?Qui¨¦n es el culpable?
Nos encontramos en plena explosi¨®n de ciutadans emprenyats, que expresan su descontento, su malestar, de manera airada contra aquellos a quienes se considera responsables de lo que nos pasa, lo sean o no. Los pol¨ªticos, de cualquier condici¨®n y afiliaci¨®n, ven c¨®mo se les considera culpables de las exigencias y contrariedades de la vida cotidiana, tengan o no que ver con el asunto concreto de que se trate. Unos lo son por acci¨®n y otros, por omisi¨®n. Unos, por tener competencias en lo que acaece; otros, por formar parte del tinglado. Es quiz¨¢ injusto, pensar¨¢n algunos de los incriminados, pero, de hecho, si cuando las cosas van bien les o¨ªmos atribuirse las buenas noticias, no podemos dejar de atribuirles las malas cuando ello acontece. Es una consecuencia m¨¢s de la desconexi¨®n entre sistema pol¨ªtico y ciudadan¨ªa. La erosi¨®n de confianza es significativa, tanto en el eje de la legitimidad (sentirnos pr¨®ximos a los que se reclaman como nuestros representantes; compartir sus visiones y aspiraciones) como en el eje de la funcionalidad (su capacidad para proveer respuestas factibles a problemas colectivos). Y s¨®lo se podr¨¢n restablecer los lazos si se logra trabajar en ambas direcciones. Un poco m¨¢s de visi¨®n compartida, un poco m¨¢s de gesti¨®n efectiva.
La fractura de los antiguos monopolios ha generado una notable difusi¨®n de responsabilidades
Vivimos en sociedades en que sus gentes han ido reduciendo v¨ªnculos o relaciones personales, de manera notable. Dec¨ªa Ricardo Petrella que los tres elementos que han sido esenciales para fundar las comunidades y naciones contempor¨¢neas han sido la identidad, la confianza y la solidaridad. Sin las dos primeras no habr¨¢ solidaridad, y sin solidaridad es muy dif¨ªcil hablar de sociedad. El problema que tenemos es que cada vez somos menos sociedad porque no abunda la solidaridad, y van disminuyendo los espacios y bienes que podamos considerar propios o simplemente comunes, y que nos exijan as¨ª una administraci¨®n compartida y consentida de esos espacios y bienes colectivos. No predomina la sensaci¨®n de que estemos realizando una traves¨ªa colectiva y, por tanto, falta el sentido de que todos somos en parte responsables de lo que nos pasa o de los que no nos pasa. Es evidente que las cosas no han funcionado como deber¨ªan, y que hay claros responsables de ello. Pero no deber¨ªamos obcecarnos con los mensajeros. La desconexi¨®n con la esfera p¨²blica convierte a los pol¨ªticos, curiosamente, en lo ¨²nico que nos une, al aparecer como diana preferida de un gran pim, pam, pum colectivo.
Por otro lado, la propia evoluci¨®n de la gesti¨®n p¨²blica y de sus mecanismos de funcionamiento ha aumentado las incomprensiones y los desgarros. Se fragmentan las responsabilidades sobre los servicios b¨¢sicos. Unos se ocupan de las v¨ªas y otros de los trenes. Unos agujerean y otros tapan. No hay una entidad que se ocupe del transporte ferroviario (ya no podemos proferir el cl¨¢sico la culpa es de Renfe), sino diversas plataformas, agencias o empresas que comparten (o no) la tarea de ensamblar v¨ªas, trenes, pasajeros, informaci¨®n y mantenimiento. No hay alguien al que podamos considerar responsable ¨²nico de que el agua que bebamos sea la mejor posible, sino que las culpas se distribuyen entre compa?¨ªas, agencias reguladoras, confederaciones hidrogr¨¢ficas y ministerios y departamentos implicados. La mayor¨ªa de servicios p¨²blicos han sufrido los embates de la modernizaci¨®n y (como mostraba Ken Loach en su magistral La cuadrilla en relaci¨®n con la privatizaci¨®n de los ferrocarriles brit¨¢nicos) los efectos de la segmentaci¨®n de tareas y responsabilidades. La fractura de los antiguos monopolios en entes, agencias y empresas de todo tipo y grado de presencia p¨²blica ha generado una notable difusi¨®n de responsabilidades. Y, al mismo tiempo, ha provocado cambios dr¨¢sticos en la pol¨ªtica de personal, con centenares de jubilaciones anticipadas, proliferaci¨®n de contratos de aut¨®nomo (dependiente) y generalizaci¨®n de la precariedad. El resultado ha sido muchas veces el encarecimiento de las prestaciones, el aumento de riesgos laborales y la reducci¨®n de servicios en los tramos o zonas menos rentables.
Las cosas b¨¢sicas no son de todos, y cada vez lo son menos. El agua, el suelo, el aire, el sol, la educaci¨®n, la salud... est¨¢n viendo c¨®mo se condiciona su acceso, c¨®mo se facilita su uso privativo. Necesitamos recuperar el sentido colectivo que nos ayude a preservar aquello que resulta incongruente mercantilizar, ya que no puede ser objeto de una l¨®gica que ponga por encima de los valores solidarios y humanitarios que fundamentan nuestra vida en com¨²n la apropiaci¨®n privada de beneficios. El principio de la vida en com¨²n deber¨ªa conectarnos con el principio de la democracia (entendida en su dimensi¨®n igualitaria y no s¨®lo como reglas de selecci¨®n de ¨¦lites) y con el principio de una econom¨ªa de bienes comunes y de responsabilidad individual y colectiva sobre los mismos. Tenemos abundantes ejemplos de propiedad com¨²n que, respetando importantes ¨¢mbitos de propiedad privada, mantiene la capacidad de decisi¨®n y gesti¨®n de bienes esenciales para la comunidad en manos colectivas. Ejemplos de ello los tenemos en nuestras tradiciones a¨²n vivas en valles y pueblos, en explotaciones de agua o en much¨ªsimas colectividades de Am¨¦rica Latina, ?frica o Asia. Necesitamos explorar v¨ªas nuevas de convivencia y solidaridad para no caer en la desesperaci¨®n y en explosiones de malestar que apuntan ¨²nicamente a intermediarios poco decisivos. Nos sobra cinismo pragm¨¢tico y nos falta voluntad ut¨®pica o, como dir¨ªa Galeano, ganas de so?ar.
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