El desierto de Siria
Rosa Reg¨¤sransportada a la Gran Siria de los ¨²ltimos siglos antes de Cristo, a la historia de la reina Zenobia, al frescor y fertilidad del oasis del Guta, al pasmo de las ruinas de Afamia como una cenefa sobre la colina, a la vida de los zocos de Damasco y Alepo y a las torturas del paisaje de Cuneitra, tan reales como el cotidiano mundo del trabajo que me llev¨® a Siria, llegu¨¦ a Palmira una calurosa ma?ana de mayo de 1993, tras una visita al desierto para ver a mi amigo Abu Almansur y a su numerosa familia, donde sufr¨ª una violenta y escalofriante tempestad de arena. Iba con Ismail Kerak, un palestino que se hab¨ªa prestado a acompa?arme.
Hab¨ªa conocido a Ismail charlando con ¨¦l en el aeropuerto de Madrid, esperando los dos el vuelo Madrid-Damasco, y despu¨¦s en el avi¨®n. ?l ven¨ªa de Londres y se dirig¨ªa a Jordania, donde trabajaba y viv¨ªa, y yo me dispon¨ªa a pasar tres meses en Siria para conocerla y escribir un libro de viajes con mis experiencias. Tras unas horas de charla hab¨ªamos concertado una cita para tres semanas despu¨¦s en el restaurante Sahara de Damasco. ?l era neur¨®logo y viv¨ªa y trabajaba en Jordania, pero tambi¨¦n ten¨ªa consulta en Damasco y Alepo, las dos grandes ciudades de Siria.
Llegu¨¦ a Palmira una calurosa ma?ana de mayo de 1993, tras una visita al desierto
Cuando a media noche sal¨ª a la terraza, la luna llena cubr¨ªa de luz las palmas del palmeral
Recorrimos el valle del portentoso r¨ªo ?ufrates y conocimos las ciudades muertas
Fueron d¨ªas de sol y de ba?os en el r¨ªo lejos de las aldeas de las que s¨®lo ve¨ªamos la ropa tendida
La V¨ªa L¨¢ctea en ¨¢rabe es 'dareb altabbane', que significa el camino que deja la paja
Cuando lleg¨® el d¨ªa se?alado, a punto estuve de no asistir a la cita, perturbada como estaba por mi estancia en Damasco y por mis viajes a la costa y a Alepo, que me hab¨ªan obsesionado de manera tan absorbente como nunca podr¨ªa haber imaginado. Ya me hab¨ªa instalado en una habitaci¨®n alquilada en la casa de Fathi Alawi, el ch¨®fer de una ONG que hab¨ªa conocido el primer d¨ªa, y de Nayat, su mujer, situada, en la falda del monte Cassium, y en aquel cuarto peque?o con una gran cama de varios colchones y un balc¨®n que daba a una min¨²scula terraza hab¨ªa encontrado mi casa. Tal vez porque sobre la mesita de noche un ramo de rosas damascenas me hab¨ªa dado la bienvenida y porque desde el balc¨®n se o¨ªan la voz del afilador y el chirrido de su rueda, los maullidos de los gatos en los tejados y el canto del muec¨ªn llamando a la oraci¨®n: un viaje en el que me hab¨ªa visto tan implicada que la conversaci¨®n que hab¨ªamos mantenido Ismail y yo en el avi¨®n quedaba lejos, desdibujada, casi desaparecida.
Aun as¨ª fui al restaurante. ?No ser¨ªa una ingenuidad por mi parte -me dec¨ªa sentada ante un whisky, entre la pereza y la desgana- haber venido y tomarme en serio una fr¨ªvola invitaci¨®n de un compa?ero de viaje que ya la habr¨ªa olvidado? ?Qu¨¦ hac¨ªa yo dispuesta a cenar con un tipo del que apenas recordaba la cara?
Entretenida en estas ociosas preguntas, no me di cuenta de que lo ten¨ªa de pie ante m¨ª. Los ojos m¨¢s verdes de lo que yo los recordaba y la sonrisa m¨¢s ir¨®nica o, tal vez, tan dubitativa como deb¨ªa de ser la m¨ªa.
"Hola", dijo. Y a?adi¨® con sorna: "?Te acuerdas de m¨ª?".
Al principio, la cena estuvo plagada de breves silencios, pero poco a poco nuestra inseguridad dej¨® paso a la narraci¨®n alternada de experiencias de nuestros conocimientos sobre Siria. Breve a¨²n el m¨ªo, s¨®lido el suyo por su tr¨¢gica historia palestina. Y m¨¢s tarde a¨²n apareci¨® la complicidad de ciertas ideas que iban abri¨¦ndose paso entre an¨¦cdotas.
Me cont¨® muy escuetamente la historia cruel de su familia, que nunca pudo volver a Jerusal¨¦n y que permanec¨ªa en Jordania esperando el d¨ªa, dentro de una o mil generaciones, en el que los palestinos podr¨ªan ser ciudadanos de un Estado, como lo eran ahora los jud¨ªos por una declaraci¨®n de los pa¨ªses m¨¢s poderosos del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Me explic¨® c¨®mo la familia entera trabajaba para que al menos uno de los hijos pudiera tener estudios a fin de mantener el nivel cultural y cient¨ªfico de su pueblo. C¨®mo se empe?aban en tener hijos, muchos hijos, para que fuera la poblaci¨®n la que mantuviera en alto las justas reivindicaciones de Palestina.
Ya al final de la cena, cuando hab¨ªamos compartido, adem¨¢s de ciertas experiencias, algunas confidencias, comenc¨¦ a contar mi viaje y me entusiasm¨¦ mostr¨¢ndole el plan que ten¨ªa de visitar el desierto y ver Palmira. Le cont¨¦ c¨®mo muchos a?os atr¨¢s hab¨ªa le¨ªdo el libro de Volney, Las ruinas de Palmira, y desde entonces el deseo de visitarlas no hab¨ªa hecho m¨¢s que aumentar.
Y dijo ¨¦l de pronto:
-D¨¦jame que sea yo quien te muestre Palmira.
Le mir¨¦ a los ojos, que esperaban una respuesta.
-?Qu¨¦ me est¨¢s queriendo decir?
-Te estoy pidiendo que me dejes ense?arte Palmira. La conozco como la palma de la mano.
-O sea, ?que vendr¨ªas en coche conmigo?
-As¨ª es.
-A veces no soy buena compa?era de viaje.
-Me arriesgar¨¦.
-?Te gusta el desierto? - pregunt¨¦ antes de aceptar.
-Me gusta.
-?Libertad por las dos partes si nos cansamos?
-S¨ª.
-Muy bien, de acuerdo.
As¨ª fue como al cabo de una semana, despu¨¦s de que ¨¦l me hubiera presentado pintores, escritores y arquitectos de Damasco, nos fuimos a Palmira, no sin antes visitar a unos amigos beduinos que hab¨ªa conocido camino de Lataquia, dos semanas antes.
El d¨ªa de nuestra llegada a Palmira, creyendo el gerente del hotel que ¨¦ramos pareja y anunci¨¢ndonos que sin papeles que confirmaran nuestra uni¨®n no pod¨ªan darnos habitaci¨®n, lo que nos hizo sonre¨ªr t¨ªmidamente a los dos, nos dieron dos habitaciones separadas, pero con una gran terraza com¨²n.
Est¨¢bamos agotados por la tempestad de arena en el desierto, por el largo viaje y por una tarde entera de visita a las ruinas de Palmira, y nos acostamos pronto.
Cuando a medianoche me despert¨¦ y sal¨ª a la terraza, la luna llena cubr¨ªa de luz las palmas del palmeral y cantaba la cigarra en alg¨²n lugar oculto de la estepa. M¨¢s all¨¢, ya no pod¨ªa imaginarlo sin perderme, el valle de las Tumbas y las columnatas y templos que la noche hab¨ªa recompuesto liber¨¢ndolos de su deterioro, aparec¨ªan como un ¨¢mbito hechizado por el pasmo y la quietud, como si todas las piedras hubieran recuperado su lugar exacto junto a las dem¨¢s; como si se hubieran llenado los huecos que dejaron las tormentas, los a?os y los expolios; como eran cuando los habitaban cientos de miles de vasallos de la m¨ªtica reina Zenobia.
Palmira en todo su esplendor se abr¨ªa ante m¨ª con la suavidad de la luz lunar y de la imaginaci¨®n que no deja fisuras en el pensamiento. Me apoy¨¦ en la barandilla y me dej¨¦ llevar por la magia de un paisaje que nunca volver¨ªa a ver como ahora. El aire era c¨¢lido, y la luz, azulada y suave. Segu¨ªan impert¨¦rritas las cigarras, y el firmamento amparado por la luna hab¨ªa reducido su lejan¨ªa. Y yo comprend¨ª que me encontraba en un reducto sagrado y recogido.
No s¨¦ cu¨¢nto rato estuve as¨ª, perdida la noci¨®n del tiempo bajo la luz de una luna que parec¨ªa haberse detenido, cuando de pronto o¨ª unos pasos en la terraza que se detuvieron detr¨¢s de m¨ª. Esperando mi respuesta, pens¨¦.
Si los dioses, o las fuerzas de la naturaleza, si los antiguos habitantes de este valle o sus terribles invasores, o la reina Zenobia convertida en hechicera o los magos que habitan el lugar o los artistas que lo construyeron; si la suerte o el destino o el ¨¢ngel que me acompa?a, o el celo y la complicidad de los amigos que me precedieron o la concatenaci¨®n de acontecimientos o s¨®lo el azar, me conced¨ªan ahora un deseo no formulado, jam¨¢s anticipado, pero real y cierto en este mismo momento, no ser¨ªa yo el alma desagradecida que renunciara a ¨¦l. Y volvi¨¦ndome hacia los pasos, me dej¨¦ guiar por ellos hacia la habitaci¨®n. Quiz¨¢ porque por un leve estremecimiento me pareci¨® que hab¨ªa llegado el momento de dejarme arropar. En este preciso instante, la luna se puso en marcha y sigui¨® su camino hacia el horizonte, y el lucero del alba m¨¢s di¨¢fano que nunca apareci¨® en el rosado amanecer.
Durante seis d¨ªas, Ismail y yo recorrimos el valle del portentoso r¨ªo ?ufrates, y conocimos las ciudades muertas y vivas que se levantan a sus orillas.
Un largo viaje que nos permiti¨® ver el sol suspendido un instante sobre la l¨ªnea del horizonte antes de sumergirse en ¨¦l, y contemplar c¨®mo de pronto ca¨ªa sobre nosotros y el mundo entero la oscuridad de la noche hasta que, acostumbrados a ella, surg¨ªan las estrellas. Las noches en el desierto son fr¨ªas, y las estrellas rutilantes y cercanas cubren la b¨®veda de los cielos.
"La V¨ªa L¨¢ctea", me explicaba Ismail se?alando la nebulosa cuando nos deten¨ªamos y baj¨¢bamos del coche para precisar los nombres y descubrir la situaci¨®n de los astros y de las constelaciones, "se llama en ¨¢rabe dareb altabbane, que significa el camino que deja la paja. Y as¨ª se llama tambi¨¦n el reguero que deja el carro colmado de espigas cuando avanza hacia el granero". Y yo le o¨ªa mirando el camino que nuestro viaje dejaba en la tierra y en nuestros corazones.
Fueron d¨ªas de sol y de ba?os en el r¨ªo lejos de las aldeas de las que s¨®lo ve¨ªamos la ropa tendida en perchas alt¨ªsimas como banderas sin sentido que sobresal¨ªan de los muros tostados de las casas. Com¨ªamos junto al r¨ªo de lo que compr¨¢bamos en los zocos de los pueblos. Y por las noches dorm¨ªamos en peque?as posadas para beduinos en aldeas al borde del desierto. Por las noches cen¨¢bamos con ellos y los dem¨¢s viajeros en el patio de la casa, bajo las parras, e Ismail me traduc¨ªa sus incesantes conversaciones y discusiones. O¨ªamos a veces la m¨²sica que alg¨²n muchacho arrancaba de instrumentos primitivos, de flautas y c¨ªtaras elementales que ni Ismail ni yo hab¨ªamos visto jam¨¢s. Tom¨¢bamos arak hasta el amanecer y sal¨ªamos a la azotea para contemplar esos cielos del desierto, di¨¢fanos, transparentes, azotados cada noche por un viento que no se detendr¨ªa hasta que saliera el sol por la ma?ana, cuando las conversaciones habr¨ªan cesado y los habitantes de la aldea se cubr¨ªan con mantos y turbantes para defenderse del sol y del calor, y nosotros, aguas arriba del ?ufrates, busc¨¢bamos un ribazo desde donde chapuzarnos una vez m¨¢s, antes de visitar una nueva fortificaci¨®n que manten¨ªa sus ruinas arropadas por la arena del desierto.
Se fue Ismail a Jordania y yo continu¨¦ mi viaje por las hospitalarias y bellas tierras de Siria, con el coraz¨®n esponjado por la reciente memoria de una historia que nos acompa?ar¨ªa, con mayor fuerza que la presencia misma, y que yo intent¨¦ alargar protegi¨¦ndola, como procede, en la magia de la literatura. ?Hay mejor santuario para el recuerdo?
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