Santiago
Cuando uno entra en la Alameda de Santiago lo primero que ve es la imagen de las dos Mar¨ªas, dos mujeres que iban siempre la una al lado de la otra, agarradas por el brazo, como si soltarse conllevara qui¨¦n sabe qu¨¦ peligros. La escultura las dibuja como fueron: vestidas con colores fuertes, el rostro empolvado y con colorete en las mejillas. Y eso fueron las dos Mar¨ªas, una especie de involuntario icono pop en la posguerra local. Poca gente sabe, sin embargo, que esa imagen encierra una tragedia: esas dos mujeres, un poco alocadas, pero exhibiendo a la ciudad su alegr¨ªa, hab¨ªan sobrevivido a la persecuci¨®n de su padre y su hermano, anarquistas del barrio de Esp¨ªritu Santo.
Tambi¨¦n yo hab¨ªa pensado siempre que Santiago era una ciudad de curas, m¨¦dicos y catedr¨¢ticos, y, como tal, una ciudad mon¨®tonamente conservadora. Al fin y al cabo, bastaba pasear por sus calles, para comprobar que Compostela era el lugar en que la demediada hidalgu¨ªa gallega colocaba sus blasones y escudos, en casas de estudiada compostura. Las tazas de chocolate para las novicias de esa extracci¨®n fueron ingentes en los conventos de la ciudad. Adem¨¢s, sab¨ªamos que Santiago hab¨ªa perdido la ocasi¨®n, en el XIX, de ser capital de la provincia por ser n¨²cleo de carlistas, hasta el punto de que el arzobispo local hab¨ªa pensado en coronar en su catedral al pretendiente, ante la mirada feliz de Zumalac¨¢rregui.
Debo a Ferm¨ªn Bouza el haberme sacado del error. ?l llev¨® ante mis ojos el recuerdo de su juventud, en la que abundaban en las tabernas de la Algalia los artesanos y menestrales que conservaban la nostalgia de la Rep¨²blica. Y eso me hizo reparar en que, m¨¢s all¨¢ del casco viejo, exist¨ªa un universo de barrios populares en el que persist¨ªa, aunque de formas tantas veces infranqueables, la memoria de un Santiago m¨¢s popular y de izquierda. M¨¢s tarde el m¨¦dico galleguista Xulio Fern¨¢ndez Pintos, con su memoria de la posguerra, confirm¨® esa impresi¨®n. Es importante subrayar estas cosas. La identidad de nuestras urbes tal vez es m¨¢s compleja e interesante de lo que sospechamos.
Pero el gran cambio de Compostela tuvo lugar en los a?os ochenta. Santiago se convirti¨® en la capital de Galicia. La capital: el lugar en el que se decide d¨®nde se invierten los dineros. Eso tiene un gran poder de atracci¨®n. El nuevo poder creaba un nuevo esp¨ªritu urbano, y la generaci¨®n inconformista que hab¨ªa protagonizado la transici¨®n dej¨® paso a un universo de funcionarios. El entusiasmo se ve¨ªa sustituido por las m¨¢s enjutas capacidades de la Administraci¨®n.
Tal vez si no se hubiese dado ese paso Santiago podr¨ªa haber evolucionado en el sentido de un Oxford o un Cambridge local. Una ciudad de resonancias para latinistas, historiadores y alg¨²n que otro industrial de las telecomunicaciones. Pero la reci¨¦n adquirida capitalidad provoc¨® un r¨¢pido crecimiento de la poblaci¨®n. La gesti¨®n de Xerardo Est¨¦vez buscaba, en esa ¨¦poca, hacer de Compostela un alter ego de Barcelona: una ciudad aseada, asiento de gentes ilustradas. Tambi¨¦n un modelo impl¨ªcito para las otras ciudades de Galicia, de sociolog¨ªa m¨¢s abrupta.
De alg¨²n modo esa visi¨®n tuvo ¨¦xito, y para el visitante de otros lugares del pa¨ªs resulta curioso constatar c¨®mo en Santiago se a¨²nan el dinero, la modernidad y el galleguismo. Sin duda es la ciudad en la que el gallego es m¨¢s usado por las clases medias y altas -dentro del hecho innegable de que estas ¨²ltimas apenas si existen en Galicia. Que los abogados coloquen sus placas en el idioma del pa¨ªs es todo un s¨ªmbolo de algo.
Los ¨²ltimos diez a?os han visto otro fen¨®meno: el auge de Santiago como destino tur¨ªstico. Ser¨ªa injusto no reconocer el papel de Manuel Fraga, antiguo ministro del ramo, en ese hecho. Las calles de Compostela tienen ahora un aire cosmopolita y en la primavera y el verano ofrecen una sensaci¨®n de fiesta. El colorido y la diversidad humana caben bajo un cielo que es m¨¢s amable cuando el dios de la lluvia opta por cierta prudencia y discreci¨®n.
El gran debate ligado a ello es el de la Ciudad de la Cultura. En la mentalidad de quienes tomaron la decisi¨®n de hacerla pes¨®, se supone, el criterio de complementar al Ap¨®stol y a la catedral con una imagen de mayor modernidad, y al turismo estacional religioso vinculado al Xacobeo con otro atra¨ªdo por grandes espect¨¢culos. Pienso que se le podr¨ªa dar a la idea, a pesar del disparate que supone el hacer una ciudad fuera de la ciudad, una mayor atenci¨®n de la que se le ha concedido. Pero, una vez sucedido el cambio de Gobierno, una unanimidad de buen tono ha convertido a la no nata Ciudad de la Cultura en algo que hay que conllevar, y cuyo fracaso se da por descontado.
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