?Por qu¨¦ no nos callamos?
Aprovechando que la Navidad es tiempo de balances, y que apenas nos quedan unos d¨ªas para acabar el a?o, ?por qu¨¦ no nos callamos? No por imposici¨®n o sugerencia real (quiero decir mon¨¢rquica) sino por propia voluntad, de buena gana, por simple econom¨ªa o por aburrimiento o por cansancio. Cerrar la boca un rato puede ser saludable e higi¨¦nico. Hablamos demasiado. Nos pasamos hablando todo el d¨ªa, doce meses al a?o. No callamos. Le otorgamos, me temo, demasiado valor a las palabras. O quiz¨¢s lo que pasa es que de tanto uso, de tanto frotamiento las palabras se gastan y no sirven. El di¨¢logo no sirve. Hemos hablado tanto del di¨¢logo en los ¨²ltimos meses que ya no vale nada esa palabra, ya no cotiza en bolsa, est¨¢ vac¨ªa.
Los dictadores odian las palabras ajenas, pero odian m¨¢s el silencio y, sobre todo, lo temen
Nos podr¨ªamos dar el lujo navide?o, tan exquisito como las angulas y puede que tan caro, de callarnos un rato y saborear un minuto de silencio. El silencio es un lujo, un bien escaso, una necesidad biol¨®gica malamente atendida. Mejorarlo (mejorar el silencio) no es f¨¢cil. Lo sabemos, pero no nos importa. Todos queremos que se nos escuche, aunque tengamos poco o nada que decir. Da igual. El que habla no sabe y el que sabe, seg¨²n el Tao, no habla. Pero aqu¨ª hablamos todos. Vivimos en un inmenso gallinero. Construimos con palabras edificios que terminan cay¨¦ndose no por su propio peso, sino por su insoportable ligereza. Miguel Fisac, un arquitecto sabio, ha dicho que sus obras m¨¢s importantes son las que no ha hecho. Puede que, de igual modo, las palabras m¨¢s importantes sean las que se callan. O quiz¨¢s las palabras m¨¢s valiosas y m¨¢s resistentes sean, en realidad, las que no necesitan ser dichas.
Las palabras no son imprescindibles, tampoco salvadoras. Pueden ser calabozos o c¨¢rceles o pueden ser la bola debajo del cubilete de un trilero. ?C¨®mo calificar a algunos charlatanes que ejercen el oficio pol¨ªtico? Siempre la demagogia y la palabrer¨ªa alrededor de la palabra patria, de la palabra pueblo, de las palabras democracia y justicia. Conceptos vagos, huecos, hueros en sus bocas. Siempre a los dictadores les ha gustado hablar, discursear, manosear las palabras. Los dictadores, y algunos dirigentes democr¨¢ticos que desear¨ªan serlo, a menudo son grandes charlistas, reyes de la comedia hecha mon¨®logo. Es tronchante y horrible escuchar a Hugo Ch¨¢vez y es tr¨¢gico y rid¨ªculo o¨ªr a Fidel Castro. Ahora termina de decir el viejo amigo de Garc¨ªa M¨¢rquez que no desea aferrarse al poder. Acaba de perder una oportunidad de oro de mantener la boca, por una vez, cerrada. Hay un dicho que afirma que es preferible mantener la boca cerrada y parecer tonto que abrirla y confirmarlo. Todos los dictadores, hasta los m¨¢s astutos, quiz¨¢s por su man¨ªa de hablar y no escuchar, acaban por rozar la oligofrenia. Los dictadores odian las palabras ajenas, pero odian m¨¢s el silencio y, sobre todo, lo temen. Necesitan el ruido del aplauso y al mono de la gloria golpeando el tambor a su paso.
?Por qu¨¦ no nos callamos? Podr¨ªamos, al menos, hacernos la pregunta aprovechando las fiestas navide?as. El silencio ser¨ªa un gran regalo para todos. El silencio, adem¨¢s, es un arte. Pienso en Marcel Marceau, el gran mimo, que enmudec¨ªa para comunicarse. Quiz¨¢s nuestros pol¨ªticos deber¨ªan estudiar las actuaciones del maestro de los gestos. Y tambi¨¦n, por qu¨¦ no, ver las pel¨ªculas de Buster Keaton y leer a Azor¨ªn. Creo que Buster Keaton y Azor¨ªn eran gemelos. Los dos se parec¨ªan a Juan Rulfo, el hombre que aprendi¨® a guardar silencio para decirlo todo.
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