Antes de fundar Macondo
Antes de contarnos c¨®mo se fragua la confundida rabia de vivir, en Cien a?os de soledad se nos dice d¨®nde empez¨® todo. Un crimen de honor y el fantasma del remordimiento, como todos saben, empujan a Jos¨¦ Arcadio Buend¨ªa al destierro y lo arrastran durante veintis¨¦is meses por la selva hasta que oye en un sue?o el nombre de Macondo. Alentado por el ag¨¹ero, y cansado de andar dando tumbos, Buend¨ªa clava la primera estaca de la nueva aldea.
Antes de que Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez escribiera la epopeya de los Buend¨ªa hubo, sin embargo, otros hombres resueltos a buscar en la misma Sierra Nevada de Santa Marta un lugar donde empezar de nuevo y fundar esa ciudad libre de los males que fustigan al hombre.
El ge¨®grafo franc¨¦s Eliseo Reclus fue uno de ellos y vivi¨® en una ¨¦poca en la que, con la adecuada confianza en las propias fuerzas, todo parec¨ªa posible.
A causa del golpe de Estado de Luis Bonaparte -al que V¨ªctor Hugo, tambi¨¦n exilado, llam¨® Napoleon le Petit- Reclus abandona Francia y emprende un viaje por Inglaterra, Irlanda y Estados Unidos que acaba en las costas de Nueva Granada.
No son tiempos propicios al amargo desaliento y el ge¨®grafo, que tiene veinticinco a?os, est¨¢ henchido por el entusiasmo de su generaci¨®n. Instruido con las infalibles previsiones de La Edad de la Raz¨®n -probablemente con el libro de Tom Paine en el macuto-, el joven Reclus se deja llevar por la poderosa corriente ilustrada que todav¨ªa ilumina la imaginaci¨®n europea. En la cubierta de la goleta El Narciso que lo lleva desde Portobelo hacia Cartagena de Indias, Reclus tiene como ¨²nico equipaje el colorista cat¨¢logo de ideas -la Ciencia, la Industria, el Trabajo, la Dignidad- destinadas a cambiar la faz de la Tierra.
El viajero posee las formidables dotes de observaci¨®n que Flaubert prestaba a sus personajes -Reclus hubiera sido un buen compa?ero para Bouvard et P¨¦cuchet- y con insaciable af¨¢n contempla el aspecto de los fen¨®menos que a su alrededor confirman la vasta extensi¨®n del mundo. En la orilla caribe?a de Colombia empieza a practicar su oficio el ge¨®grafo cuya obra admirar¨ªa con tanto fervor su contempor¨¢neo Julio Verne pero antes de entregarse en cuerpo y alma a redactar el enciclop¨¦dico inventario de la Tierra, Reclus crey¨® haber encontrado en los valles v¨ªrgenes de la Sierra la oportunidad para un nuevo contrato social.
Su libro -Viaje a la Sierra Nevada de Santa Marta- es la minuciosa rememoraci¨®n de aquel desenga?o pero as¨ª como el fracaso de la rep¨²blica no hace mella en su optimismo pol¨ªtico, tampoco el intento frustrado de fundar una nueva tierra debilita la esperanza ilustrada que hasta su muerte sigui¨® cultivando.
"Yo he visto en acci¨®n al antiguo caos en los pantanos en que pulula sordamente toda una vida inferior". Y desde ah¨ª Reclus asciende a las cumbres de la monta?a, baja a los barrancos, sortea las marismas y recorre los confusos senderos de la ci¨¦naga. Se enfrenta a jaur¨ªas de perros salvajes y a la picadura de insectos y garrapatas. Bordea riscos, salta torrentes impetuosos y se deja la piel en la mara?a de espinos que hacen impenetrables los remotos rincones de la Sierra.
Busca un lugar para fundar su innovadora colonia de productores, calcula los costes de la explotaci¨®n agr¨ªcola, imagina la red de canales necesarios a la exportaci¨®n de los productos cosechados y enumera las utilidades de la riqueza de este modo conseguida.
En la Sierra Nevada que ha elegido como patria futura, Reclus se regocija con el esplendor que una Naturaleza plet¨®rica pone a sus pies. Los higos, las papayas, los n¨ªsperos que brotan espont¨¢neamente de la tierra le inclinan a ser frug¨ªvoro y a abandonar el r¨¦gimen de carne y sangre de los mataderos de reses. Celebra la armon¨ªa indescriptible que le rodea -aunque el inmenso lienzo de la prosa retiene los frutos de su entusiasta mirada- y siente el p¨¢lpito de las nuevas emociones: el vago
centelleo de la V¨ªa L¨¢ctea a trav¨¦s del tembloroso follaje, el aire voluptuoso que respira, la exuberante fertilidad y la cortes¨ªa enteramente castellana de sus nuevos amigos. La dicha de contemplar el espect¨¢culo de la Sierra s¨®lo se interrumpe cuando millares de mariposas blancas revolotean a su alrededor ocultando la grandiosidad del paisaje.
El j¨²bilo del explorador, sin embargo, no se libra de las sombras que aparecen en su camino. Lo primero que recuerda haber encontrado al llegar a Cartagena de Indias es a dos hombres de mirada feroz con sus machetes en alto, arengados por una multitud ebria que grita "?M¨¢talo! ?M¨¢talo!" y una corte de mendigos cuya miseria le espanta. El olor f¨¦tido de los pantanos -"cubiertos de una eterna nata vegetal" se dice en Cien a?os de soledad-, los tufos pestilenciales y los miasmas pal¨²dicos le revelan esa otra cara de la naturaleza "p¨¦rfida y encantadora de los tr¨®picos". La picard¨ªa de los tratantes y mercaderes le desconcierta y al final aprende a desconfiar de la absurda palabrer¨ªa y de las promesas hechas sin intenci¨®n de ser cumplidas. "Llaga de las sociedades en que domina la influencia castellana".
Gracias a su formaci¨®n cient¨ªfica Reclus conserva el estado de ¨¢nimo a salvo de las contrariedades. El contratiempo que hubiera sido causa de un enojado malestar, contribuye a estimular su curiosidad y lo ayuda a comportarse como un observador desapasionado. Pero antes de abandonar para siempre su sue?o americano, Reclus se demora recordando a los indios de la Sierra que tanta hospitalidad le ofrecieron.
La mirada arrogante de los abor¨ªgenes, la altiva y radiante belleza de sus mujeres y el andar imponente de todos ellos, hace m¨¢s espl¨¦ndida la amabilidad que impresiona a Reclus. Los indios le nombran persona sagrada y ¨¦sta parece ser la ¨²nica imagen que su memoria retiene libre de reproches. Para los goajiros, recuerda Reclus con admiraci¨®n, "la verdadera aristocracia es la de la belleza".
Sin embargo, las penalidades se suceden y mientras va perdiendo por los caminos de la Sierra Nevada de Santa Marta socios heridos, monturas despe?adas, perros muertos de cansancio, v¨ªveres y mercanc¨ªas, Reclus agota sus energ¨ªas y cae enfermo. Las fiebres lo debilitan hasta el delirio y sin m¨¢s ayuda que sus exiguas fuerzas se pierde por la selva hasta llegar medio muerto a una aldea de leprosos. Son estos desamparados los que comparten con el extranjero de aspecto moribundo sus pl¨¢tanos y lo salvan dej¨¢ndole beber en la vasija com¨²n.
Despu¨¦s de dos a?os de empecinada traves¨ªa por la Sierra Nevada de Santa Marta, Eliseo Reclus da su brazo a torcer, renuncia a levantar la ciudad igualitaria y regresa a Europa. Pero su empe?o bald¨ªo se transforma tiempo despu¨¦s en el hermoso relato de una doble aventura. Su cr¨®nica es la evocaci¨®n nost¨¢lgica de un viaje de iniciaci¨®n a la vida y el testimonio de un ensayo fallido cuya lecci¨®n tardar¨ªa mucho en comprenderse. A mediados del siglo XIX no se pod¨ªa adivinar la concordancia entre el fracaso de Reclus y nuestras m¨¢s recientes desilusiones. En el ep¨ªlogo de su libro, el autor lo confiesa con franca caballerosidad: "vi oprimido mi coraz¨®n por una verdadera angustia, pues la naturaleza virgen es bella pero de una tristeza infinita".
Haber intuido la existencia de una desoladora amenaza en el coraz¨®n de la tierra anhelada, como si fuera un maleficio aguardando la llegada de los ilusionados viajeros, y disimular la decepci¨®n con el optimista temple de los revolucionarios del siglo XIX, hace de Reclus uno de esos profetas menores al que su ¨¦poca no puede descifrar y al que las generaciones futuras s¨®lo pueden olvidar.
Imaginar al autor del gran corpus descriptivo del mundo, sentado en su gabinete, rememorando los d¨ªas en que siendo un joven ge¨®grafo ya era un viejo pionero de sue?os condenados, verlo escribir su met¨®dico inventario entre astrolabios, br¨²julas y sextantes, conservando v¨ªvida en su memoria la sensaci¨®n de aquella insondable tristeza, hallada cuando en un ¨²ltimo y revelador vistazo descubri¨® lo que en verdad est¨¢ oculto tras la belleza del Para¨ªso, puede ayudarnos a entender el desenga?o de nuestro tiempo. ?A qui¨¦n se le ocurrir¨ªa hoy la feliz idea de empezar de nuevo?
Ahora, cuando tantos indicios nos abruman con el presagio de una fatigada y violenta decadencia, en lo que parece ser el inicio de un lento y desorientado ocaso cultural, quiz¨¢ haya llegado el momento de reconocer que, como aquella estirpe condenada a cien a?os de soledad, tampoco nosotros tendremos una segunda oportunidad sobre la tierra.
Basilio Baltasar es director de la Oficina del Autor.
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