Locuras que dan vida
Coinciden en los últimos coletazos de la temporada de la ?pera Nacional de París dos espectáculos marcados bajo el signo de lo popular. Por un lado, en Palais Garnier, hasta ma?ana, La traviata, de Verdi; por otro en Bastille, hasta el domingo, El tiempo de los gitanos, de Kusturica. Ambos han generado todo tipo de opiniones, pero nadie se los quiere perder. Respiran vida, vamos.
Christoph Marthaler dirige escénicamente La traviata, con escenografía de Anna Viebrock. La transgresión está garantizada, pero también un trabajo dramatúrgico y teatral de primer nivel. Se subraya el lado dramático, incluso trágico, de la obra desde el comienzo, con una Violetta que sufre, siente el dolor y es consciente de que la vida se le va de las manos. La soledad se masca y el entorno social se contempla casi caricaturizado en su imposibilidad para la comunicación.
No es una estética de las que se entienden por bonitas, sino de las que producen desasosiego. Se integra Christine Sch?fer en este planteamiento de corte moral, con tiempos musicales lentos suministrados con precisión por Sylvain Cambreling, y con una forma de canto que acentúa el dolor. Jonas Kaufmann es brillante como Alfredo, entre otras razones porque encarna valores juveniles a los que agarrarse entre tanta desesperación.
Los ramos de flores mustios en el suelo son el único consuelo que acompa?a el sobrecogedor adiós final de la protagonista. La sensación de unidad entre los elementos vocales, teatrales y orquestales se manifiesta. Gusta mucho a algunos y provoca el rechazo de otros. Así es la ópera.
Lo de Kusturica es una locura, que pone al público en pie noche tras noche. Más que una ópera es una comedia musical, o una sucesión de números musicales escenificados. El ritmo del espectáculo es arrollador. Y su desenfado.
El fútbol está permanentemente presente, como evasión, como liberación o como valor moral de nuestro tiempo. Los músicos son excelentes, tanto los de la banda de viento No Smoking, como los de la orquesta Garbage Serbian Philharmonia. Y los cantantes-actores, tan desinhibidos como acróbatas. Mención especial merecen una quincena de ocas vivas que se pasean por el escenario durante casi toda la función a modo de leitmotiv. La música es reiterativa y pegadiza. Conecta con un tipo de espectador que, en gran porcentaje, visita el teatro de La Bastilla por primera vez.
La ópera popular alcanza con propuestas como ésta todo su sentido. Algunos puristas se rasgan las vestiduras, qué le vamos a hacer. Pero también se las han rasgado en La traviata de Palais Garnier. De la ópera de las emociones de Verdi a la ópera punk de Kusturica hay un abismo. Es aconsejable contemplarlo desde las dos orillas.
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