El fin del mundo, m¨¢s o menos
En obediencia al giro c¨®smico de la rueda de Fortuna cuyos ciclos son imposibles de medir (tantas son las generaciones humanas que los separan), las sociedades opulentas reciben el castigo a su felicidad bajo la forma de terribles cat¨¢strofes, pero s¨®lo las opulentas son castigadas, porque las miserables viven la cat¨¢strofe todos los d¨ªas, incluidos los domingos.
En ocasiones, el desastre obedece a razones comprobables. La peste negra arras¨® las ciudades m¨¢s ricas y sabias de Europa, en la Italia norte?a, con un bacilo que lleg¨® de oriente en las pulgas de las ratas, un emigrante clandestino escondido en las tripas de un polizonte. El p¨¢nico al castigo divino a¨²n perduraba en una pel¨ªcula de Elia Kazan con inmigrantes ilegales, peligros de plaga pest¨ªfera y ratas similares a sus v¨ªctimas.
Otras veces la destrucci¨®n llega por obra de un agente discreto, pero se convierte en un p¨¢nico general e induce a creer que el Juicio Final est¨¢ al caer. En estos casos la plaga o el desastre es una met¨¢fora de la culpabilidad: la culpa de ser tan ricos, tan sabios, tan avanzados, tan poderosos o tan guapos. Tal fue el caso de la tuberculosis durante el romanticismo, seg¨²n el sagaz ensayo de Susan Sontag sobre la enfermedad y sus met¨¢foras. Tambi¨¦n lo fue, al inicio de su expansi¨®n, el sida, aunque r¨¢pidamente las comunidades m¨¢s afectadas supieron introducir racionalidad en el an¨¢lisis y detener un terror que pod¨ªa convertirse en muy peligroso.
Durante el largo dominio de la brutal burgues¨ªa del Segundo Imperio, ese periodo en el que se amasaron las primeras grandes fortunas plebeyas, gigantescas acumulaciones de capital logradas con el crimen, la estafa, el robo (aunque tambi¨¦n la audacia e inteligencia de los burgueses), todo ello acompa?ado por sangrientas revoluciones y represiones que influir¨ªan decisivamente sobre Karl Marx, el castigo divino fue la s¨ªfilis y su herencia.
Como la peste en las ratas, la s¨ªfilis se ocultaba en la sangre de las prostitutas y flu¨ªa por toda actividad sexual que no fuera del gusto de la iglesia y el Estado. Difundido desde la ciencia m¨¦dica, el p¨¢nico a la espiroqueta y a la sexualidad perversa fue tan intenso que dur¨® m¨¢s de cien a?os. Todav¨ªa en mi bachillerato (Hermanos de La Salle, Barcelona) hube de leer un pasmoso ensayo de Monse?or Thiamer Toth, obispo h¨²ngaro, que bajo el t¨ªtulo de Juventud y pureza explicaba la lenta liquefacci¨®n de la columna vertebral en los masturbadores masculinos.
El horror a la infecci¨®n degenerativa iba unido a un permanente horror corporal. La burgues¨ªa opulenta ve¨ªa el cuerpo humano como un saco de miasmas, infecciones, putrefacciones y descomposiciones, humores malignos que acababan por ocupar el cerebro. Los locos furiosos, los delirantes, las hist¨¦ricas, los desenfrenados, eran tenidos por pecadores en la etapa final del vicio.
Todos los escritores del ochocientos narraron el terror a la degeneraci¨®n de la sociedad burguesa minada por un mal secreto e ignominioso. La s¨ªfilis, como los actuales transg¨¦nicos, produc¨ªa una descomposici¨®n invisible de los genes que corromp¨ªa fatalmente la herencia. Lo cierto es que aquella sociedad era cada d¨ªa m¨¢s poderosa, m¨¢s opulenta y que estaba haciendo del planeta entero su finca privada. No importa: la obcecaci¨®n por el castigo, la perturbadora presencia de una culpabilidad difusa, impon¨ªa en los burgueses imperiales el pavor a la destrucci¨®n universal. Es decir, la de su clase social.
No hay nada m¨¢s asombroso que asistir por v¨ªa de novelas o documentos de la ¨¦poca a las conversaciones habituales en aquellos salones. Cada cinco frases aparec¨ªa el diagn¨®stico m¨¦dico. La medicina era la ciencia dominante y aunque su lenguaje nos parece hoy cosa de sacamuelas, en su momento fue la verdad absoluta. Cuando muere Jules Goncourt, seguramente de s¨ªfilis, el parte m¨¦dico firmado por una eminencia dice que la causa ha sido una "perimeningitis encef¨¢lica difusa". Palabras divinas que se acompa?an con esta descripci¨®n: "Une d¨¦-
sagr¨¦gation du cerveau ¨¤ la base du cr?ne, derri¨¨re la t¨ºte".
En sus reuniones, Zola, Flaubert, Maupassant, los Goncourt, Daudet, no cesan de hablar de sus enfermedades con un lenguaje aldeano: "una fiebre cerebral", "una tisis de laringe", "un enfriamiento de las meninges". Todos ellos sufren sucesivamente o al tiempo hepatitis, c¨®licos, gastritis, neuralgias, gripes, comezones, migra?as, rampas, sarpullidos, reumatismos, insomnios o depresiones nerviosas y lo comentan con arrobo, dando un lugar distinguido al aspecto de las deyecciones.
En uno de los mejores estudios que se han escrito jam¨¢s sobre la literatura francesa, el soberbio Le pays de la litt¨¦rature, de Pierre Lepape, figura un delicioso cap¨ªtulo sobre Zola en donde el autor expone con maestr¨ªa la presencia majestuosa de los m¨¦dicos del Segundo Imperio. El prestigio de la medicina era tan elevado y general como el que actualmente pueda tener la ecolog¨ªa. Zola, un decidido partidario de la ciencia y el progreso, quiso acabar de una vez con la poes¨ªa y otras pamplinas, para construir una novela cient¨ªfica seg¨²n el m¨¦todo experimental de Claude Bernard, modelo may¨²sculo de los m¨¦dicos parisienses. El ¨²nico modo de evitar la destrucci¨®n de la raza y el fin del mundo (el suyo), era, dec¨ªa, exponer cient¨ªficamente la causa de la decadencia. A ello dedic¨® los 19 vol¨²menes de su anatom¨ªa patol¨®gica de la Francia burguesa.
Esa ciencia literaria, sin embargo, no era sino un disfraz de la moral tradicional. La novela cient¨ªfica expon¨ªa la verdad de la degeneraci¨®n gen¨¦tica francesa y por tanto era la ¨²nica actividad art¨ªstica moralmente respetable. El resto era histeria: "Cuando oyen sonar la m¨²sica, las mujeres lloran. Hoy necesitamos la virilidad de la verdad para alcanzar la gloria futura", dice en su Carta a la juventud. Y con la arrogancia de quien nada sabe de la ciencia, pero se cree un experto, a?ad¨ªa: "Que los poetas sigan haciendo m¨²sica mientras nosotros trabajamos". La degeneraci¨®n gen¨¦tica producida por el frenes¨ª sexual, el alcohol y la s¨ªfilis eran la causa cient¨ªfica del fin del mundo (del suyo). Poes¨ªa tenebrosa inspirada por una culpabilidad flotante. Hab¨ªa ganado demasiado dinero.
Cada sociedad alucina su fin-del-mundo metaf¨®rico. Ahora que nuestros cuerpos son una mercanc¨ªa de lujo, ?qu¨¦ culpabilidad tortura a los opulentos, los sabios, los guapos? ?Qu¨¦ peste negra va a destruir sus privilegios? Bien podr¨ªa ser una s¨ªfilis de la tierra, el llamado "cambio clim¨¢tico", fen¨®meno que afecta al planeta desde que existe y que se acelera debido a la imparable e implacable hipertecnificaci¨®n. La tierra est¨¢ degenerando, es una bolsa de miasmas, sus casquetes polares est¨¢n podridos, su atm¨®sfera envenenada, la infecci¨®n fluye por sus aguas, pronto morir¨¢. En esta leyenda, como en la leyenda de la tuberculosis o de la peste negra, se toma la parte por el todo. Si llegara ese fin-del-mundo s¨®lo afectar¨ªa seriamente a una parte discreta de los habitantes del planeta. El resto seguir¨ªa como siempre malviviendo, o puede que algo mejor. Hace muchos siglos un meteorito asfixi¨® buena parte de la vida zool¨®gica, pero s¨®lo a los bichos m¨¢s grandes. Eso no ha impedido la invenci¨®n del tel¨¦fono.
La denuncia de un cambio clim¨¢tico universal y catastr¨®fico cuya causa ser¨ªan "las naciones ricas" o "los gobiernos reaccionarios" y cuya v¨ªctima abarcar¨ªa a "todo el planeta" con ese a?adido demag¨®gico de "en especial los m¨¢s pobres" es nuestra leyenda del castigo divino, nuestro mito del fin del mundo (opulento). Habr¨¢ v¨ªctimas del cambio clim¨¢tico como hubo apestados, tuberculosos y sifil¨ªticos, pero puestos a lo peor, la hecatombe clim¨¢tica, si la hay, dejar¨¢ con vida y buenas perspectivas a una parte bastante amplia del planeta: la que todos los d¨ªas vive el fin del mundo sin sentir la menor culpabilidad.
F¨¦lix de Az¨²a es escritor.
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