La fot¨®grafa y la prostituta
Hace alg¨²n tiempo, en una muestra dedicada a las colecciones madrile?as de fotograf¨ªas del siglo XIX, se expuso un objeto, casi una joya, que ten¨ªa incrustada una peque?a lente. A su trav¨¦s pod¨ªa verse la imagen de una muchacha desnuda. Contra este juego hip¨®crita de ocultaciones, estallaba por esos mismos a?os Baudelaire al reclamar un lugar en el arte para el burdel, pero esta visibilidad no se reivindicaba tanto en nombre de las mujeres que ejerc¨ªan la prostituci¨®n, sino para sugerir la fuerza del instinto que se ocultaba en la presunta racionalidad de la naciente ciudad moderna. A la filistea discreci¨®n del visor contrapon¨ªa la necesidad de hacer presente el rev¨¦s de la ciudad, manteniendo, sin embargo, una relativa indiferencia hacia las mujeres que se ganaban la vida en el burdel: ellas eran s¨®lo un s¨ªntoma.
Son im¨¢genes que no se dejan poseer por la mirada, sino que, como espejos, la devuelven al espectador
M¨¢s tarde se sucedieron otras im¨¢genes, algunas radicales, que abundaban en la denuncia o situaban la cuesti¨®n en una perspectiva humanista, pero en ellas las mujeres sol¨ªan aparecer bajo un clich¨¦ o en el anonimato, como en el c¨¦lebre Armario con espejos de Brassa?.
El valor de la exposici¨®n Los colores de la carne consiste en que confiere a la prostituci¨®n visibilidad y que la adquiere adem¨¢s a trav¨¦s de la mirada de ocho mujeres fot¨®grafas.
Dos de ellas hacen su trabajo
como acompa?antes. Antes de trabajar para la agencia Magnum y mientras daba clases de fotograf¨ªa en Nueva York, Susan Meiselas (Baltimore, Maryland, 1948) segu¨ªa en verano a una compa?¨ªa ambulante de strip-tease, un carret¨®n, para varones, que recorr¨ªa las ferias. Meiselas fotograf¨ªa a las strippers de modo escueto pero sin disimular su momento de gloria, recoge las miradas tensas del oscuro p¨²blico y capta adem¨¢s la vida cotidiana de las muchachas con un temple solidario que roza la complicidad. Otra fot¨®grafa que tambi¨¦n trabajar¨ªa despu¨¦s para Magnum, Jane E. Atwood (Nueva York, 1947), se instala en esos mismos a?os, los setenta, en un burdel parisiense de clientela sadomasoquista. Atwood recoge sobre todo tr¨¢nsitos. Varones que miran el local desde la calle, se asoman a la puerta o recorren el interior, y mujeres que se encaminan por los pasillos para hacer su trabajo. A la visi¨®n narrativa de Meiselas, Atwood opone signos de la prostituci¨®n, conjugados con un enorme respeto hacia sus protagonistas.
Erika Langley (Washington, DC, 1967) es m¨¢s que acompa?ante, compa?era. Por indicaci¨®n de la mujer que regentaba Lusty Lady, un club nocturno de Seattle donde iba a hacer sus fotos, decidi¨® trabajar en el mismo local como bailarina de strip-tease. En sus fotos, publicadas en 1997 (el libro tiene como t¨ªtulo el nombre del club), la complicidad se convierte en camarader¨ªa. Son im¨¢genes desenfadadas, a veces llenas de humor, en las que se advierten destellos de cierta conciencia de poder femenino.
M¨¢s duros que los rese?ados son los trabajos de Merry Alpern (Nueva York, 1955) y Elisabeth B., dos mujeres que asumen el arriesgado papel de esp¨ªas en este mundo privado. Alpern vigil¨® con un potente teleobjetivo un ventanuco de un burdel ilegal en Wall Street; las fotos -blanco y negro, como todas las expuestas-, de excepcional calidad formal, recogen significativos fragmentos de los cuerpos de clientes y trabajadoras, alg¨²n pago clandestino o el rastro de un escarceo amoroso: es lo que permit¨ªa aquella Dirty Windows (¨¦se es el t¨ªtulo de la serie de 1996).
El proyecto de Elisabeth B., realizado en 1983, fue a¨²n m¨¢s expuesto: logr¨® que la admitieran como trabajadora en un sex-shop, tambi¨¦n en Nueva York, y, con una peque?a c¨¢mara autom¨¢tica, fotografiaba a los clientes cuyas indicaciones deb¨ªa seguir desde el otro lado del cristal. Esta mirada sobre el mir¨®n se traduce en im¨¢genes deformadas, dado el modo en que deb¨ªa tomar las fotos. ?stas tienen, sin embargo, tal eficacia que su autora (que hubo de interrumpir precipitadamente su quehacer al ser descubierta) debe mantener su nombre en el anonimato.
Paz Err¨¢zuriz (Santiago de Chile, 1944) entra audazmente en la vida de dos hermanos travestidos en el Chile de Pinochet. Su trabajo es un pausado reportaje que recoge el medio social y familiar de los dos personajes, su quehacer, en condiciones tan adversas, y la decidida defensa de su propia identidad, que Err¨¢zuriz logra hacer patente aun en la concepci¨®n formal de sus fotograf¨ªas, casi siempre frontales y de una desconcertante sencillez.
Maya Goded (M¨¦xico, DF, 1967) ha indagado la prostituci¨®n en el barrio de la Merced de M¨¦xico, DF. Sus fotograf¨ªas, fechadas en la presente d¨¦cada, son b¨¢sicamente retratos: una chica muy joven, una mujer embarazada, una anciana aparecen ante la c¨¢mara con ese vigor del buen realismo que no precisa demorarse en detalles para asegurar la presencia y el poder de las figuras. Sus fotos logran un dif¨ªcil equilibrio entre la claridad del informe antropol¨®gico y la atenci¨®n al mundo individual.
La obra expuesta m¨¢s reciente, quiz¨¢ la m¨¢s arriesgada conceptualmente, es la de Alicia Lamarca (Benidorm, 1975). En sus fotos no hay ninguna figura humana. S¨®lo las s¨¢banas en desorden, las camas deshechas por amor mercenario en una fecha consagrada por la publicidad, el d¨ªa de San Valent¨ªn. Las fotos, silenciosas y solitarias, fueron tomadas en un local de Benidorm, y componen en la muestra una recogida instalaci¨®n te?ida de ne¨®n rojo.
La exposici¨®n (que cuenta con
un cuidado cat¨¢logo, con sugerentes textos del comisario, Joan Fontcuberta, y Francisco Baena) es, en pocas palabras, tan valiosa como valiente. Poco importa que las fotograf¨ªas, a excepci¨®n de las de Alicia Lamarca, hayan sido ya publicadas. Al reunirlas, las estrictas salas del centro Jos¨¦ Guerrero ofrecen un recorrido singular. En primer lugar, por la condici¨®n material de las im¨¢genes: lo que se ve es lo que hay; sin idealizaci¨®n, lamentaciones ni mojigater¨ªas. En segundo lugar, por la austeridad con que aparece el cuerpo femenino en decidido contraste con las im¨¢genes al uso, siempre dispuestas a convertirlo en espect¨¢culo o en mercanc¨ªa.
Son fotograf¨ªas en las que respiran mundos individuales: escapan del clich¨¦ (neg¨¢ndolo) que social y culturalmente se impone a las mujeres que se ocupan en este tipo de trabajo (cuyos servicios solicitan, seg¨²n una reciente encuesta, el 27,3% de varones espa?oles no c¨¦libes). La fuerza de la exposici¨®n, finalmente, radica sin duda en que se apoya en ocho visiones femeninas. Este hecho suscribe la diferencia: son im¨¢genes que no se dejan poseer por la mirada, sino que, como espejos, la devuelven al espectador, porque en estas fotograf¨ªas los cuerpos dejan de ser objetos del deseo para ser, sencillamente, verdad.
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