por mor de la justicia, conforme a uno de los principios ¨¦ticos m¨¢s revolucionarios que Jes¨²s de Nazaret proclam¨® en el Serm¨®n de la Monta?a y que Gandhi calificaba de verdadero programa social: "Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos". Con su testimonio, inc¨®modo para los victimarios, muchos de ellos vivos, Sobrino est¨¢ reclamando justicia y rehabilitaci¨®n de las v¨ªctimas y cuestionando un orden jur¨ªdico que carece de humanidad.
Los testigos de eventos memorables, de masacres, de cat¨¢strofes, de desgracias colectivas, de momentos especiales en la historia de los pueblos suelen contar con una consideraci¨®n especial. Ellos son protegidos porque representan la voz de las v¨ªctimas y su testimonio, protegido para que no se pierda. La instituci¨®n eclesi¨¢stica, empero, tiene un comportamiento poco generoso con los m¨¢rtires y con sus testigos. A los primeros no les reconoce como tales. Suele acusarlos de haberse desviado de su misi¨®n evangelizadora, de meterse en pol¨ªtica cuando lo suyo es el culto, de luchar por la liberaci¨®n de los pobres codo a codo con ellos, cuando lo suyo es la salvaci¨®n del alma. Impl¨ªcitamente les est¨¢n responsabilizando de su propia muerte. Es el caso de monse?or Romero, reconocido como santo y m¨¢rtir por el pueblo salvadore?o y por cristianos y cristianas de todo el mundo, y sin embargo, cuestionado en su coherencia evang¨¦lica por Roma. Romero cumple ejemplarmente la principal condici¨®n para ser declarado santo y m¨¢rtir: haber sido asesinado por su testimonio de la justicia que brota de la fe. Y, sin embargo, el Vaticano no le concede ese reconocimiento, que le hubiera llevado a los altares sin las complicaciones de los procesos de los actuales procesos de beatificaci¨®n y canonizaci¨®n. El Vaticano tampoco ha reconocido como m¨¢rtires a los jesuitas y a las mujeres salvadore?as vilmente asesinados por orden de dirigentes pol¨ªticos y militares de El Salvador.
La misma falta de generosidad y de reconocimiento ha tenido con Jon Sobrino, a quien no se le ha permitido hacer el duelo por sus compa?eros m¨¢rtires. Desde 1975 viene siendo investigado detectivescamente y sin piedad. Las investigaciones han coincidido con los asesinatos antes referidos: primero fue tras el asesinato de Rutilio Grande; despu¨¦s, tras el de Romero; luego, tras el de los jesuitas; y ahora de nuevo. En vez de pedirle que haga memoria de tantos miles de salvadore?os como ha visto morir, le imponen silencio. Nunca ha sido citado para que diera su testimonio sobre los m¨¢rtires. Nunca le han preguntado c¨®mo se sent¨ªa tras cada asesinato de sus hermanos. Todo lo contrario, sus libros han sido le¨ªdos en busca de errores, de herej¨ªas. A los censores del Vaticano no les importa su ortopraxis, que realmente es evang¨¦lica, sino su ortodoxia. Y ¨¦sta ha sido juzgada no con los criterios de la misericordia y del di¨¢logo, de la ecuanimidad y de la comprensi¨®n, sino con desmesura y descalificaciones. Y todav¨ªa los cancerberos de la ortodoxia se precian de no haberle sancionado. ?Qu¨¦ mayor sanci¨®n que la propia Notificaci¨®n!
Mientras tanto Sobrino guarda silencio. Quiz¨¢s sea la mejor respuesta, recordando la canci¨®n de Atahualpa Yupanqui: "La voz no la necesito. S¨¦ cantar en el silencio".
Juan Jos¨¦ Tamayo es director de la C¨¢tedra de Teolog¨ªa y Ciencias de las Religiones en la Universidad Carlos III de Madrid y autor de Nuevo Diccionario de Teolog¨ªa (Trotta, Madrid, 2005).
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