Lecciones de dibujo
Aprendemos en el arte del dibujo lecciones valiosas para otros campos de la vida, no s¨®lo el de la experiencia est¨¦tica. Aprendemos sigilo: el dibujante se acerca con cautela y cierta calma a su modelo, a su tema, a veces muy en l¨ªnea recta, a veces dando un rodeo, con instinto y destreza de cazador. Cazador de caza menor, desde luego, porque el dibujo elude las piezas muy pesadas, la groser¨ªa de un empe?o demasiado muscular. El dibujo, que tiende siempre al formato modesto, puede hacerse muy peque?o, casi ¨ªnfimo, ocupar el espacio de uno de esos papeles que uno encuentra en el bolsillo al ponerse de nuevo el chaquet¨®n del invierno pasado, donde est¨¢ la arqueolog¨ªa m¨ªnima de una velada sin recuerdo: la factura de un restaurante, la entrada de un concierto o de una pel¨ªcula que nos gustaron tanto y sin embargo no dejaron huella.
Lo que se convertir¨¢ en peso en la pintura en el dibujo es ligereza; la densidad cremosa del ¨®leo, aqu¨ª es puro boceto, espacio en blanco, papel, rastro mineral de la punta del l¨¢piz
El dibujo es lo logrado, pero tambi¨¦n lo contrario de lo muy logrado. Es la incertidumbre de una l¨ªnea que avanza descubriendo, que parece ir por delante de la mano y del pensamiento
En el reverso de uno de esos papeles puede caber un dibujo. En ellos cab¨ªan las frases que anotaba con su letra imposible Juan Carlos Onetti, y que luego aparec¨ªan o desaparec¨ªan en el azar de los bolsillos, fragmentos de una melod¨ªa que ir¨ªa a agregarse m¨¢s tarde a la m¨²sica sutil y dibujada de su literatura. As¨ª de peque?os son dos de los dibujos m¨¢s impresionantes que he visto esta ma?ana en el Museo Thyssen, en una de las salas de casi penumbra -el dibujo es tan fr¨¢gil que una luz fuerte o directa puede da?arlo- en las que se expone la colecci¨®n Abell¨®: una tahitiana de espaldas de Paul Gauguin, Josefa Bayeu retratada de perfil por su marido, Francisco de Goya, en 1805. Aprendemos del dibujo que la pobreza de los materiales es en s¨ª misma una decisi¨®n est¨¦tica: un trozo de papel, ni siquiera una hoja, un l¨¢piz. El dibujo de Gauguin es una l¨¢mina alargada, recortada irregularmente, como un resto de algo: mide 19 por 7 cent¨ªmetros; el de Goya, casi cuadrado, es poco m¨¢s que un sello en el centro de la cartulina; hay que medirlo en mil¨ªmetros: 111 por 81. Gauguin lo dice todo en tan pocas l¨ªneas que tambi¨¦n podr¨ªan contarse: la sensualidad de la espalda desnuda, las caderas ce?idas por una larga falda de flores, la melena larga y lisa de la mujer de espaldas. La ver¨ªa y buscar¨ªa a tientas en sus bolsillos un l¨¢piz y cualquier cosa sobre la que dibujar, ese papel que yo ahora miro, detr¨¢s del cristal, a la luz prudente de los focos, lo guardar¨ªa luego en alguna parte, quiz¨¢s con la idea de incluir a esa mujer entre los personajes de uno de sus cuadros. Lo que se convertir¨¢ en peso en la pintura en el dibujo es ligereza; lo muy trabajado y meditado, la densidad cremosa del ¨®leo, aqu¨ª es puro boceto, espacio en blanco, papel, rastro mineral de la punta del l¨¢piz. En un papel que luego perd¨ª -d¨®nde si no- apunt¨¦ hace tiempo una m¨¢xima fragmentaria de Ram¨®n G¨®mez de la Serna, que ya se me qued¨® en la memoria: ...porque somos lo acabado en lo inacabado y odiamos el artificio de lo muy logrado.
?No es eso lo que nos cansa tantas veces, sin que nos demos cuenta, en una pel¨ªcula, en un libro, en un cuadro o una m¨²sica? El artificio de lo muy logrado: como esos platos muy hechos de la cocina francesa o los abrumadores bodegones flamencos, o la prosa demasiado lograda y como regodeada en s¨ª misma que nos disgusta en otros y que alguna vez, para nuestro remordimiento, no hemos sabido ver en nosotros mismos. El dibujo es lo logrado, porque su sentido es la instantaneidad de una percepci¨®n, pero tambi¨¦n lo contrario de lo muy logrado. Me inclino sobre una vitrina con mariposas disecadas sobre el dibujo de Goya, liviano como una mariposa o una hoja disecada, con todos sus matices y nervaduras bien visibles. El dibujo nos ense?a lecciones de intimidad, ant¨ªdoto de los gestos demasiado p¨²blicos. Goya, en privado, para hacer mano, por simple gusto, porque no tiene a ninguna duquesa ni reina que pintar esa tarde, dibuja a su mujer, absorta y de perfil, un chal sumario sobre los hombros, el pelo cubierto por un gorro dom¨¦stico, un gorro m¨¢s bien absurdo, con rizos y lazos, el gorro de una mujer madura y gordita que tiene la mirada perdida qui¨¦n sabe en qu¨¦ pensamiento, o que simplemente contiene la impaciencia y quiere abandonar su inmovilidad para dedicarse a alguna tarea. El dibujo es atenci¨®n y ternura: los labios gruesos de Josefa Bayeu casi est¨¢n a punto de sonre¨ªr, hay un principio de flacidez en su papada, en sus mofletes. Est¨¢ posando pero no finge ni representa nada: el dibujo nos ense?a a eludir los motivos profundos, los grandes pretextos.
El dibujo es la incertidumbre de una l¨ªnea que avanza descubriendo, que parece ir por delante de la mano y del pensamiento. Escuchamos el roce del l¨¢piz sobre el papel, sobre todo cuando el carboncillo persigue un claroscuro, la sugerencia de un volumen. Es una mezcla muy rara de indecisi¨®n y certeza: encuentra el ¨²nico camino posible yendo como a tientas y haciendo como que no sabe ad¨®nde va. Lester Young est¨¢ dibujando en el aire cuando parece que sugiere indecisamente una l¨ªnea mel¨®dica y est¨¢ enunciando entera una canci¨®n, tocando s¨®lo las notas justas para que el o¨ªdo atento la reconozca, pistas veloces cazadas al vuelo. El dibujo es una lecci¨®n de sigilo: los mocasines de piel muy suave que Lester Young calzaba siempre, incluso en la nieve de Nueva York, de modo que se mov¨ªa tan gatunamente como tocaba el saxo alto, sin que nadie escuchara sus pasos, igual que nadie pod¨ªa predecir ad¨®nde lo llevaba una improvisaci¨®n que hab¨ªa partido de una melod¨ªa trivial. El dibujo es Thelonious Monk, grande y let¨¢rgico, levant¨¢ndose del piano y dando unos pasos de baile como si no pesara, movi¨¦ndose apenas sobre sus zapatos enormes.
Las l¨ªneas de un tenue dibujo cubista de Mar¨ªa Blanchard son tan precisas, tan aisladas, como las notas de Erik Satie o de Monk en el papel pautado: p¨¢jaros diminutos posados en los alambres del pentagrama. L¨ªneas de tinta, manchas desle¨ªdas: como la acuarela, el dibujo incluye el azar en el vuelo de su desenvoltura; pinceladas y manchas de tinta y de aguada se convierten sobre la hoja de papel en una escena taurina de Picasso, en una mujer recostada de ?douard Manet; una caricia sinuosa es la l¨ªnea de un l¨¢piz de punta muy afilada en el dibujo de una muchacha desnuda de Gustav Klimt: el l¨¢piz sigue la mirada del deseo y se adensa en una caligraf¨ªa de sombra en la mancha del pubis.
Llega el rumor de otras salas, m¨¢s iluminadas, el de la gente que empieza a llenar el museo. Aqu¨ª apenas hay nadie, unas pocas personas movi¨¦ndose con sigilo de un dibujo a otro, en la penumbra protectora. Qu¨¦ desgana de irse. El dibujo nos ense?a a aparecer y desaparecer sin ruido y a brillar por la ausencia. A terminar de improviso, como se detiene una l¨ªnea, como queda sonando una ¨²ltima nota. -
Maestros modernos del dibujo. Colecci¨®n Abell¨®. Museo Thyssen-Bornemisza. Madrid. Hasta el 17 de febrero de 2008. www.museothyssen.org
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