Afganist¨¢n tras el 'burka'
En el bazar de Kabul, en la calle del oro, una pareja vende las joyas que ¨¦l le regal¨® a ella para la boda. Se casaron hace 10 meses y viven en la casa de los padres y de toda la familia del marido. Est¨¢n contentos porque con lo dif¨ªcil que es encontrar vivienda en la capital afgana -donde la poblaci¨®n se ha duplicado en los ¨²ltimos cinco a?os y supera ya los cuatro millones-, ahora tienen la posibilidad de comprarse un terreno a las afueras para levantar su hogar.
Farid, refugiado en Pakist¨¢n hasta hace dos a?os y conductor de camiones, no tiene problema en contar que pag¨® a los suegros por su esposa 1.500 euros, adem¨¢s de gastarse en las alhajas que ahora vende y en el banquete otros 5.000. Sus ojos, sin embargo, se abren como platos cuando la periodista se dirige a su mujer y le pregunta c¨®mo se llama. En la joyer¨ªa se hace un silencio sepulcral. Los dependientes miran al techo. El int¨¦rprete, hacia la calle. Bajo el burka se percibe el nerviosismo de ella, que permanece muda.
"No puedo decirle el nombre de mi esposa. Aqu¨ª hay cuatro hombres. Ser¨ªa indecente"
"La guerra es como una bomba nuclear. El pa¨ªs no levantar¨¢ cabeza en una o dos generaciones"
EE UU dio a los 'muyahidin' el dinero con el que destru¨ªan escuelas; ahora se lo da para construirlas"
El 'burka' causa una sensaci¨®n terrible. Es como estar en una habitaci¨®n cerrada sin tener la llave"
"Quiero casarme con una europea", dice Ahmed. "Aqu¨ª no nos casamos con una chica, sino con sus parientes"
"Lo que m¨¢s duele", dice una auxiliar m¨¦dica espa?ola, "es la tristeza infinita en los ojos de los ni?os"
"No se lo puedo decir", responde Farid inc¨®modo. "Aqu¨ª hay cuatro hombres. No puedo pronunciar el nombre de mi esposa delante de otros hombres. Ser¨ªa indecente", sentencia.
La coalici¨®n internacional, liderada por Estados Unidos y respaldada por la ONU, entr¨® en Afganist¨¢n en el oto?o de 2001 para derrocar al r¨¦gimen talib¨¢n y, entre otros objetivos, liberar a las afganas de la terrible opresi¨®n que sufr¨ªan. El s¨ªmbolo m¨¢s visible era y es el burka. Pasados casi seis a?os, pocas afganas son las que han dejado atr¨¢s su c¨¢rcel de rejas azules. Los escasos avances conseguidos apenas benefician a un pu?ado. La absoluta mayor¨ªa de ellas ha ca¨ªdo en el olvido de la lacerante miseria. Son las v¨ªctimas sumisas de una sociedad destruida por treinta a?os de combates y una tradici¨®n milenaria que las guardaba como las tesoreras del don de la vida, tradici¨®n convertida en barbarie.
"El efecto prolongado de la guerra es como una bomba nuclear, sobre todo por la devastaci¨®n humana. Afganist¨¢n necesita una o dos generaciones para levantar cabeza y recuperar la capacidad perdida", afirma Salvatore Lombardo, delegado de la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados, quien pide "paciencia y generosidad" a la comunidad internacional en su apoyo a este pa¨ªs centroasi¨¢tico.
La debilidad ps¨ªquica, moral y econ¨®mica de las mujeres es tal que el ¨²nico acto de rebeld¨ªa que se permiten es la inmolaci¨®n. Cada a?o, cientos de afganas, sobre todo en la zona noroeste del pa¨ªs, ponen fin a la injusticia y la amargura con que las ha tratado la vida reg¨¢ndose con gasolina para que el fuego consuma todos sus sufrimientos. "Muchas son casi ni?as. Muchachas de 14 o 15 a?os casadas por sus padres con hombres o ancianos que las maltratan desde el mismo d¨ªa en que se convierten en sus propietarios", afirma Basira, de 54 a?os y profesora de qu¨ªmica de la Universidad de Herat.
Seg¨²n el doctor Mohamed Zahir, director del hospital levantado por la Agencia de Cooperaci¨®n Internacional Espa?ola en Qala-i-Naw, capital de la provincia noroccidental de Badgis, las inmoladas que llevan al hospital ya tienen m¨¢s del 80% del cuerpo abrasado. "No podemos hacer nada por ellas. S¨®lo tratarlas con analg¨¦sicos para que la muerte sea lo menos dolorosa posible", dice.
Suray¨¢ Pakzad, de 36 a?os, lleva toda su vida profesional dedicada a apoyar a sus compatriotas. Empez¨® en 1989, durante el r¨¦gimen prosovi¨¦tico de Najibul¨¢, un periodo favorable para las afganas. "Las d¨¦cadas de los setenta y ochenta son las ¨²nicas en que hemos gozado de libertad", dice esta mujer corajuda que ha abierto en Herat un refugio para las que huyen de sus abusadores o salen de la c¨¢rcel en la que las encerraron por "adulterio", estuvieran o no casadas y mantuvieran o no relaciones sexuales plenas.
"?A qui¨¦n le preocupan las mujeres?, ?al Gobierno?", se pregunta esc¨¦ptica. "Quienes ahora mandan son los muyahidin que durante la guerra contra los sovi¨¦ticos (1979-1989) incendiaron escuelas y mataron maestros. Yo era muy joven cuando vi asesinar a Hafifa Berea, la directora del instituto femenino de Herat. Las bombas de los muyahidin siguieron matando a algunas otras de mis compa?eras, como Farida", dice con rabia.
Dos mil profesores y maestros, la mayor¨ªa mujeres, fueron asesinados durante la llamada guerra de liberaci¨®n contra los comunistas. Los guerrilleros isl¨¢micos siempre vieron en la educaci¨®n su mayor amenaza. "Washington daba a los muyahidin el dinero con el que destru¨ªan las escuelas, y ahora vuelve a d¨¢rselo para que las construyan. EE UU ha cambiado su estrategia, pero los muyahidin son los mismos y en su guerra santa las mujeres no tenemos otro papel que el sometimiento", afirma.
"La entrada de los muyahidin en Kabul, en 1992, supuso un tremendo rev¨¦s para el pa¨ªs [se enzarzaron en una guerra civil] y, sobre todo, para las afganas. Los talibanes pusieron orden, pero enterraron definitivamente a la mujer", cuenta. Suray¨¢, que entonces viv¨ªa en Kabul, se jug¨® la vida, desafi¨® todas las prohibiciones y llen¨® el vac¨ªo de la falta de trabajo convirtiendo su casa en una escuela secreta para ni?as. "No hab¨ªa televisi¨®n, ni nada que hacer, as¨ª que me fue f¨¢cil convencer a mis amigas para que cooperaran. Tuvimos hasta 10 clases", dice orgullosa.
Ahora, al frente de la ONG La Voz de las Afganas, Pakzad ha montado todo un abanico de proyectos para educar, apoyar e incentivar la capacidad de la mujer. Desde el refugio -s¨®lo hay seis en todo Afganist¨¢n- hasta restaurantes para mujeres, que dan trabajo a unas cincuenta.
Culta, refinada y con una notoria influencia persa, la ciudad de Herat, capital de la provincia del mismo nombre, fue considerada la Florencia de Asia en los siglos XIV y XV. Hoy, a pesar de que se incrementa la amenaza de la guerra, su despegue econ¨®mico es notorio. Cientos de miles de exiliados en Ir¨¢n han vuelto, y el comercio con la vecina Rep¨²blica Isl¨¢mica, incluida la electricidad, florece, lo que la ha convertido en la ¨²nica ciudad afgana que tiene luz las 24 horas. Adem¨¢s, el magn¨ªfico a?o de lluvias ha transformado su espl¨¦ndido valle en un vergel, que llenar¨¢ los bolsillos de los campesinos al vender sus cosechas.
La bonanza econ¨®mica y el car¨¢cter m¨¢s abierto de Herat hacen que algunas de sus mujeres se adelanten a las de Kabul. "Si comparamos con la ¨¦poca talib¨¢n, el cambio es enorme. La mujer sale a la calle, va al colegio, a la universidad, incluso algunas trabajan. Pero si comparamos con la libertad que las mujeres tienen en Europa, el cambio es m¨ªnimo", dice Jatira, estudiante de ingenier¨ªa inform¨¢tica.
Jatira, de 24 a?os, obtuvo el a?o pasado una beca de la Universidad de Berl¨ªn por un semestre y afirma que har¨¢ todo lo que est¨¦ en su mano por desarrollar tecnol¨®gicamente Afganist¨¢n. "La educaci¨®n y la tecnolog¨ªa son fundamentales para cambiar la sociedad. Yo no quiero que nuestra sociedad sea igual a la europea, pero s¨ª su libertad", resalta con firmeza.
Se tapa, como muchas otras mujeres en Herat, con un chador de estilo iran¨ª. Con los talibanes utiliz¨® el burka: "Produce una sensaci¨®n horrible. Es como estar en una habitaci¨®n con la puerta cerrada y no tener la llave". Y en Alemania, el hiyab: "Me encant¨® que los alemanes nunca me preguntaran por qu¨¦ me cubr¨ªa la cabeza, que respetaran que soy yo la que s¨¦ como quiero vestirme". Pero su entusiasmo se desvanece al hablar de la guerra. "Mis amigas y yo estamos rotas de tanto pensar y no ver la soluci¨®n. Queremos la paz y, para ello, las tropas extranjeras tienen que irse, pero nos da miedo lo que puede suceder si se van. Sin seguridad no se puede vivir", sentencia. La casa de Jatira est¨¢ en el centro de Herat, enfrente de la base italiana. En marzo de 2006, la explosi¨®n de un coche bomba contra la base destroz¨® su casa, y Jatira y dos de sus hermanos, que estaban dentro, salieron ilesos por casualidad.
Si Herat es la ciudad m¨¢s importante del oeste de Afganist¨¢n, Jalalabad, capital de la provincia de Nangarhar, lo es del este. Jalalabad, sin embargo, es mucho m¨¢s cerrada. Dominada por la etnia past¨²n -cuyas m¨²ltiples tribus defienden frecuentemente con las armas su tradici¨®n at¨¢vica-, por sus calles apenas se aventuran mujeres, y las que lo hacen se ocultan bajo el burka.
"?Es que vamos a estar siempre condenados a repetir la misma historia?", pregunta malhumorado Wali a Ahmed, cuando ¨¦ste muestra su simpat¨ªa hacia los miles de afganos que a finales de abril se manifestaron contra las fuerzas especiales de EE UU. "?Es que vamos a aceptar otra vez el enga?o de una guerra de liberaci¨®n que nos hunda a¨²n m¨¢s en las cavernas de lo que hicieron muyahidin y talibanes?", insiste Wali casi escupiendo las palabras, que se le escapan ba?adas en recuerdos de bombas, sangre, muerte, dolor y terror.
Wali y Ahmed, nombres ficticios de dos empleados de organizaciones internacionales, tienen 24 y 27 a?os. El primero es past¨²n, la etnia mayoritaria de Afganist¨¢n (44%) y en la que se gestaron los talibanes. El segundo es tayik, la minor¨ªa (25%), que ayud¨® a las tropas internacionales dirigidas por Washington a derrocar el r¨¦gimen de los mul¨¢s.
El ¨²nico sue?o que comparten con pasi¨®n los dos j¨®venes es irse muy lejos de Afganist¨¢n. Lejos del miedo que Wali lleva clavado en las entra?as, desde su m¨¢s tierna infancia, cuando corr¨ªa a refugiarse entre los pliegues de la falda de su madre de las bombas y granadas que lanzaban los muyahidin contra su Jalalabad natal. Lejos de una tradici¨®n que condena a sus mujeres al burka. Lejos de la represi¨®n sociol¨®gica y pol¨ªtica que s¨®lo se atreven a quebrar cuando hablan con una extranjera.
"Quiero ir a la playa y casarme con una europea", dice Ahmed, que lleva a?os resistiendo las presiones de sus padres para que acepte un matrimonio concertado. "En Afganist¨¢n no nos casamos con una chica, sino con toda su familia", dice, apartando la idea a manotazos.
A diferencia de las j¨®venes educadas que est¨¢n dispuestas a empe?arse en impulsar el desarrollo del pa¨ªs, no hay un solo afgano que est¨¦ en contacto con extranjeros y no quiera escapar. En los hoteles, en los aviones, en los restaurantes, los taxistas o los empleados de las ONG. Da igual. Todos se quieren ir. Desde los universitarios y los profesionales hasta los obreros, empezando por los que trabajan para embajadas, empresas y ONG extranjeras. Poco les importa ser los grandes privilegiados del pa¨ªs, ni ganar hasta 30 veces -entre 150 y 800 euros al mes- lo que muchos de sus compatriotas en empleos de 12 horas diarias por 30 euros mensuales. Lo que quieren hasta la obsesi¨®n es irse. Sienten que la inestabilidad reinante y el hecho mismo de ser afganos se ciernen sobre ellos como una asfixiante cadena.
Chapurrear unas palabras de ingl¨¦s o de cualquier otro idioma europeo abri¨® las puertas a cientos de miles de j¨®venes -la absoluta mayor¨ªa, hombres- para integrarse en el ej¨¦rcito de empleados de las 300 ONG internacionales presentes en el pa¨ªs o en los Equipos de Reconstrucci¨®n Provincial, que la ONU atribuy¨® a una veintena de pa¨ªses con tropas en Afganist¨¢n para arropar al Gobierno de Hamid Karzai militar y econ¨®micamente. Pero como en la leyenda, se sienten el gorri¨®n que se rompi¨® la cabeza luchando contra los barrotes de su jaula de oro.
La discusi¨®n entre Wali y Ahmed fue generada por los gritos de "?muerte a Bush!", "?muerte a Am¨¦rica!", que en la ¨²ltima semana de abril se escucharon desde el este hasta el oeste del pa¨ªs. En Jalalabad, porque una patrulla estadounidense dispar¨® contra un coche "sospechoso" de llevar explosivos y mat¨® a las dos mujeres y cuatro hombres que lo ocupaban. En Shindand, al sur de la provincia de Herat, porque tres d¨ªas de encarnizados combates finalizaron con la muerte de un soldado norteamericano y 136 afganos. Seg¨²n el portavoz estadounidense, Chris Belcher, "todos eran talibanes". La delegaci¨®n de abogados y polic¨ªas enviada por el Gobierno provincial para investigar concluy¨®, sin embargo, que entre los muertos hab¨ªa 51 civiles, incluidos ni?os y mujeres.
Las encendidas protestas revelan una nueva escalada. Se ha roto la esperanza con que la coalici¨®n internacional fue recibida. Los afganos se miran de nuevo en el espejo quebrado de sus vidas y el reflejo espanta a unos y lleva a otros a pisotear con rabia los pedazos. La falta de empleo arroja a muchos j¨®venes en brazos de la guerrilla, que se nutre de la frustraci¨®n reinante. Y conforme aumentan las filas y el hostigamiento de los rebeldes, se hace m¨¢s sangrienta la respuesta de las tropas internacionales. Muchos afganos temen no poder detener la espiral de la violencia y devolver al pa¨ªs a los tiempos de la guerra contra los sovi¨¦ticos.
"Lo m¨¢s duro es cuando nos traen a los heridos, pero lo que m¨¢s duele es la tristeza infinita que derraman los ojos de los ni?os", afirma Olga Guti¨¦rrez, auxiliar de la Unidad M¨¦dica A¨¦rea de Apoyo al Despliegue. A sus 31 a?os, esta madrile?a cumple su tercer periodo de cuatro meses -dos voluntarios- en la base que la Fuerza Internacional de Asistencia a la Seguridad de Afganist¨¢n (ISAF) tiene en Herat, donde est¨¢n asignados 480 de los 690 militares que Espa?a dedica a la misi¨®n afgana.
La ISAF, que integran 37 pa¨ªses, cuenta con 35.750 efectivos. Adem¨¢s, EE UU contin¨²a -con otros 13.000 soldados- la operaci¨®n Libertad Duradera contra los restos de Al Qaeda. Los afganos, sin embargo, no quieren saber nada ni de Osama Bin Laden ni de sus huestes. Los expertos se?alan que ni siquiera se unen a los talibanes por convencimiento, sino porque no tienen nada mejor que hacer. Por ello insisten en que es urgente cambiar la estrategia mantenida hasta ahora.
Obsesionada por la seguridad, la comunidad internacional ha gastado en estos a?os 12 euros en seguridad por cada euro que invierte en desarrollo. "Estos miles de millones de euros que pasan por delante de los afganos sin crear beneficios directos tienen consecuencias catastr¨®ficas", afirma Laurent Saillard, director para Afganist¨¢n de la Agencia Humanitaria de la Uni¨®n Europea. "Pero no es tarde. Afganist¨¢n ha logrado en un quinquenio mucho m¨¢s que algunos pa¨ªses africanos en 20 a?os", concluye esperanzado.
Inmolarse como rebeld¨ªa
Cada a?o, centenares de mujeres se queman vivas. Muchas son casi ni?as, casadas a la fuerza con hombres que las maltratan.
La c¨¢rcel de rejas azules
A los seis a?os de la ca¨ªda de los talibanes, son pocas las afganas que han podido dejar atr¨¢s su prisi¨®n de tela azul, el 'burka'.
El valor de Suray¨¢
Suray¨¢ Pakzad se jug¨® la vida desafiando a los talibanes para defender a las mujeres. Hoy dirige la ONG La Voz de las Afganas.
Los tres atuendos de Jatira
En tiempos de los talibanes, Jatira llevaba 'burka'. Ahora viste 'chador', porque Herat es diferente. Cuando estudiaba en Berl¨ªn usaba el 'hiyab'.
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