?frica. El tiempo detenido
Tribus que viven como hace dos mil a?os. Pueblos anclados en el tiempo. El desierto y la globalizaci¨®n avanzan y cercan a los ¨²ltimos ind¨ªgenas del Sahel.
Toc, toc, toc, el golpear del palo sobre el mortero de mijo resuena sin cesar en el atardecer del Sahel, entre las dunas y el matorral bajo. Toc, toc, toc. Es el sonido de fondo de una buena parte de ?frica desde el amanecer hasta la puesta de sol. Una especie de tan-tan originado por el woyru (palo) al chocar contra el unndugal (mortero de madera) movido por las mujeres peuls. Un fuerte movimiento de brazos y cintura, una gimnasia cotidiana que les proporciona, junto con el no menos en¨¦rgico ejercicio de sacar agua de los pozos, unas figuras esbeltas y brazos torneados que envidiar¨ªa cualquier mujer occidental. Toc, toc, toc. Las ni?as, desde los cuatro a?os, comienzan a jugar a la molienda imitando a sus madres. Cuando apenas han dejado la primera infancia es ya una obligaci¨®n. Igual que acarrear el agua.
Hemos llegado a Kougga Zhadyilinam, en el sur de N¨ªger, un campamento n¨®mada de la tribu peul, de t¨ªpicas caba?as circulares de adobe y techo de paja, cuando empieza a caer el sol y los camellos, vacas, cabras y ovejas vuelven de los pastos. La imagen no puede ser m¨¢s b¨ªblica, posiblemente hace 2.000 a?os no ser¨ªa muy distinta. El tiempo parece detenido en la fant¨¢stica luz del breve atardecer. Los adolescentes conducen el ganado, y los hombres se acercan con curiosidad y saludan amistosos al grupo de tres hombres y dos mujeres blancas que bajan de dos ve?h¨ªculos todoterreno cargados hasta los topes de ruedas, bidones de gasolina y utensilios para sobrevivir por desiertos, estepas y bosques africanos.
Los peuls son negros y practican el islamismo. Orgullosos de su piel poco oscura, origen y tradiciones -en el pasado fueron una sociedad de castas con nobles y esclavos-, son patriarcales, y el jefe de familia puede tener hasta tres esposas. Rostros finos, nariz ligeramente aguile?a, espigados y de movimientos desmadejados, como gacelas cansinas, ellos. Guapas, alegres, llenas de abalorios y plata, ellas. Ropajes multicolores que dejan cara, brazos y escote al descubierto, y en la cabeza, llamativos tocados africanos por los que asoma el cabello recogido en trencitas.
De incierto origen oriental, situado en la zona del mar Rojo, los peul son uno de los m¨¢s importantes grupos humanos del oeste africano, del Sahel a la zona tropical. Una tribu que el explorador alem¨¢n Barth consideraba la m¨¢s inteligente de ?frica, aunque no todos los africanos occidentales est¨¢n de acuerdo con el padre de tres, como los nativos apodaban al popular explorador por su h¨¢bito de calzar zapatos sobre zapatillas y calcetines. Los "aires de superioridad" de los peul no les gustan demasiado.
El campamento de diez familias, unas ochenta personas, lleva m¨¢s de 20 a?os levantando sus chozas en este lugar durante seis meses al a?o. Un alto en el nomadeo que pronto puede convertirse en estable. Ganaderos, pero tambi¨¦n cultivadores de mijo, viven una etapa de r¨¢pida sedentarizaci¨®n que est¨¢ modificando su ancestral cultura.
Por eso, la de los peul es una de las 60 tribus que el antrop¨®logo y catedr¨¢tico de la Universidad de Salamanca Francisco Giner Abati ha incluido en la investigaci¨®n Los ¨²ltimos ind¨ªgenas, a la que lleva dedicado una parte de su vida, y origen de una expedici¨®n del mismo nombre que en estos momentos recorre ?frica. ?Objetivo?: comprobar los efectos de la globalizaci¨®n entre algunos de los pueblos "menos contaminados". "Si quieres estudiar al hombre, tienes que cogerlo en su medio natural, en contacto con la naturaleza, donde se manifiesta espont¨¢neamente. Lo ideal ser¨ªa ver tribus que no hubieran tenido contactos exteriores, pero eso es ya casi imposible", dice un Giner que se remonta a su adolescencia, cuando descubri¨® las diferentes culturas africanas, para hablar de una pasi¨®n que no le deja reposar. Seis meses dando clases en la Universidad de Salamanca, otros seis dando tumbos por selvas y desiertos de medio mundo.
Fiel estampa del antrop¨®logo enamorado del ?frica Negra y sus pueblos animistas, que empez¨® a estudiar hace m¨¢s de 20 a?os de la mano del Instituto Max Planck (donde se incorpor¨® al grupo del et¨®logo y premio Nobel de medicina Konrad Lorenz), Giner Abati, de 55 a?os, acarrea en su mochila numerosas expediciones, adem¨¢s de por ?frica, por Ocean¨ªa y Asia, viviendo aventuras alucinantes y alucinadas que ¨¦l minimiza con naturalidad, como si enfangarse por los Congos, enfrentarse a soldados armados que ignoran el valor de la vida o perderse por el desierto fuera algo tan natural como pasear por la Gran V¨ªa madrile?a.
En sus documentales han quedado grabados los nuba que cautivaran a la alemana Leni Riefenstahl, "hoy destrozados"; los afar de la l¨ªder tribal Evo Komando, con la que Giner comparti¨® jornadas el a?o pasado: "Es un pueblo muy ingenioso que enfr¨ªa el vapor que emana de las grietas volc¨¢nicas para obtener agua potable"; los publicitados masai y sus enemigos a muerte, los datoga. "Los masai son muy listos, se han inventado que Dios les ha hecho due?os de todo el ganado, y con esa disculpa se dedican a robar todas las vacas de los datoga que encuentran?". Y en su memoria, los inicios como antrop¨®logo entre los bosquimanos del Kala?hari junto al doctor Heinz, una leyenda viva en ?frica (casado primero con una bosquimana y luego con una bant¨²), y su estudio de los himba de Angola (del que surgi¨® un libro ya hist¨®rico, Los himba) cuando todav¨ªa se cubr¨ªan con pieles: "Los j¨®venes no hab¨ªan visto un blanco en su vida. Se hab¨ªan quedado aislados por la guerra".
Hay quien dir¨ªa que pertenece a un tipo de antrop¨®logo ya superado t¨ªpico de los inicios del pasado siglo, a caballo entre la investigaci¨®n y la aventura. Ingenuo, intr¨¦pido y entusiasta hasta rozar lo temerario, Giner Abati conf¨ªa en la bondad natural de la gente, lo que le permite acampar sin temor en cualquier claro del camino africano, pese a los riesgos que eso conlleva. ?l aduce que el trabajo de campo de un antrop¨®logo lleva impl¨ªcito el riesgo, la dureza y la dificultad. "Hay colegas que mantienen que el estudio de las sociedades tribales ya se ha acabado. Yo no lo creo. Aunque los veo con el m¨®vil en la mano?", reconoce dudoso.
Para comprobarlo, el antrop¨®logo, el c¨¢mara y editor Pablo Calvo de Castro y la psic¨®loga Patricia Lobato salieron de Espa?a a comienzos del pasado mes de agosto en dos coches todoterreno, y despu¨¦s de atravesar el S¨¢hara, recorrieron Mauritania, Mali, Ghana, Togo y Benin, estudiando las tribus peul, hausa, dog¨®n y anlo en dos aspectos esenciales: calidad de vida y satisfacci¨®n conyugal en las familias polig¨¢micas. "Quiero comunicar a la sociedad lo que vemos, c¨®mo es la evoluci¨®n humana en directo, c¨®mo viv¨ªan nuestros antepasados, un cazador, un recolector, un ganadero, o nuestra Edad Media, que todav¨ªa podemos contemplar en estas sociedades tribales. Es lo mismo que hace Arsuaga con los f¨®siles de Atapuerca, s¨®lo que nosotros podemos documentarlo en vivo", dice Giner.
La expedici¨®n, que tiene previsto regresar a Espa?a el pr¨®ximo enero, comprende una primera fase de asistencia sanitaria; una segunda de investigaci¨®n de etolog¨ªa, con cuestionarios sobre calidad de vida y satisfacci¨®n conyugal y sexual, y una tercera de divulgaci¨®n cient¨ªfica con documentales.
"Donde llega el turismo no tiene inter¨¦s para nosotros" y "?moral de combate!" son los gritos de guerra de este investigador que a?adi¨® a la antropolog¨ªa los estudios de medicina tropical para poder conectar mejor con la gente. "Porque muchos no saben lo que es un antrop¨®logo, pero todo el mundo entiende lo que es un m¨¦dico, alguien que lucha contra la enfermedad y viene a curarte". Consignas que repite Giner con entusiasmo a los dos periodistas de EL PA?S cuando, en pleno itinerario y, antes de introducirse en las zonas h¨²medas de los Congos y perderse por el "coraz¨®n de las tinieblas", se incorporan en octubre al grupo expedicionario en su recorrido por N¨ªger y Chad.
Y no es broma que los dos gritos de guerra del antrop¨®logo se cumplen a rajatabla. Por eso, para llegar al poblado peul, tuvimos que dar tumbos durante horas entre dunas y matojos, haciendo y deshaciendo el camino con un gu¨ªa-traductor, cruce de peul y hausa, que dec¨ªa conocer el terreno, lo mismo que el franc¨¦s, pero que en realidad ignoraba casi todo de los dos. Ni un turista en cientos de kil¨®metros. Ni un blanco en lontananza. Ni una carretera que pudiera responder a tal nombre. "Lo bonito de los primeros a?os de estudio es que encontr¨¢bamos tribus casi v¨ªrgenes, pero cada vez es m¨¢s dif¨ªcil porque las carreteras y rutas est¨¢n mejorando la movilidad, y el turismo aumenta. Y cuando llega el turismo, estropea las poblaciones. Los masai van ahora al Ngorongoro con sus t¨²nicas y lanzas y piden dinero por hacerse una foto con los turistas? Pero estas culturas que estamos viendo, m¨¢s que rurales tribales, son estupendas para la investigaci¨®n porque apenas han tenido contacto con lo que llamamos civilizaci¨®n. Contemplamos sus reacciones primarias, innatas, como el miedo. Por eso salen huyendo cuando ven a alguien distinto a ellos?".
Y s¨ª, moral de combate para luchar contra el clima t¨®rrido, que no baja de 38 grados, y las dunas del desierto, que embarrancan los coches al menor descuido. Moral de combate para enfrentarse a los diminutos cardos, como guisantes, que pululan por doquier y se adhieren a la ropa, para incrustarse luego en la piel provocando dolorosos estragos, si antes no se extraen h¨¢bilmente con unas pinzas. Moral de combate para luchar contra los miles de mosquitos y langostas, ?restos de la plaga de hace tres a?os?, que al atardecer se chocan como kamikazes contra los cuerpos expedicionarios. Por no hablar de los escorpiones y otros bichejos que pululan alrededor de las tiendas de campa?a y que no invitan precisamente al reposo. Escorpiones que Patricia Lobato ensarta con gran habilidad en un palito: cinco en ocho d¨ªas.
Pero estamos en Kougga Zhadyilinam, y los hombres, que visten unos indescriptibles pantalones pitillo y chanclos de goma, barren generosos la arena en la que vamos a instalar las tiendas de campa?a, mientras cae veloz la noche africana y nos regala una incre¨ªble b¨®veda de millones de brillantes y cercanas estrellas con las que el ni el m¨¢s exclusivo hotel del mundo podr¨ªa competir. Toc, toc, toc, suena al fondo el mortero de mijo, y las sonrientes mujeres peuls se acercan con calabazas llenas de leche que, en un gesto de hospitalidad ancestral, depositan a nuestros pies. Una hospitalidad que el antrop¨®logo-m¨¦dico agradece al d¨ªa siguiente abriendo consulta a las siete de la ma?ana. Los camellos se han ido acercando y rumian los matojos m¨¢s cercanos a la tiendas, as¨ª que Giner, malet¨ªn de cuero de viejo galeno en mano, se instala en medio de un improvisado auditorio y dos enormes cajones con medicamentos: antibi¨®ticos, analg¨¦sicos, antiinflamatorios, antipir¨¦ticos, pomadas?
Todo el poblado est¨¢ presente cuando el jefe Alayi Lima, sentado en una silla y ro??dea??do de sus hombres, consiente en que le pongan una inyecci¨®n para calmar el dolor de un o¨ªdo purulento que le mortifica. Las mujeres, en un grupo m¨¢s apartado, no pierden detalle, y chillan y r¨ªen de gozo cuando el jefe se levanta las faldas ense?ando un trocito de nalga. La otitis es una de las enfermedades m¨¢s comunes entre los peuls y otras tribus de la zona. "Seguramente, por insectos o arena que se les meten en el conducto auditivo. En Mali y Benin hemos visto que tienen bastantes heridas infectadas por picaduras de in??sec??tos; tambi¨¦n malaria, tuberculosis, tracoma, infecciones respiratorias y fiebres de Malta", explica Giner, mientras desinfecta una gran herida en la rodilla de Zounabou Mahamadou, una peque?a de cinco a?os que hace esfuerzos por contener el llanto. Sin duda, es el primer m¨¦dico que ha visto en su vida.
La mayor¨ªa de los ni?os que pisan descalzos la arena duermen sobre esteras y tienen costras infectadas en la cabeza, otitis o micosis, y, en el mejor de los casos, no han visto el agua ni el jab¨®n en muchos d¨ªas -el agua es escasa, y el jab¨®n, muy caro-, pero sonr¨ªen. Eso les preocupa poco mientras puedan comer la tradicional papilla de mijo, que les deja una huella inconfundible: un cerco blanco y reseco alrededor de la boca, de enorme atractivo para las moscas. Todos contemplan embobados al c¨¢mara que filma la improvisada consulta, y, sin dar respiro, la bullanguera caravana de mujeres que parte en burros a por agua. El pozo m¨¢s cercano est¨¢ a dos horas del campamento.
Giner adora los documentales -ya van 16 africanos y ocho asi¨¢ticos-, uno de los principales objetivos del viaje. Cuanto m¨¢s originales, mejor, y si para eso hay que colgarse la mochila al hombro y echar a andar kil¨®metros por junglas, sabanas o desiertos, no importa. Este a?o rodar¨¢ entre siete y nueve, que, junto con los seis del a?o pasado, har¨¢n una serie de 13 cap¨ªtulos para TVE. "Lo que pretendo al documentar algunas de las m¨¢s remotas y menos aculturadas sociedades de ?frica, enfrentadas a los desaf¨ªos de la globalizaci¨®n, es ayudar a una reflexi¨®n que puede hacer nuestra sociedad, porque estos grupos primitivos tienen todav¨ªa algo que nosotros hemos perdido. No se trata de volver a las cavernas, ser¨ªa absurdo, pero s¨ª de aprender de los valores que conservan: la hospitalidad, la amistad, la familia o la relaci¨®n arm¨®nica con la naturaleza".
Como contrapartida, mantiene que los occidentales podemos ense?arles a no caer, en su tr¨¢nsito inevitable a la civilizaci¨®n industrial o posindustrial, en los errores que nosotros hemos cometido. "En esas tendencias que afectan a nuestra salud f¨ªsica, social y psicol¨®gica, y que producen enfermedades modernas como la depresi¨®n, la obesidad o el estr¨¦s, que ellos desconocen. Mi prop¨®sito es comprender los aspectos universales del ser humano y su diversidad cultural, y todo esto no tiene sentido, al menos para m¨ª, si no se divulga. No puede quedarse s¨®lo en un trabajo cient¨ªfico para la Universidad".
La expedici¨®n ha convivido con los peuls en Mali, Benin y N¨ªger. "Los de Mali a¨²n llevaban anillo nasal. Parec¨ªan descendientes de grupos de esclavos y pudimos adquirir algunas de las tobilleras que hab¨ªan llevado", se?ala Giner, que a?ade que el grupo est¨¢ empezando a perder sus valores tradicionales. "La sedentarizaci¨®n les aporta cosas buenas; por ejemplo, una aldea nos ha pedido ayuda para escolarizar a sus ni?os, un centenar. Ellos har¨¢n la escuela si nos comprometemos a llevarles un maestro, lo que vamos a intentar. Reconocen que ahora tienen m¨¢s cosas y m¨¢s modernas, pero que est¨¢n olvidando la solidaridad entre hermanos. El otro d¨ªa me dec¨ªa un anciano: 'Estamos perdiendo la generosidad, todo empieza a estar mediatizado por el dinero'. Pero con dinero han comprado siempre a sus mujeres. La dote para pagar una novia oscila entre 200.000 y 500.000 cefas (entre 300 y 750 euros), m¨¢s la obligatoria compra de un buey (unos 380 euros) para invitar a todo el poblado".
A menos de 50 kil¨®metros, la bella Naima, segunda mujer de Homaru, un agricultor hausa con tres esposas y buscando ya la cuarta (las mujeres hausa se casan habitualmente entre los 12 y 14 a?os), da imperceptibles codazos a la psic¨®loga de la expedici¨®n, mientras responde a un cuestionario sobre satisfacci¨®n conyugal en las familias polig¨¢micas. Tiene 30 a?os y 4 hijos, es analfabeta, pero lista y receptiva a las preguntas, que responde sin titubeos por medio de unos dibujos elementales: cuatro caras con gestos de felicidad, contento, rechazo o indiferencia.
Sentados en el suelo entre las caba?as de adobe que forman una especie de granja aislada en el campo -cada mujer tiene una donde vive con sus hijos, y el marido, otra-, y, toc, toc, toc, con el sonido del golpear del mijo de fondo, Homaru, el patriarca sesent¨®n, sonr¨ªe. Est¨¢ contento con su situaci¨®n acomodada, sus 3 mujeres y 13 hijos. Y ellas tambi¨¦n. No hay problemas de competencia y la armon¨ªa es perfecta. Convive con cada mujer dos d¨ªas a la semana. Por la ma?ana decide con qui¨¦n dormir¨¢, y ella ser¨¢ la encargada ese d¨ªa de hacer la comida para toda la familia. Naima tambi¨¦n dice estar contenta, y casi siempre se?ala en sus respuestas la cara que exhibe una gran sonrisa. Pero sus ojos chispean con malicia y, de vez en cuando, por encima del antrop¨®logo y el int¨¦rprete, lanza miradas c¨®mplices a las dos mujeres? "Hasta el momento", apunta Giner, "no hemos encontrado entre las peuls y bo??ro??ros ning¨²n tipo de ablaci¨®n".
Patricia Lobato, que se considera personalmente "tocada" por la situaci¨®n de la mujer africana -"es un simple producto de la econom¨ªa, un mero objeto que se compra y se vende, cuando es ella la que hace todo el trabajo-", resalta la complicidad que se crea en estas ocasiones. "Te miran de forma distinta, te hacen gestos, y, a veces, mientras contestan al int¨¦rprete que est¨¢n felices, te dan por debajo con el codo mientras sonr¨ªen? Hay una segunda lectura, una connivencia que surge entre mujeres, aunque seamos de culturas tan distintas".
Aminatu, la primera esposa, tiene 35 a?os y lleva 14 casada. Tiene cinco hijos y particip¨® activamente en la elecci¨®n de las otras esposas. Salamatu, la tercera, una joven y agraciada viuda de 25 a?os, lleg¨® a la familia hace dos y con cuatro hijos. Pese a la aparente buena armon¨ªa del grupo, las mujeres responden un¨¢nimes: "habr¨ªan preferido ser la ¨²nica esposa". "La familia polig¨ªnica africana, sobre todo entre los agricultores sedentarios, es seleccionada por su claro valor reproductivo y ventajas econ¨®micas, pero a costa de la insatisfacci¨®n personal de las mujeres en el ¨¢mbito emocional y psicol¨®gico", dice el antrop¨®logo.
Peuls y hausas, el grupo ¨¦tnico m¨¢s grande de ?frica Central y muy ligado al islam (m¨¢s de cuatro millones en N¨ªger) conviven y, en ocasiones, se mezclan. Sus poblados son parecidos, aunque los hausas, sedentarizados y tradicionalmente m¨¢s comerciantes y activos, disfrutan de mejor nivel de vida. Siempre dentro de un orden. La mejor¨ªa supone m¨¢s esposas o m¨¢s burros y cabras, quiz¨¢ alguna vaca, pero las caba?as de adobe de ambos son igual de m¨ªseras e insalubres; sus ni?os corretean entre la porquer¨ªa sin poder ir a la escuela, y los insectos y par¨¢sitos les asedian por igual. Su alimentaci¨®n se compone de mijo, algo de arroz, ma¨ªz y leche, y, en raras ocasiones, la carne de alguna cabra o cordero. Unos y otros sufren de malaria y tuber?culosis. La mortalidad infantil es alta, y la esperanza de vida no llega a los 45 a?os.
?frica puede enga?ar en su apariencia. El continente negro regala unos paisajes tan impactantes y unas im¨¢genes humanas tan fuertes y coloristas que, con frecuencia, escamotean la dura realidad: la miseria, la enfermedad, la falta de agua potable (cada segundo muere un ni?o por su ausencia), la explotaci¨®n de mujeres y ni?os, el sida, la malaria (un mill¨®n de muertos al a?o, la mayor¨ªa en ?frica), la desnutrici¨®n y el analfabetismo. Todo ello rodeado de suciedad y legiones de implacables moscas. Y N¨ªger es, seg¨²n la ONU, el pa¨ªs m¨¢s pobre del mundo.
"Las im¨¢genes son espectaculares", dice Pablo Calvo de Castro, que se confiesa impactado por la bondad de la gente y por el desierto. "Aparte de la dureza f¨ªsica y psicol¨®gica del medio, es impresionante ver las caravanas de camellos, ponerte en el lugar de la gente que vive aqu¨ª?". El c¨¢mara ha superado ya su bautismo de fuego: el rodaje de un ritual de vud¨² entre los anlo de Keta (Ghana), un funeral animista que dur¨® cinco horas de bailes con el muerto de cuerpo presente, sentado, bien vestido, peinado y em??balsamado. "Fue impresionante, porque las mujeres le echaban al muerto unas broncas considerables, le reprochaban todo lo que hab¨ªa hecho mal en vida? Y cuando los bailarines llegaban al trance, se pintaban los ojos con un polvo blanco o negro y hac¨ªan cosas incontrolables. Acab¨¦ exhausto, pero mereci¨® la pena".
Calvo de Castro se ha visto obligado a seguir, sin propon¨¦rselo, el m¨¦todo de etolog¨ªa de la escuela de Lorenz: al hombre, como a los animales, hay que estudiarlo sin interferir en su medio y despu¨¦s de superar la primera etapa de curiosidad. "Con los dog¨®n de Mali era imposible hacer un plano los dos primeros d¨ªas, ten¨ªa siempre a cien tipos pegados mirando todo lo que hac¨ªa? Luego se tranquilizaban y pude rodar su vida cotidiana en la falla de Bandiagara, un paisaje maravilloso de acantilados, ir al campo con las mujeres para rodar sus faenas. Aunque para grabar cinco minutos tuve que andar cuatro horas de ida y otras cuatro de vuelta".
Estampas seculares. Mujeres que se tiran de los burros y echan a correr cuando ven un blanco. Ni?os que huyen atemorizados o que, en grupo, se atreven a acercarse t¨ªmidamente a los expedicionarios y extender la mano, musitando la palabra m¨¢gica: cadeau. Puede ser un caramelo, una moneda, un bol¨ªgrafo o una botella de pl¨¢stico vac¨ªa que luego venden. Cadeau, cadeau es, junto con el del mortero de mijo, el otro sonido com¨²n de N¨ªger y Chad, las ex colonias francesas que tienen el franc¨¦s como idioma oficial -junto con el ¨¢rabe-, pero que pocos habitantes conocen, dada la elevad¨ªsima tasa de analfabetismo (m¨¢s del 70% en ambos pa¨ªses).
"?Moral de combate!", repite animoso Giner cuando en Nguigmi, el ¨²ltimo pueblo de N¨ªger antes de la frontera chadiana, un centenar de casuchas de barro perdidas en medio de la estepa, se rompe el embrague de uno de los coches que la Nissan ha preparado como si fueran al Par¨ªs-Dakar. Ellos son, junto con los tel¨¦fonos v¨ªa sat¨¦lite y la nevera que permite al antrop¨®logo beberse su gin-tonic bien fr¨ªo al atardecer, los grandes lujos de la expedici¨®n. En el mejor de los casos, eso significa una parada de ocho d¨ªas mientras llega un embrague nuevo de Espa?a.
Pero el milagro se produce en un costroso taller que exhibe en la puerta una ins¨®lita placa de "reconocido por la Uni¨®n Europea". Un concienzudo mec¨¢nico desmonta, en pleno ayuno de Ramad¨¢n, el Nissan Patrol ¨²ltimo modelo y consigue acoplar, con la ayuda de un herrero, el ¨²nico embrague existente en el pueblo. Una fusi¨®n de tecnolog¨ªa punta del siglo XXI y fragua medieval que lo hacen merecedor de figurar en el museo de la Nissan, si es que tiene alguno.
En Nguigmi, cuatro monjas del padre Foucauld, aquel cura franc¨¦s que tan bien llegara a conocer a los tuaregs del S¨¢hara, cosen vestidos de algod¨®n en una peque?a casa de adobe. Para la mayor¨ªa de la poblaci¨®n, las "hermanitas de Jes¨²s" son las ¨²nicas extranjeras blancas que han visto en su vida. ?Qu¨¦ hacen aqu¨ª? "Vivimos", es la respuesta. Y hay que reconocer que no es poco.
Son pueblos ¨¦stos, a caballo entre el desierto del S¨¢hara y la sabana africana, anclados en la Edad Media. Poblados m¨ªseros, sin agua corriente y apenas luz -pocas casas la tienen-, que parecen cortados por un ¨²nico patr¨®n: pastoreo y una agricultura primitiva dedicada al monocultivo de mijo, cereal que requiere poca tierra f¨¦rtil y agua. Adobado con un comercio de subsistencia donde el az¨²car y el t¨¦ se venden, junto a la omnipresente le?a, en bolsitas de pl¨¢stico de tres cucharadas. En medio, una sucesi¨®n de im¨¢genes de hombres tirados en esteras soportando el implacable calor. En ocasiones, mascan nuez de kolat, que les distrae del ham?bre y suministra, dicen, energ¨ªa. La misma sobre la que escribi¨® Cailli¨¦, el franc¨¦s que en 1827 entr¨® en la m¨ªtica Tombuct¨², de la que entonces, se dec¨ªa, ning¨²n europeo regresaba. Y tambi¨¦n el primero en desilusionarse. "?Este pueblo lodoso puede ser la perla del Sud¨¢n, el objeto de sus sue?os, lleno de torres, salpicado de oro?", escrib¨ªa el at¨®nito viajero.
N¨ªger es el cuarto exportador mundial de uranio, pero la le?a es el ¨²nico combustible que conoce la gran mayor¨ªa de sus cerca de 13 millones de habitantes, que hace tiempo convirtieron los bosques en astillas. Hombres, mujeres y burros, cargados con enormes haces de le?a, son, a todas horas, figuras cotidianas del paisaje. Necesidad dom¨¦stica y econom¨ªa. La le?a se vende en mercados, caminos y carreteras, si es que as¨ª pueden llamarse los descoyuntados restos de asfalto cuajados de enormes agujeros en los que cualquier veh¨ªculo puede ser tragado.
Pero no puede decirse que la globalizaci¨®n no haya llegado al pa¨ªs m¨¢s caluroso del mundo y, a medida que el desierto avanza, tambi¨¦n cada vez m¨¢s inh¨®spito. De tarde en tarde, alg¨²n campesino puede cumplir su sue?o y sustituir el burro por la moto, en la que suele trasladar a toda la familia. "Aqu¨ª un momento de placer", dice el anuncio de Coca-Cola, en cualquier rinc¨®n. Una botella, chorreando hielo, que enloquece a nigerinos y chadianos, un lujo al que muy pocos tienen acceso. No es el ¨²nico. Unos y otros pierden la cabeza por los tel¨¦fonos m¨®viles llegados de la mano de la multinacional Celtel, que ha sembrado de antenas estos pa¨ªses, incluidas las estepas des¨¦rticas en donde hacen competencia a las espinosas acacias. "?Me regalas el tel¨¦fono?", "?Me cargas la bater¨ªa?", son algunas de las habituales peticiones en cuanto se acercan a un extranjero. "Que no les vean los tel¨¦fonos v¨ªa sat¨¦lite, porque cualquier militar se los arrebatar¨¢, saldr¨¢ co??rriendo, y ya pueden despedirse?", fue la advertencia de un precavido general chadiano.
Hay que reconocer que gracias a los sat¨¦lites el desierto se hace un poco m¨¢s amigable. Angustia pensar en una aver¨ªa de coche en medio de este mar de dunas y soledad ardiente que es la tierra de nadie entre N¨ªger y Chad, en la que s¨®lo se divisan peque?as gacelas saltarinas, camellos sueltos con las patas delanteras trabadas y los restos de alguna hiena. Aunque sabemos que de tarde en tarde aparece, cargado hasta los topes, alg¨²n cami¨®n o furgoneta que comercia entre los dos pa¨ªses y Nigeria.
Y no hay aver¨ªa, pero nos quedamos tirados en medio del desierto. Embarrancados en la arena, "encamados" en la pista, repite Giner, mientras el sol se pone y no damos abasto con las palas y planchas met¨¢licas. ?Soluci¨®n? Plantar las tiendas bajo las estrellas y confiar en la soledad que nos ha acompa?ado toda la jornada. Vana ilusi¨®n. A media noche, el ruido de un motor nos hace saltar del saco para sumergirnos en una incre¨ªble aparici¨®n. Un enorme cami¨®n que parece escapado de la pel¨ªcula Mad Max, el guerrero de la carretera, se acerca renqueante, con luces discotequeras enmarcando la cabina y, encima, un ¨¢rabe de impoluta t¨²nica y turbante blancos. Solidarios, e interesados en seguir su camino, el elegante ¨¢rabe y sus hombres nos ayudan a sacar el coche de la pista. Pero tendremos que esperar al amanecer, mientras nos sacudimos los malditos cardos del cuerpo, para continuar viaje.
Apenas salido el sol, una fant¨¢stica caravana de ¨¢rabes n¨®madas, con cientos de camellos, algunos reci¨¦n nacidos, se cruza ante nosotros. Las mujeres, ocultas en sus adofas o palanquines de color azafr¨¢n, se desplazan ondulantes entre cojines y tapices, con la alfarer¨ªa y los enseres m¨¢s preciados colgados a ambos lados del camello. La mayor¨ªa de los hombres s¨®lo deja sus ojos al descubierto. Hay casi 40 grados y sopla el harmattan, el viento caliente del desierto, pero nos hemos quedado clavados en la arena. Si hay una imagen m¨ªtica y literaria del desierto, adem¨¢s de bell¨ªsima, es ¨¦sta. ?Qui¨¦n puede afirmar que la sombra de Lawrence o Gertrude Bell no vaga por los alrededores?
Pueden venir de Libia o Sud¨¢n por alguna de las rutas hist¨®ricas de las caravanas, las mismas que los exploradores Mungo Parker y Clapperton, empe?ados hasta la muerte en descubrir el enga?oso curso del r¨ªo N¨ªger, recorrieran a principios del siglo XIX. Son ¨¢rabes negros n¨®madas que se mueven por el territorio kame (entre Libia, Chad y Sud¨¢n) con sus grandes reba?os de camellos en busca de pastos y agua. Gente que desprecia todo lo que no es ganader¨ªa y vida trashumante, y que aprecia la carne de ant¨ªlope y gacela, ahora en peligro de extinci¨®n.
Nos hemos quedado subyugados por las evocadoras im¨¢genes, y, antes de que nos demos cuenta, uno de los ¨¢rabes desciende del camello para preguntar si hay alg¨²n m¨¦dico entre nosotros. En el suelo, entre el camello y el 4¡Á4, Giner diagnostica, una vez m¨¢s, que el camellero tiene una fuerte otitis.
Cruzamos el que fuera antiguo y poderoso reino de Bornu y pronto nos encontramos en las primitivas m¨¢rgenes del lago Chad. Se puede imaginar, aunque ya no hay agua, lo que debieron de sentir Clapperton, Denham y Oudney, extasiados ante la vista de aquel enorme lago, un aut¨¦ntico para¨ªso despu¨¦s de atravesar un desierto plagado de esqueletos humanos. "Pel¨ªcanos, grullas de cuatro y cinco pies de alto estaban a pocos pasos de m¨ª, esp¨¢tulas inmensas de un blanco de nieve, patos, cercetas, chorlitos de patas amarillas y un centenar de especies de aves acu¨¢ticas desconocidas", escribi¨® Deham. Corr¨ªa 1823, y fueron los primeros europeos en llegar a sus orillas y contarlo.
Pero el para¨ªso ya no existe. La falta de lluvia y prolongadas sequ¨ªas de la zona han reducido el que fuera, hasta los a?os sesenta, uno de los lagos m¨¢s grandes del mundo a poco m¨¢s del 3% de su superficie. De 26.000 a 900 kil¨®metros cuadrados. Y se prev¨¦ que en unos a?os puede desaparecer.
Bordeamos el que en otros tiempos fuera importante centro del comercio de la sal. Sus arenas est¨¢n hoy cuajadas de conchas y caracolas, entre las que plantamos las tiendas con la privilegiada sensaci¨®n de pisar fondos milenarios, restos de un mar interior. Unas mujeres peuls, que se cobijan en unas primitivas chozas hechas de ramas, se acercan a saludarnos y pedir, por expresivas se?as, medicinas. Su extrema pobreza es evidente.
Intentamos, ya en Chad, pa¨ªs que conserva la mayor parte del actual lago, llegar hasta sus aguas, pero resulta tarea dif¨ªcil. Tierras enfangadas o encharcadas nos dificultan el acceso una y otra vez. Descendemos hacia el sur bordeando el lago. Pese a que el pa¨ªs tiene petr¨®leo, no hay gasolineras y es preciso comprar la gasolina en el mercado negro. Damos tumbos por una pista en la que cada 15 o 20 kil¨®metros hay un control de peaje, de gendarmer¨ªa o militar, que quiere investigar nuestros papeles y el contenido de los coches. Giner saluda a todos con cortes¨ªa y luego les regala un caramelo, un bol¨ªgrafo, un huevo, una bolsa de t¨¦, que cambian la mueca hosca inicial, incluso agresiva cuando va acompa?ada de un arma, por una amigable sonrisa. En ocasiones, la petici¨®n va por delante del obsequio. Conviene no olvidar que el regalo es parte de una cultura que hizo del peaje tribal un chantaje para todo extranjero que, viajero por ?frica, quisiera seguir con vida. Tampoco, que Chad es uno de los pa¨ªses m¨¢s pobres y corruptos del mundo.
Finalmente logramos llegar al lago por Guite, en el extremo sur, una especie de peque?o embarcadero donde el ajetreado tr¨¢fico de piraguas cargadas con ca?a de az¨²car, pescado y pasajeros, en gran parte mujeres, recuerda escenas similares en el Amazonas. Como excepci¨®n y "a petici¨®n de los periodistas", Giner accede a recorrer una zona donde puede llegar alg¨²n turista.
Nuestro prop¨®sito es ver lo que queda del lago Chad y una de las amenazadas poblaciones que viven en islas, algunas flotantes, en medio del mismo. As¨ª que nos embarcamos en una larga piragua, con un comatoso motor fuera borda, y emprendemos una traves¨ªa que, imposible evitarlo, recuerda la que vivieron Bogart y Herpburn en La Reina de ?frica. S¨®lo que sin r¨¢pidos y, lo que es peor, sin Bogart. Ca?os bordeados de altos carrizos, aves multicolores y alg¨²n peque?o cocodrilo en las orillas (los hipop¨®tamos, uno de los grandes atractivos del lago, no est¨¢n visibles en estas fechas). Una belleza acu¨¢tica rebosante de vida, aunque s¨®lo sea un vestigio de aquella que embelesara a los exploradores ingleses. Cuando llegamos a Kinassaro, la antigua isla de pescadores que hoy sobrevive agobiada por el exceso de poblaci¨®n (chadiana, nigeriana, camerunesa y nigerina, todos pa¨ªses fronterizos con el lago), desembarcamos con el agua a media pierna en un charco pestilente e infestado de mosquitos donde las mujeres lavan los cacharros y la ropa, los ni?os se ba?an y hacen sus necesidades, y los hombres llenan los recipientes de agua para uso dom¨¦stico?
Abakar Adam, hijo del que fuera fundador y jefe del pueblo, y heredero de la jefatura, nos da la bienvenida. Alto y bien vestido, Abakar habla franc¨¦s, es musulm¨¢n y presume de no trabajar. "Tengo huertos, cultivos y frutales, y personas que trabajan para m¨ª". Pertenece a la tribu buduma, ganaderos o pescadores que durante a?os han conservado su identidad y territorio. Temidos en el pasado por su agresividad, hoy viven tranquilos entre sus vecinos.
Los isle?os de Kinassaro dependen de la pesca para su sustento y comercio. Venden el pescado seco en la vecina Nigeria y el fresco en la capital, Yamena, y no ocultan su inquietud. "Hace treinta a?os, en esta isla viv¨ªan diez pescadores, y ahora somos 6.000. Si la situaci¨®n del lago contin¨²a as¨ª y el Gobierno no toma medidas, no podremos vivir". ?Son los cultivos los culpables de la situaci¨®n? Abakar, como muchos otros, lo niega, pero silencia que el lago provee de agua a m¨¢s de 15 millones de habitantes. "La culpa es de la sequ¨ªa, no llega agua de los r¨ªos. Antes ten¨ªamos que hacer diques para las crecidas, pero desde hace cinco a?os no hace falta".
El jefe buduma, casado y con un hijo, aspira a tener tres esposas y conf¨ªa en el Gobierno. "Espero que haga un trasvase del r¨ªo Ubangui para que el lago no muera", dice en el patio de su casa, en donde hemos instalado las tiendas para pasar la noche. Despu¨¦s de cenar, s¨²bitamente se enciende un motor y al tiempo, como por ensalmo, aparece en el patio un enorme televisor en el que, v¨ªa sat¨¦lite, pueden verse canales de todo el mundo. No hay retrete, ni agua corriente, ni luz en el pueblo, y las pulgas y los mosquitos nos comen vivos, pero un peque?o generador de gasolina se acciona durante unas horas para ver los culebrones egipcios, las noticias de Al Yazira o la peregrinaci¨®n a La Meca en directo. La globalizaci¨®n regala estas sorpresas.
Pero el lago Chad nos deparaba otra sorpresa. Cuando regresamos en piragua, mientras contemplamos el despertar de la fauna en esos instantes que siguen al amanecer, estamos a punto de caer al agua. En un cruce de ca?os de escasa visibilidad, otra piragua, que avanza veloz, embiste a la nuestra ante la impotencia y gritos de los conductores. Rozamos el agua, pero milagrosamente no nos mojamos. La proa de la otra piragua se monta sobre la nuestra y golpea con fuerza a Calvo de Castro, que filma desprevenido. El susto es mortal. Tras el primer momento de confusi¨®n y dolor, el c¨¢mara logra articular: "Tengo una pierna rota". Unas horas despu¨¦s, en el hospital de Yamena se confirma el diagn¨®stico: rotura interna de peron¨¦. Ocho d¨ªas de descanso total, y luego, escayola.
La nueva situaci¨®n, con un accidentado, remata una duda presente en la expedici¨®n: la conveniencia, como estaba previsto, de subir al Tibesti, la zona monta?osa del norte de Chad, frontera con Libia, donde quedan algunas tribus n¨®madas muy aisladas. El viaje, por dif¨ªciles pistas y un territorio en el que campean rebeldes armados y amigos de secuestros (la paz entre distintos grupos rebeldes y el Gobierno se firmar¨ªa unos d¨ªas despu¨¦s), hace casi imposible recorrer la zona si no es con compa?¨ªa militar. Adem¨¢s, requiere un tiempo m¨ªnimo de un mes. As¨ª que la expedici¨®n cambia de planes. Renuncia a las tribus del Tibesti y a sus maravillas ocultas de lagos, dunas y cr¨¢teres, y se dedicar¨¢ a los ind¨ªgenas bororo de Melfy, un grupo trashumante considerado el m¨¢s purista de todos los fulani. No sin antes reposar dos semanas en la capital chadiana para que el accidentado se recupere.
En Yamena -unos d¨ªas antes de que estalle el gran esc¨¢ndalo del supuesto secuestro de los ni?os de Darfur por una ONG francesa-, los periodistas abandonan la expedici¨®n. La capital, con mill¨®n y medio de habitantes, es la otra cara de ?frica. La m¨¢s penosa. Un basurero al aire libre, donde la prostituci¨®n y el sida crecen con rapidez. Pero ¨¦sa es ya otra historia. Mejor llevarse la imagen de las ni?as peuls bailando, de aquellas estilizadas mujeres sacando agua del pozo, o de los ¨¢rabes n¨®madas del desierto sobre sus clar¨ªsimos, casi blancos, camellos. Esos ¨²ltimos ind¨ªgenas que tienen ya los cantos de sirena de la globalizaci¨®n roz¨¢ndoles los talones.
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