Locutorios
Los locutorios son lugares extra?os, donde se hace de d¨ªa justo cuando empieza a oscurecer y los relojes en las paredes se?alan horas distintas: la real y la de tus emociones, que tambi¨¦n es real. Puede, pongamos por caso, que hayas comido ya en alguna cafeter¨ªa pr¨®xima, sean las tres en punto en la hora exacta de tu digesti¨®n, y tus palabras y tus besos apenas reciban el d¨ªa. Porque tu cuerpo est¨¢ en la cabina doce, a s¨®lo dos cuadras del metro de Cuatro Caminos, pero tu cabeza est¨¢ ya lejos, en otro huso horario. Y as¨ª, decapitados, enfermos de distancia, conversan cada dos jueves con sus novias, con sus hijos y hermanos, y se env¨ªan palabras de amor, besos a cuenta, apenas una muestra de lo que vendr¨¢.
Un locutorio es un t¨²nel de pruebas para las emociones y, al acabar la jornada, parece algo m¨¢s viejo
La diferencia horaria se te mete dentro, dice Nelson. Por eso a veces r¨ªes a destiempo y lloras cuando no toca
Los locutorios son territorios m¨ªticos, ajenos a la tiran¨ªa de Greenwich y sus meridianos. Los relojes se contradicen en sus paredes y todos los tel¨¦fonos son el de la esperanza.
En sus cabinas repetidas se acumulan risas, saludos, lamentos. Promesas de amor eterno en la trece, reproches a media voz en la diecinueve, y en la dos, un llanto sordo, desconsolado, que inunda la tres y la cuatro, entristeciendo los consejos de una madre a su hija la mediana y el relato de una comuni¨®n reciente. Los gritos de alegr¨ªa de la siete, sin embargo, suenan a regulaci¨®n, a visa, suenan a regreso; su aliento de posibilidad atraviesa las fr¨¢giles mamparas de metacrilato y acorta la distancia de la trece, los silencios de la doce, alimenta las calladas esperanzas de la nueve.
Nelson trabaja en el mostrador de este locutorio. Adjudica las cabinas, cobra las llamadas, controla el negocio. En s¨®lo unos meses ha aprendido a ignorar la densa amalgama de conversaciones que a media tarde se condensa en el local y flota sobre las cabinas repetidas. S¨®lo las de las muchachas bonitas que llaman a sus novios le interesan. Por eso les da siempre la uno, que le queda cerca; as¨ª puede escuchar los encajes ¨ªntimos de su conversaci¨®n, que a menudo rima con ganas, con cielos, con urgencia. Lisete, que lo sabe, le pide la veinte: dice que le da suerte. Hoy le cuenta a su H¨¦ctor querido de los brasiers que reci¨¦n compr¨® y promete estrenarlos con ¨¦l. Juntos lo imaginan con tanto detalle que las palabras se les calientan entre las manos hasta que ni tocarlas pueden ya. Fuera, sentada en una hilera larga de sillas iguales, le espera su amiga Gladis. Gladis siempre termina antes de hablar con su novio, a¨²n no sabe si porque tienen menos cosas que contarse o porque ?scar todo se lo dice con los ojos, y eso es bonito cuando lo tienes atrapado entre los brazos, pero cuando est¨¢s lejos y lo ¨²nico que ves es el metacrilato rayado de la cabina quince, es una mierda, porque terminas siempre antes que tu amiga, y eso hace que tu amor parezca m¨¢s peque?o, para menos tiempo. Por eso a veces Gladis se queda en la cabina y hace como si hablara, aunque hace ya rato que la conversaci¨®n termin¨®. Y en silencio, imagina las cosas tan lindas que ?scar no acierta a decirle con palabras porque s¨®lo las sabe decir con los ojos, y le responde dulzuras, secretos afanes que nadie escucha ya al otro lado de la l¨ªnea, qu¨¦ desperdicio.
Dice Nelson que las muchachas se deshacen en las cabinas cuando hablan con sus novios, pero luego, cuando salen, le miran con ganas. Luego manda a una ecuatoriana bajita y habitual a la tres. Se llama Myriam y llega nerviosa, con su mejor traje y su mejor esperanza puesta. Seguro que lleva tambi¨¦n sus mejores joyas, porque las lleva todas. Viste siempre de domingo para hablar con los suyos. Aunque no puedan verla, dice que eso se siente en la voz, que si te pones bonita por fuera, las cosas que dices te salen tambi¨¦n bonitas.
La diferencia horaria se te mete dentro, dice Nelson. Por eso a veces r¨ªes a destiempo y lloras cuando no toca, como sin venir a cuento.
En los locutorios, el dolor y la alegr¨ªa conviven con una proximidad insoportable, de vecinos mal avenidos. Resulta dif¨ªcil decir de qui¨¦n es esta l¨¢grima, de qui¨¦n aquel grito, al escuchar al otro lado la voz de un hijo, de un hermano. Los reencuentros se mezclan con las despedidas; los giros bancarios, con las promesas; los enfados, con las reconciliaciones. Se escuchan saludos, silencios, diagn¨®sticos; se escuchan mentiras delicadas, groseras verdades. Los enamorados se juran fidelidad en las cabinas pares, las impares se llenan de dudas, reproches, rupturas. Todas sus emociones se mezclan en la atm¨®sfera cargada del locutorio. Los viejos extractores del techo se mueven pesadamente, removi¨¦ndolas. No hay banda ancha que pueda con tanto.
Las palabras de Myriam son hoy a¨²n m¨¢s bonitas que el traje que eligi¨® para encontrarse con su familia, besa Lisete el auricular porque piensa que al hacerlo besa a su Waldo bajo la clav¨ªcula, mientras su amiga Gladis, ya afuera, repasa una por una las cosas tan lindas que ?scar le dijo hoy con los ojos. Por un momento, los dos relojes marcan en las paredes la misma hora.
Un locutorio es un t¨²nel de pruebas para las emociones. Quiz¨¢ por eso, al acabar la jornada, el local parece un poco m¨¢s viejo. El verde deste?ido de las paredes se cuartea bajo las pieles sucesivas de avisos, anuncios, carteles. La hilera de fluorescentes que lo ilumina parpadea cansada, el suelo perdido otra vez de emociones, de dudas, de ausencia. Lo reformaron no hace tanto, pero parece agotado.
Nelson recoge sus cosas, cierra el pasador met¨¢lico que asegura la puerta de entrada. Nos pide que le esperemos y entra en la cabina seis, no tardar¨¢ nada. Es la que mejor se oye, nos confiesa mientras se acomoda en ella y se dispone a acortar ¨¦l tambi¨¦n, por unos instantes, la diferencia horaria que le separa de su coraz¨®n.
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