La banda
-?Y si nos escapamos? -Yo no me atrevo. Han pasado siete a?os. De aquellos dos amigos s¨®lo queda vivo uno: el que no se atrevi¨® a escapar. El otro, Jamal Ahmidan, El Chino , un tipo enclenque y con gafas, utiliz¨® un spray para salir a las bravas del Centro de Internamiento de Extranjeros de Madrid. Hab¨ªa cumplido 30 a?os, era un camello muy conocido y escond¨ªa dos poderosas razones para evitar a toda costa su deportaci¨®n a Marruecos.
"Mi marido me dec¨ªa: 'Rosa, est¨¢n matando a muchos inocentes', y yo le dec¨ªa: 'Jamal, que no se te vaya la olla"
'El Chino', analfabeto y pendenciero, se uni¨® a "El Tunecino", universitario y encantador
Esa noche, el im¨¢n de la mezquita de la M-30 so?¨® que una cazuela llena de gusanos ard¨ªa sobre su fog¨®n. Y El Tunecino le ofrec¨ªa una cucharada.
Pese a su fachada de economista amable, a El Tunecino se le ve¨ªan las ideas con s¨®lo mirar a su esposa: oculta casi por completo por ropajes negros.
La mujer de Almallah Dabas s¨ª intuy¨® que de aquellas lecturas y v¨ªdeos no pod¨ªa salir nada bueno. Se arm¨® de valor y llam¨® a la polic¨ªa.
El Chino era un traficante bajito de cuerpo y de manos suaves, defectos que compensaba con una rabia muy extra?a que le sal¨ªa de dentro.
A las reuniones en casa de Dabas s¨®lo asist¨ªan hombres. Ten¨ªan veneraci¨®n por Bin Laden
La 'guerra santa' era el ¨²nico nexo de uni¨®n entre las heterog¨¦neas c¨¦lulas islamistas del 11-M
Las autoridades de Tetu¨¢n lo buscaban por un caso de asesinato, y Rosa, su mujer, una yonqui a la que se hab¨ªa ligado ocho a?os antes en un banco de una plaza cercana al Rastro, acababa de caer presa. Por si fuera poco, ten¨ªan un hijo de cinco a?os. Al cr¨ªo le hab¨ªan puesto de nombre Bilal.
Bilal tiene ahora 12 a?os y ya no se llama as¨ª. Hace tres a?os, su padre se vol¨® con dinamita una tarde de abril despu¨¦s de llamar a su madre por tel¨¦fono y decirle: "Si me entrego, os arruino la vida a ti y al ni?o. Perd¨®name. S¨®lo te pido una cosa: que cada vez que mires al ni?o a los ojos te acuerdes de m¨ª". Jamal Ahmidan, hab¨ªa sido cercado por la polic¨ªa en un piso de Legan¨¦s. No estaba solo. Le acompa?aban seis de los supuestos autores del 11-M. Ahora, el muchacho que ya no se llama Bilal ha conseguido recuperar la sonrisa y sus juegos, es espabilado y buen estudiante, pero vive con el miedo de que lo reconozcan por las calles de su barrio. En una ocasi¨®n, y coincidiendo con el inicio del juicio, un fan¨¢tico se tir¨® al suelo y lo ador¨® como al hijo de un m¨¢rtir. "?T¨² tienes que ser como tu padre, t¨² tienes que ser como tu padre!", le repet¨ªa aquel chiflado mientras la viuda apretaba el paso para sacar a su hijo de un surrealismo tan atroz.
Jamal era un traficante bajito de cuerpo y de manos suaves, defectos que compensaba con una rabia muy extra?a que le sal¨ªa de dentro. No hab¨ªa pelea en la que no se entrometiera, y cuando, en una ocasi¨®n, su mujer le pregunt¨® la raz¨®n de su car¨¢cter pendenciero, Jamal le contest¨® con evasivas: "No te puedo contar m¨¢s. Alg¨²n d¨ªa lo sabr¨¢s". No mucho tiempo despu¨¦s, el traficante le pidi¨® a su mujer que bajara a Marruecos para que su familia conociera al ni?o.
-Pero tienes que ir sola, Rosa. Yo no puedo ir. Me acusan de haber matado a un hombre.
-?Y lo mataste?
Jamal no le contest¨® aquel d¨ªa, pero en cuanto reuni¨® el dinero suficiente se fue a Marruecos e intent¨® afrontar el problema. "Se consigui¨® un buen abogado", recuerda su viuda, "y decidi¨® presentarse ante las autoridades de Tetu¨¢n. Lo metieron en la c¨¢rcel, pero no viv¨ªa mal. Su familia se encarg¨® de pagar a tres o cuatro presos para que lo protegieran. A m¨ª me llamaba cada dos por tres. En aquellas conversaciones fue cuando, por primera vez desde que yo lo conoc¨ª, empec¨¦ a notarle raro. Me dec¨ªa: 'Rosa, es que est¨¢n matando a muchos inocentes en Irak, que eso no es justo', y yo le dec¨ªa: 'Pero, a ver, Jamal, que no se te vaya la olla".
Lo que pas¨® en aquella c¨¢rcel nadie lo sabe, pero el hombre que regres¨® de all¨ª ya estaba incubando un virus extra?o. El 29 de julio de 2003, Rosa cogi¨® su tel¨¦fono m¨®vil y escuch¨® la voz de su hombre. "Baja", le dijo ¨¦l. "Y a m¨ª", dice ella, "me dio un vuelco el coraz¨®n. Me qued¨¦ muerta al verlo". Los d¨ªas fueron pasando; Rosa segu¨ªa un programa de metadona para intentar desengancharse de la droga, y Jamal parec¨ªa dispuesto a dejar el trapicheo para dedicarse a vender coches que ¨¦l mismo traer¨ªa de Alemania. "Lo ve¨ªa muy sensible con el tema de Irak, pero segu¨ªamos andando agarrados por la calle, d¨¢ndonos besos. Pero luego, como en septiembre o en octubre, empec¨¦ a o¨ªr hablar del tal Serhane, El Tunecino. Empez¨® a cambiar. Ya no me agarraba por la calle, ya empez¨® a decirme que me recogiera el pelo...". Rosa no entend¨ªa nada, sobre todo porque, durante el a?o largo que El Chino pas¨® a la sombra en Marruecos, en Madrid todo hab¨ªa seguido m¨¢s o menos igual. De hecho, el diminuto Abdelilah, aquel que no se atrevi¨® a fugarse del Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE), se hab¨ªa quedado con la cuota de mercado abandonada por El Chino. A la vuelta, hab¨ªan tenido sus m¨¢s y sus menos, y hasta hab¨ªan llegado a las manos.
El Chino y El Tunecino eran la noche y el d¨ªa. El Chino era analfabeto y pendenciero. El Tunecino, licenciado en Econ¨®micas y encantador. El Chino hab¨ªa llegado a Espa?a sin papeles. El Tunecino viaj¨® a Madrid en 1994 para doctorarse en Ciencias Econ¨®micas merced a una beca concedida por la Agencia Espa?ola de Cooperaci¨®n Internacional. El Chino era temido por los dem¨¢s camellos de Madrid. Los que conocieron a El Tunecino lo recuerdan como una persona muy sociable, que se ofrec¨ªa a dar clases de espa?ol a los musulmanes que recalaban por las mezquitas y que pagaba el alquiler infaliblemente antes del d¨ªa 5 de cada mes. A finales de 2003, El Chino era un ex presidiario picado por el virus del fanatismo buscando una nueva vida por las calles de Madrid. El Tunecino hab¨ªa empezado a trabajar en una inmobiliaria cercana a la mezquita del barrio de Tetu¨¢n y se acababa de casar con una muchacha de 17 a?os, hermana de un tal Mustafa Maymouni, encarcelado por los atentados de Casablanca (Marruecos). A pesar de una fachada tan presentable -economista, profesor de espa?ol, amable y servicial donde los hubiese-, a El Tunecino se le ve¨ªan las ideas con s¨®lo mirar a su reci¨¦n casada. Si la esposa de El Chino era una ex drogadicta espa?ola a la que le gustaba lucir palmito, la mujer de El Tunecino sal¨ªa a la calle oculta casi por completo por ropajes negros. Pese a sus 17 a?os, la muchacha trabajaba de costurera en la mezquita madrile?a de la M-30, y habr¨ªa desentonado mucho menos por las calles de Kabul que por el Parque de las Avenidas de Madrid, un barrio de clase media donde conviv¨ªa con Serhane. De toda la gama de personajes que pod¨ªan cruzarse por las calles de Madrid, El Chino y El Tunecino estaban situados en los extremos m¨¢s alejados; pero lo cierto es que se hicieron inseparables, y que, en torno a ellos, se fue tejiendo una red muy heterog¨¦nea, pero no por ello menos compacta, de complicidades.
Uno de ellos es Mohannad Almallah Dabas, un sirio que regenta un taller de reparaci¨®n de neveras y lavadoras en la calle de la Virgen del Coro, muy cerca de la mezquita de la M-30. El tal Mohannad es uno de esos tipos con una vida hacia dentro y otra hacia afuera. Simp¨¢tico y obsesionado por parecer occidental, su segunda mujer encontr¨® el infierno dentro de su casa. No tard¨® en darse cuenta de aquel tipo que le pareci¨® fiable y simp¨¢tico no era m¨¢s que un fan¨¢tico con distracciones muy peligrosas.
-Un d¨ªa vi que algunas de las cajas que ten¨ªa mi marido estaban medio abiertas y mir¨¦ lo que hab¨ªa dentro- dice la mujer cuyo nombre permanece en secreto por razones de seguridad-. Estaba lleno de v¨ªdeos sobre Bin Laden y sobre la guerra santa. En esos v¨ªdeos se ve¨ªan cosas muy raras. Un tanque aplastando familias. A gente enterrada en el desierto con la cabeza por fuera y soldados infieles disparando sobre ellos. A un padre musulm¨¢n obligado por soldados occidentales a acostarse con su hija delante de toda la familia. Son los v¨ªdeos que mi marido y su hermano Moutaz utilizaban para captar a j¨®venes fieles para la yihad. En mi casa hab¨ªa reuniones constantemente. S¨®lo asist¨ªan hombres. A m¨ª no me dejaban salir de la habitaci¨®n. A veces pon¨ªan la alfombra de los rezos para que no pudiera verlos cuando me asomaba al pasillo. El hermano de mi marido ten¨ªa un port¨¢til con la voz de Bin Laden. Ten¨ªan aut¨¦ntica veneraci¨®n por ¨¦l.
La espa?ola Rosa repar¨® en la radicalizaci¨®n progresiva de El Chino, pero pens¨® que "ya se le pasar¨ªa" y no le dio m¨¢s importancia. En cambio, la mujer marroqu¨ª de Almallah Dabas s¨ª intuy¨® que de aquellas lecturas y de aquellos v¨ªdeos no pod¨ªa salir nada bueno. Por eso, se arm¨® de valor, sali¨® a la calle, busc¨® una cabina y llam¨® a la polic¨ªa. No debi¨® de ser f¨¢cil. Una mujer sin papeles, despechada por su hombre, abandonada en un local de mala muerte de un pa¨ªs extra?o... Y, sin embargo, lo hizo. Nunca podr¨¢ olvidar la represalia de Mohanna:
-Un d¨ªa, despu¨¦s de una discusi¨®n del hospital 12 de octubre. ?l ya sab¨ªa que yo estaba embarazada de gemelos, y all¨ª se enter¨® de la muerte de uno de ellos. Yo estaba muy triste, y ¨¦l me dijo: qu¨¦ bien, un aborto es un golpe para una mujer como el que recibieron los americanos con el atentado del 11 de septiembre.
La polic¨ªa, aunque cuando ya era tarde, dibuj¨® un esquema muy preciso de las c¨¦lulas islamistas que operaron en Madrid. "Hab¨ªa tres grupos. Uno de ellos, radicado en el barrio de Lavapi¨¦s, estaba liderado por El Chino e integrado por delincuentes comunes, procedentes en su mayor¨ªa por traficantes de hach¨ªs. El segundo grupo, comandado por Jamal Zougam, ten¨ªa su base en la barriada de Villaverde. El Tunecino era el responsable del tercero y quien coordinaba a todos los dem¨¢s". La polic¨ªa ten¨ªa bajo vigilancia casi todos los pisos y locales donde se reun¨ªan, pero siempre de forma discreta e intermitente. Hab¨ªa una expresi¨®n que hab¨ªa hecho fortuna entre los mandos policiales espa?oles dedicados a la prevenci¨®n del terrorismo integrista. Aunque en los meses que siguieron a los atentados del 11-S, toda Europa apestaba a yihad, los polic¨ªas espa?oles segu¨ªan hablando de "comandos durmientes", de terroristas que si bien pod¨ªan utilizar la Pen¨ªnsula como base, nunca se atrever¨ªan a atentar.
A la vuelta del verano de 2003, las reuniones de la calle de la Virgen del Coro se multiplican. A ellas asisten intelectuales como El Tunecino o un joven llamado Fouad El Morabit, el hijo de un notario de Tetu¨¢n, y delincuentes como el propio Chino y sus peones de brega. Todos tienen que aportar algo para un mismo fin: golpear en Madrid. La labor de El Chino ser¨¢ conseguir dinero con el tr¨¢fico de hach¨ªs y adquirir despu¨¦s m¨¢s de 200 kilos de dinamita. La labor de Serhane es ponerle el apellido de santa a aquella guerra suya.
Una guerra que se ven¨ªa fraguando desde muy atr¨¢s. Un d¨ªa, Serhane se top¨® con el jeque Munir, el im¨¢n de la mezquita de la M-30. Lo llev¨® a un lugar apartado y le pidi¨® permiso para hacerle una pregunta:
-?Por qu¨¦ los gobiernos de muchos pa¨ªses musulmanes son incr¨¦dulos? ?Se les puede cambiar por la fuerza?
-No -le contest¨® tajante el im¨¢n-. El Cor¨¢n proh¨ªbe usar la fuerza contra nada y contra nadie.
Pero esa noche, el im¨¢n no durmi¨® tranquilo. So?¨® que una cazuela llena de gusanos ard¨ªa sobre el fog¨®n de su cocina y que Serhane El Tunecino le ofrec¨ªa una cucharada.
Al d¨ªa siguiente, el im¨¢n intent¨® calmar su desasosiego buscando a El Tunecino. Cuando lo encontr¨®, le dijo:
-Serhane, debes limpiar tus sue?os. Tienes que apartarte de ese camino equivocado. Este sue?o es un mensaje de Dios para ti, para que vuelvas a la rectitud.
Pero ya era tarde. El cu?ado de Serhane y otros 20 islamistas hab¨ªan sido detenidos por la polic¨ªa por su relaci¨®n con los atentados del 11 de septiembre en Estados Unidos. Por las calles de Madrid, en el lugar m¨¢s secreto de las mezquitas, cada vez se o¨ªa una frase con m¨¢s fuerza:
-Hay que vengar a los hermanos.
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