La 'm¨¦lodie' suntuaria
Alfredo Kraus y Renata Scotto derrochan talento en el 'Faust', de Gounod
Conocimos a Margarita mucho antes de escucharla. Bianca Castafiore, el ruise?or de Mil¨¢n salido del l¨¢piz de Herg¨¦, ten¨ªa en el aria de las joyas del tercer acto de Faust su gran pi¨¨ce de r¨¦sistence por la que se la aclamaba en el mundo entero, de Klow a Tapioc¨®polis. No sab¨ªamos c¨®mo sonaba esa canci¨®n -el pianista Igor Wagner no nos ofreci¨® ninguna pista, ¨¦l s¨®lo practicaba las dichosas escalas-, pero s¨ª que trataba de una joven llamada Margarita que se probaba joyas antes el espejo y se regocijaba ante su propia belleza. Las joyas de la Castafiore, de la diva: el glamour, la mundanidad, el lujo, la sensualidad, la fiesta, en fin todo aquello que hace la vida dolce concentrados en tan fulgurante met¨¢fora.
M¨¢s tarde, siendo a¨²n j¨®venes, llegamos a la ¨®pera de Charles Gounod (1818-1893). La verdad es que la m¨²sica del segundo Imperio la soslay¨¢bamos todo lo que pod¨ªamos. Eso era f¨¢cil en el caso de Meyerbeer o de Thomas, cuyas obras no asomaban nunca por las programaciones, pero en el caso de Gounod resultaba imposible, porque antes o despu¨¦s te topabas con Faust o Rom¨¦o et Juillette, as¨ª que hubo que aprender a convivir con ellas. Juventud y suntuosidad forman un ox¨ªmoron, la una excluye a la otra, por lo cual esta convivencia no result¨® nada c¨®moda al principio. Pero conforme pasan los a?os y se alcanza cierta noci¨®n del lujo las tornas cambian. Apreciar la exquisitez es una virtud s¨®lo autorizada tras un aprendizaje lento.
Vayamos al comienzo del tercer acto, al Salut! Demeure chaste et pure, de Alfredo Kraus (Tokio, 1973), un Fausto que descubre extasiado a la amada. La m¨¦lodie que Gounod teje sobre las bonitas palabras de Jules Barbier y Michel Carr¨¦ es sencilla, serena, alargada, procede en un ¨²nico crescendo calibrad¨ªsimo. La voz vuelve en volutas sobre s¨ª misma, como la pasi¨®n, mientras el solo de cuerda la persigue, la acaricia, se acerca y se distancia con la elegancia de una pintura de Fragonard. La propia lengua francesa completa este juego voluptuoso: la liaison permite desplegar la palabra en un continuo sonoro de honda emoci¨®n. ?Y c¨®mo la lleva el tenor canario! La atenci¨®n al fraseo, la sabidur¨ªa en la respiraci¨®n, la intuici¨®n de la musicalidad escondida tras cada s¨ªlaba, la transparencia y encima la sencillez del conjunto. Nadie ha cantado este papel con su intensidad expresiva conseguida con una sorprendente econom¨ªa de medios.
Llegamos as¨ª a la gran escena de Margarita, 10 minutos buenos donde se someten a prueba todos los recursos de la soprano de coloratura. Se abre el cuadro con la celeb¨¦rrima estampa de la joven hilando en la rueca y cantando la balada del rey de Thule. Una historia g¨®tica, introducida por un ritmo de danza arcaizante y misterioso confiado en primera instancia a la madera. Renata Scotto la aborda con distancia estatutaria, poniendo de relieve la dimensi¨®n narrativa del fragmento, como un rezo intenso pero sin exaltaci¨®n. ?sta aparece en los comentarios de la moza entre estrofa y estrofa, en la que se pregunta qui¨¦n puede ser el joven apuesto que la contemplaba, hasta que se topa con el cofre de las joyas y el espejo. Entonces estalla la coloratura en todo su esplendor. La dificultad es excesiva: empieza con un comprometido trino en pianissimo y luego arriba y abajo por toda la extensi¨®n, con staccati, filati y cuantas agilidades uno sea capaz de imaginar. Todo ello sin perder la elegancia, incluso sin darle una importancia excesiva: como Burt Lancaster cuando baila el vals con Claudia Cardinale en El Gatopardo. Porque, en efecto, el ritmo que sostiene toda esta pirotecnia es el tres por cuatro, que lleva el alma como en volandas.
La burgues¨ªa de los tiempos de Napole¨®n III se sinti¨® hondamente gratificada con esta escena de autocomplacencia y amor por el oropel y la aplaudi¨® desde su estreno en el Teatro L¨ªrico de Par¨ªs, el 19 de marzo de 1859. Se comprende: la joie de vivre que desprende toda la ¨®pera es de honda obediencia francesa, una mezcla de gusto por la forma, el equilibrio, la pureza, el brillo y el gran espect¨¢culo que el pa¨ªs vecino conoci¨® como nadie. Bizet y Massenet, que le suceder¨ªan, ser¨ªan otra cosa, m¨¢s preocupados por la verdad dram¨¢tica que por la forma. Gounod tiene en cambio, como nadie, el duende de la m¨¦lodie que estalla voluptuosa y tornasolada, como un bocado de vacherin acompa?ado por un trago de Nuit de Saint Georges.
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