La selva o la vida
Hace a?os, cuando yo viv¨ªa en Colombia, hice un viaje singular por el r¨ªo Magdalena, desde la regi¨®n selv¨¢tica de Casabe a la mar Caribe de Barranquilla. Un buen d¨ªa, casi sin previo aviso, mi mujer y yo decidimos embarcarnos en un viejo vapor propulsado por ruedas de paletas y navegamos a trav¨¦s de las junglas y los llanos de Antioquia, Bol¨ªvar y el norte de Santander hasta desembocar en el Atl¨¢ntico, por las barranquilleras Bocas de Ceniza. Tardamos cuatro d¨ªas y tres noches. Ya cont¨¦ por suelto y en mis memorias algunos episodios de aquella traves¨ªa m¨¢s o menos impensada, pero nunca me refer¨ª con suficiente precisi¨®n a lo que fue sin duda su corolario m¨¢s emocionante: el descubrimiento de la selva. Se trata de una noci¨®n, de un interrogante f¨ªsico cuya respuesta puede suponer para cualquier ciudadano del viejo continente un aut¨¦ntico revulsivo. No hay posibilidad de pautas comparativas y, por tanto, todo tiene el valor inmensurable de lo ignoto, de lo quim¨¦rico, de lo nunca visto. La imaginaci¨®n act¨²a a instancias consecutivas de la perplejidad y los sentidos acaban obedeciendo a un c¨®digo de se?ales no promulgado hasta entonces.
Antes de emprender aquel viaje me hab¨ªa querido instruir con 'La vor¨¢gine', de Jos¨¦ Eustasio Rivera
Ya antes de atravesar el r¨ªo not¨¦ el empell¨®n de un calor extra?o, dif¨ªcil de reconocer
Nos aventuramos por el laberinto vegetal y nos vimos confinados en las cuatro paredes de la selva
Descubr¨ª ese otro mapa del tesoro que s¨®lo puede hallarse con la t¨¦cnica de la imaginaci¨®n
Esa experiencia la corrobor¨¦ -o termin¨¦ de vivirla- meses despu¨¦s, en la esquina geogr¨¢fica donde se junta Colombia con Brasil y Per¨², por la cuenca amaz¨®nica de Leticia. La selva ya constituye ah¨ª un mundo absolutamente descomunal, inconcebible, pero mi primera impresi¨®n, mi estupor inicial de testigo incauto ante la saturaci¨®n sensitiva de la selva, lo viv¨ª en Casabe, a orillas del Gran R¨ªo de la Magdalena. Ese solo top¨®nimo me produce todav¨ªa una acumulativa recuperaci¨®n de sensaciones m¨¢s bien ca¨®ticas, pero ninguna arbitraria. Todas juntas forman el nutriente esencial de mi memoria de Colombia y quiz¨¢ de toda la geograf¨ªa iberoamericana que yo he conocido. No es que la idea de la selva sobrepasara el l¨ªmite natural del asombro de quien proced¨ªa de otra dimensi¨®n de la biosfera, es que ese concepto adquiere desde el mismo momento de su asimilaci¨®n un rango de rigurosa excepcionalidad. Nada de lo que sucede en la naturaleza puede ya equipararse a lo que ocurr¨ªa antes de convivir con el universo selv¨¢tico, por muy deficiente que resulte esa convivencia.
Poco antes de emprender aquel viaje me hab¨ªa querido instruir, a efectos no s¨®lo literarios, leyendo La vor¨¢gine, la novela del colombiano Jos¨¦ Eustasio Rivera ambientada en la selva amaz¨®nica. No s¨¦ si fue una buena idea, pues tal vez el romanticismo dram¨¢tico de esa novela me suministr¨® no pocas equ¨ªvocas prevenciones sobre una parcela de la realidad que s¨®lo puede entenderse tras la verificaci¨®n directa. Quiero decir que es imposible concebir la singularidad de la selva si no se ha compartido expresamente el mundo f¨ªsico de la selva. La experiencia es muy simple, o muy compleja, seg¨²n se mire. De pronto, el viajero -el intruso- se percata de una evidencia alarmante: no ha ingresado en lo que normalmente se entiende por selva, sino que es la selva quien lo ha apresado en un cerco del que, a primera vista, no parece posible escapar. Y eso ya es un pre¨¢mbulo angustioso.
Dec¨ªa que mi mujer y yo embarcamos en un vapor que hac¨ªa las veces de carguero y correo fluvial y que tambi¨¦n admit¨ªa a un exiguo pasaje: no m¨¢s de ocho o diez desprevenidos. El barco ven¨ªa de Puerto Berr¨ªo y hac¨ªa escala en Barrancabermeja, que fue donde iniciamos la traves¨ªa por el Magdalena, s¨®lo que con un d¨ªa de retraso. Yo propuse entonces ocupar esa imprevisible espera con una escapada a la otra orilla del r¨ªo. No es que Barrancabermeja careciera de atractivos, que los ten¨ªa sobrados, es que sab¨ªa que aquella excursi¨®n a la otra banda conten¨ªa la emoci¨®n adicional de conocer ese distrito selv¨¢tico que linda con los departamentos de Antioquia y Bol¨ªvar. Hab¨ªa un transbordador herrumbroso que hac¨ªa el servicio entre el puerto fluvial y no s¨¦ qu¨¦ senda que llevaba a un campamento petrol¨ªfero en medio de la jungla. Mi decisi¨®n se vio remunerada. Ya antes de atravesar el r¨ªo, not¨¦ el empell¨®n de un calor extra?o, dif¨ªcil de reconocer, como la bocanada de un incendio forestal que estuviera brotando de las propias aguas cenagosas. Desde el embarcadero de la otra orilla, un sendero irregular penetraba a duras penas en la espesura. Internarse por all¨ª era probablemente una temeridad, pero tampoco hab¨ªa ya regreso a ning¨²n sitio. De modo que nos aventuramos por aquel laberinto vegetal y nos vimos repentinamente confinados entre las cuatro y siempre cuatro paredes de la selva. O de esos preludios de la selva que a m¨ª se me antojaban provistos de toda suerte de desmesuras. En cualquier caso, el hecho de vivir mi primera experiencia fehaciente en este sentido me produjo una verdadera conmoci¨®n imaginativa. Todo lo dem¨¢s carec¨ªa de significado. Me sent¨ªa dentro de un espejismo que desfiguraba cualquier otra ecu¨¢nime percepci¨®n de la realidad. Por vez primera notaba como una comunicaci¨®n febril, una especie de contacto sexual con la naturaleza que me amedrentaba y me enardec¨ªa a la vez. Se conoce que el exceso de credulidad tampoco es un buen aliado para ning¨²n explorador. Y menos para un explorador que, aparte de viajar con una compa?era reci¨¦n trasplantada de Mallorca, estaba literalmente incapacitado para afrontar riesgos gratuitos.
A partir de ah¨ª se pusieron de manifiesto los cinco sentidos de la selva. La vista, el o¨ªdo, el olfato, el gusto, el tacto remit¨ªan a una apreciaci¨®n alterada del conocimiento. No hab¨ªa ning¨²n s¨ªntoma perceptible de vida y all¨ª estaban precisamente las demas¨ªas primarias de la vida. A lo mejor comenzaba a tener conciencia de que todo ese mundo desconocido era una especie de embeleso donde animales y vegetales feroces conspiraban igualmente en descabalar las se?as de la realidad. Casi llegu¨¦ a olvidarme de la condici¨®n habitual de los colores, los olores, los sonidos. Todo reluc¨ªa, ol¨ªa, sonaba como si fuesen anomal¨ªas generadas por la misma irrealidad de aquel rinc¨®n del mundo. Me resulta imposible rehacer esa experiencia tal como la viv¨ª, pero de lo que no tengo dudas es de que tuvo un ingrediente emocionante que ocupaba todo el espacio de la sensibilidad.
La opulencia inveros¨ªmil de la flora parec¨ªa depender de la invisible algarab¨ªa de la fauna. En alg¨²n sitio hab¨ªa le¨ªdo que la primera impresi¨®n de la selva coincide con la de un mundo indestructible donde se destruye sin tregua el mundo. Creo que me di cuenta de eso. La selva se aniquila a s¨ª misma porque a s¨ª misma se procrea, y de esa c¨ªclica tendencia a la nada surge la plenaria contribuci¨®n al todo. La podredumbre daba paso inagotablemente a la lozan¨ªa. Algo as¨ª de solemne. Y todos aquellos arrastres, crujidos, retumbos, llamadas de amor o de guerra parec¨ªan acrecentarse a medida que se avanzaba con pies de plomo por el atajo abierto entre la maleza. Una extra?a mezcolanza de voces se enredaba entre los troncos h¨²medos y antiguos. Recuerdo sin ning¨²n error que un gran lagarto verdiamarillo se me qued¨® mirando por entre unos raigones con aspecto de alima?as petrificadas, y que el deslizamiento espantable del g¨¹¨ªo brillaba en una charca donde burbujeaba un fango de batracios. Las voces de los p¨¢jaros, innumerables y atronadoras, se dilu¨ªan en la crudeza de la luz, fragment¨¢ndola como el estallido de unos fuegos de artificio. Y algo impredecible: la astenia, el cansancio, una tendencia paralizante que a veces entorpec¨ªa el simple hecho de dar un paso. De modo que hab¨ªa que escapar lo antes posible de semejante cerco de fascinaciones. S¨¦ que me di cuenta de eso cuando ya la respiraci¨®n del Magdalena nos devolvi¨® otra vez el ritmo entrecortado de nuestra propia respiraci¨®n.
Ahora, mientras evoco esa peripecia, que tampoco dispone de ning¨²n cariz especialmente extraordinario, me suelen visitar ciertos fantasmas con quienes mantuve un trato m¨¢s o menos discreto durante aquella traves¨ªa por el Magdalena, o durante el proceso de la p¨¦rdida de mi inocencia de europeo. No dir¨¦ que fuese una relaci¨®n perseverante, pero s¨ª lo suficientemente llamativa como para que siga pareci¨¦ndome aleccionadora. El primer encuentro en este sentido tuvo lugar precisamente en Casave, en la orilla opuesta a Barrancabermeja, a poco de adentrarnos por los acongojantes rumbos de la jungla. Mi mujer insisti¨® en que ella no hab¨ªa visto por all¨ª ning¨²n fantasma ni nada parecido. Pero yo estaba seguro de que alguno de ellos nos hab¨ªa acompa?ado durante un buen trecho. Lo que pasa es que los fantasmas de esas zonas selv¨¢ticas no se manifiestan m¨¢s que de tarde en tarde y suelen usar un sistema telep¨¢tico para conversar s¨®lo entendible por los muy creyentes. A m¨ª, al menos, me consta que ese fantasma de Casave estuvo orient¨¢ndonos a su manera para que no acab¨¢ramos extravi¨¢ndonos por aquel d¨¦dalo vegetal.
Ignoro si volv¨ª a Barrancabermeja convencido de que, efectivamente, hab¨ªamos estado en la selva. Se me qued¨® alojada en la memoria durante mucho tiempo una inc¨®moda sensaci¨®n de irrealidad. Todos los viajes conservan a la larga un rango de irrealidad tan manifiesto que a veces resulta muy dif¨ªcil proceder a un recuento veraz de lo ocurrido. Adem¨¢s, no fueron pocos los allegados que respondieron con la incredulidad o el asombro a nuestros relatos abreviados del viaje. Mejor dicho: daban por aceptable la traves¨ªa propiamente dicha por el Magdalena, pero pon¨ªan serios reparos a la hora de admitir que nos hab¨ªamos internado solos por la jungla. Lo cual acentu¨® la sospecha de haber ca¨ªdo en alguna enojosa trampa, no precisamente et¨ªlica, del delirio.
Es cierto que la exuberante variedad de trastornos sensitivos que suministra el tr¨®pico a ciertos incautos -con todas sus variantes f¨ªsicas y ps¨ªquicas- propicia tambi¨¦n una cierta tendencia alucinatoria. Sigo refiri¨¦ndome, naturalmente, a un viajero que salta, casi sin etapas previas de aclimataci¨®n, desde la meseta castellana a un enclave selv¨¢tico de Colombia. El brusco desnivel de la geograf¨ªa tiene su justa equivalencia en el desnivel tajante de la sensibilidad. Hay una pregunta que se superpone a todas las dem¨¢s en este sentido, sobre todo porque es la incertidumbre la que contin¨²a afectando al funcionamiento de la memoria. ?Pas¨® todo tal como lo cuento, o creo ahora que eso fue lo que ocurri¨®? La respuesta tambi¨¦n tiene un regusto tropical: lo m¨¢s seguro es que qui¨¦n sabe. En cualquier caso, no deja de ser significativo que, a una distancia de casi medio siglo, a¨²n siga pensando que aquella fugaz visita a la selva, apenas una aproximaci¨®n, un v¨ªnculo precipitado, tuvo para m¨ª el valor de una imborrable y emocionante ense?anza. Quiero creer que, a partir de ah¨ª, descubr¨ª finalmente ese otro mapa del tesoro que s¨®lo puede encontrarse con la t¨¦cnica de la imaginaci¨®n.
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