18 de mayo
Est¨¢n las cunetas y bald¨ªos de los campos, con las lluvias pasadas y estos soles, que parecen el vestido de la despedida de Anto?ete. Lilas las flores de cardos y viboreras, amarillo el jaramago, doradas la cebadilla y la incipiente avena loca, parecen un inmenso traje de luces extendido en la tierra. As¨ª es el toreo cuando alcanza su m¨¢xima belleza, cuando se derrama con la naturalidad espl¨¦ndida de este vestido -no el de torear, el del campo-, como un d¨ªa de mayo. Ese toreo lo est¨¢bamos esperando -como agua de mayo- y no llegaba. Es el toreo natural y solemne, el que muestra, como el campo, sin retorcimientos, la luz sobre lo oscuro, la vital inteligencia vencedora sobre el artificio y la animalidad; toreo de belleza misteriosa y f¨¢cil, como el vestido de Anto?ete, que era vestido del campo castellano en primavera. Hay otros toreos, de luces oscuras, que son la otra cara apasionante del misterio, pero ayer, en el fanal del 18 de mayo de Las Ventas, asistimos con la esperanza de que apareciese el toreo en toda su claridad. Y hubo que aguardar al sexto toro. Mereci¨® la pena.
Valdefresno y Fraile Mazas / Abell¨¢n, Castella, Perera
Toros de Valdefresno y Hermanos Fraile Mazas. Muy flojos, perdieron las manos. El 5? se arrastr¨® inv¨¢lido y el 6?, aunque flojo, fue noble, bravo y aplaudido en el arrastre. Miguel Abell¨¢n: pinchazo y bajonazo escandaloso (algunos pitos); gran estocada (saludos); pinchazo, pinchazo hondo contrario y cinco descabellos (silencio). Sebasti¨¢n Castella: seis pinchazos y descabello -aviso- (palmas); bajonazo (silencio); estocada (dos orejas). Miguel ?ngel Perera fue cogido en el primero. Castella sali¨® por la Puerta Grande. Plaza de Las Ventas, 18 de mayo. 9? corrida de abono. Lleno.
Todos los de Valdefresno se cayeron o perdieron las manos. Alguno acus¨® invalidez mayor. Pero cuando ya el crep¨²sculo hac¨ªa germinar la desesperaci¨®n en los tendidos, sali¨® Lironcito, el ¨²ltimo, con el que hab¨ªa de volver a encenderse la ilusi¨®n. Tan fr¨ªa estaba la plaza cuando hizo presencia en la arena que nada mostr¨® ante el buen capote con que Castella lo recibi¨®. Despu¨¦s, chicuelinas -dos ce?idas-, y en la tercera destap¨® el toro un s¨ªndrome alarmante al rodar en kilom¨¦trico resbal¨®n. Pero fue eso, resbal¨®n; luego apenas cay¨® como lo hicieran regularmente sus cinco hermanos. El diestro tuvo el noble detalle de brind¨¢rselo al compa?ero herido y, tras ello, en las rayas de picar, lo esper¨®: inm¨®vil, levant¨® cinco veces la franela en los estatuarios, adormeci¨® dos trincheras y se fue al centro con la seguridad clarividente de quien va a torear. All¨ª lo embarc¨® de verdad y lo templ¨®, bajando la mano con cadencia y ritmo, despertando ol¨¦s y ovaciones. Con la izquierda, lent¨ªsimo, llevando al toro en la mu?eca -a la que lleg¨® con un cambio de manos tan f¨¢cil como arriesgado-, rozaba, en hondura y limpieza, el fulgor del toreo. Llegaron los adornos, cambiando y desmayando en un espacio m¨ªnimo, y cuando se desplant¨®, recogiendo la muleta con medio abaniqueo, dej¨® temblando el delirio en la plaza. M¨¢s trincheras, dos firmas enjundiosas, chisss, chisss, silencio, que se perfila para matar. Al enterrar el estoque ya parte de la plaza agitaba los pa?uelos. El toro tard¨® en morir, meti¨® el hocico en la arena, resisti¨¦ndose, y all¨ª, entre aplausos, fueron perdonadas sus debilidades y tal vez olvidadas las de sus hermanos. Ya lo dec¨ªa el poeta Claudio Rodr¨ªguez: "Siempre la claridad viene del cielo; es un don".
Su primero, al que el diestro dio unos delantales reposados y una revolera que se fue cayendo, Perera lo quit¨® -ya se ca¨ªa- con gaoneras suicidas y, en la tercera, el toro lo llev¨® por la pantorrilla, y entr¨® en enfermer¨ªa con la media tintada de sangre oscura y el corbat¨ªn del torniquete en el tobillo. Castella, despacioso, un tanto ensimismado, lo cambi¨® por detr¨¢s en el platillo y puso la plaza caliente. Luego, siempre metido en los pitones, consigui¨® pases al ritmo congelado que la blandura del toro permit¨ªa y sac¨® en arrimones los aplausos que el bicho no quer¨ªa conceder. Donde no hab¨ªa otra faena apareci¨® el dominio y el valor. Pinch¨® mucho y, aun as¨ª, hubo palmas. Su tercero se arrastr¨®, inv¨¢lido, y, pese a su dulce embestida, de suave galopillo, pas¨® al archivo del anonimato.
De los dem¨¢s toros hubo poco o nada bueno que decir. Sal¨ªa el primero, perd¨ªa una mano, luego las dos, y desde aquel disgusto inicial, pareci¨® que los abanicos se mov¨ªan m¨¢s r¨¢pidos. El calor apretaba, y Abell¨¢n, que mov¨ªa el cuello para relajarse, no consigui¨® estar a gusto ni en ¨¦ste ni en los dem¨¢s. Sus tres enemigos parec¨ªan contagiados de la misma enfermedad, y as¨ª es imposible torear ni emocionar. El quinto fue el primero de la tarde que lleg¨® a la muleta de pie. Por poco tiempo: al tercer pase anunci¨® que tambi¨¦n padec¨ªa la epidemia, y el resto fueron tontiacometidas entre el suelo, la imposibilidad y la desesperaci¨®n.
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