Kibera: Rep¨²blica de la miseria
Cuentan los habitantes de Kibera que, en una visita a Nairobi, la reina Isabel II de Inglaterra pas¨® con el coche muy cerca del poblado. Sorprendida por la enorme extensi¨®n de chabolas y la suciedad que se acumulaba en sus costados, la reina pregunt¨® a su acompa?ante, el entonces presidente de Kenia, Daniel Arap Moi, qui¨¦n pod¨ªa vivir en semejante estercolero. "Los cerdos, majestad. Aqu¨ª viven mis cerdos". La an¨¦cdota no parece muy cierta, pero hay quienes la relatan con todos los detalles, como si hubieran estado en el asiento de atr¨¢s, entre la reina y el mandatario. Benat Oduor se enfada con su amigo Mohamed porque ¨¦ste es uno de ¨¦sos. "Te encanta contar historias falsas", le dice. "?C¨®mo va a ser eso cierto?". "Es verdad. A m¨ª me lo cont¨® mi madre. Ella los vio pasar de lejos".
Benat y Mohamed se conocen de toda la vida. Jam¨¢s han salido del poblado de chabolas m¨¢s grande de ?frica, con una poblaci¨®n estimada de un mill¨®n de personas. Sus incursiones en el resto del pa¨ªs se limitan a cortos recorridos por la moderna Nairobi a bordo de unas peque?as furgonetas, especie de minib¨²s, en las que trabajan como improvisados revisores recogiendo a la gente que se desplaza al centro de la ciudad. A eso y a cualquier cosa que surja dedican su tiempo. Pero estos d¨ªas, el negocio de los matatu (as¨ª se llama en suajili esta forma de transporte p¨²blico) anda de capa ca¨ªda. El conflicto que vive Kenia desde hace tres semanas ha disparado una crisis econ¨®mica que les ha dejado fuera del mercado laboral, as¨ª que Benat, de 28 a?os, y Mohamed, de 23, acceden a servir de espont¨¢neos gu¨ªas por el gueto. "Vamos, vamos. No tenemos nada que hacer", dice Mohamed.
Casi nadie en Kibera tiene mucho que hacer. El tiempo transcurre lento y, aunque hay trasiego de gente de un sitio para otro, tambi¨¦n se ve a mucho ocioso sentado a ambos lados de la calle, dormitando, hablando con el m¨¢s pr¨®ximo o simplemente estando. El mill¨®n de personas que habitan en el suburbio se concentra en una extensi¨®n de 250 hect¨¢reas. El c¨¢lculo sale a 4.000 por hect¨¢rea, algo as¨ª como si 4.000 personas vivieran en un campo de f¨²tbol, seg¨²n las matem¨¢ticas de la Asociaci¨®n Shofco, tras cuyo nombre se esconde el lema Dando brillo a la esperanza de la comunidad. Todos ellos se distribuyen en casas de no m¨¢s de siete metros cuadrados, levantadas con adobe sobre el suelo de tierra roja y cubiertas con techos de hierro, dispuestas en el terreno como si hubieran sido arrojadas al azar desde el cielo. Eso deja poco espacio a los ¨¢rboles, y la ¨²nica protecci¨®n del sol se encuentra en la sombra que proporcionan sus calles laber¨ªnticas.
En un tiempo s¨ª hubo ¨¢rboles. As¨ª debi¨® de ser para que sus primeros habitantes, los soldados nubios de los King African Rifles, el ej¨¦rcito colonial brit¨¢nico de oficiales blancos y soldados negros, llamaran al lugar Kibera, que en lengua nubia significa "arboleda". Eso fue a principios de siglo, cuando el asentamiento no era m¨¢s que una reserva militar de unas 600 personas a cargo del Gobierno brit¨¢nico. Pronto fue cedida al Consejo Municipal de Nairobi, y a partir de entonces fue ampli¨¢ndose con nuevos grupos ¨¦tnicos venidos de todo el pa¨ªs en busca de la fortuna que esperaban encontrar en Nairobi: 6.000 habitantes en 1965, 62.000 en 1980, 500.000 en 1998 y as¨ª hasta la cifra actual del mill¨®n, con un crecimiento vertiginoso del 17% anual. Kibera sale en los planos de la capital, pero como una mancha en uno de sus bordes, sin forma reconocible, fuera de los planes urban¨ªsticos de la ciudad, de los presupuestos p¨²blicos, y de las redes de electricidad y saneamiento. El agua corre en zanjas paralela a la basura, y a veces se mezcla con ella y la arrastra hasta algunos rincones iniciando un proceso de sedimentaci¨®n que levanta monta?as de porquer¨ªa sobre las que los ni?os juegan a encontrar cualquier objeto que pueda ser considerado un tesoro. El olor en la mayor¨ªa de las calles es f¨¦tido y, mezclado con la humareda procedente de algunas hogueras, se aloja durante horas en las narices. Las aguas fecales se estancan alrededor de la mayor parte de las viviendas y se convierten en cultivo para todo tipo de enfermedades. "S¨ª, es asqueroso. El presidente Moi ten¨ªa raz¨®n. Cuantos m¨¢s somos en el gueto, m¨¢s sucios estamos, pero estamos acostumbrados. Como los cerdos. Siempre ha sido as¨ª", se r¨ªe Mohamed.
Los dos amigos recorren el barrio par¨¢ndose en aquello que consideran interesante o llamativo. Forman una extra?a pareja bien avenida que no cesa de discutir por cualquier tema. Benat es de la etnia luo, cat¨®lico, habla muy serio y arrastra una pierna al andar como consecuencia de la polio que padeci¨® cuando era un ni?o. Mohamed es kalanjin, musulm¨¢n, charlat¨¢n y divertido. Benat est¨¢ casado y tiene dos ni?os. Mohamed tiene cinco y no est¨¢ casado con ninguna de las madres. El primero es del Arsenal; el segundo, del Manchester. Ambos pasan parte de sus d¨ªas tratando de burlar la presencia de los rinocerontes. Es el nombre que reciben unos polic¨ªas de paisano que a veces entran en Kibera para extorsionarles si no quieren ser arrestados de acuerdo con una especie de ley de vagos y maleantes. "Los rinos nos persiguen a nosotros en lugar de arrestar a los que s¨ª causan problemas. Vienen de vez en cuando. Te pillan sin hacer nada en la calle y empiezan a pedirte que te busques algo de dinero", se queja Mohamed.
Benat no cree que los rinocerontes aparezcan estos d¨ªas por Kibera. Las bandas est¨¢n m¨¢s activas que nunca y no van a dejar que nadie se pasee por el gueto reclamando dinero, m¨¢s cuando la cosa est¨¢ m¨¢s escasa que nunca. Seg¨²n cuentan los dos amigos, los grupos de j¨®venes deambulan por los alrededores armados con machetes, y aprovechan cualquier oportunidad para robar y saquear a quienes regresan tarde a casa. Algunos de ellos han estado especialmente activos en las ¨²ltimas semanas. Las pasadas elecciones del 27 de diciembre y las sospechas de que hab¨ªan sido manipuladas por el presidente Kibaki, de la etnia kikuyu, hicieron que la oposici¨®n convocara manifestaciones en las calles de Nairobi. La mayor¨ªa de los manifestantes sali¨® de Kibera y de otros guetos de la ciudad. La polic¨ªa sofoc¨® con palos, ca?ones de agua y gases lacrim¨®genos las proclamas que ped¨ªan la repetici¨®n de los comicios. Arrincon¨® las protestas en el gueto y lo cerr¨® a cal y canto, sin dejar salir a nadie de ¨¦l. Durante tres d¨ªas, nadie pudo salir a buscar comida. La desesperaci¨®n llev¨® a muchos a robar y asaltar las casas de sus vecinos. La furia se ceb¨® especialmente con los miembros de la tribu del presidente. Sus negocios fueron arrasados por el fuego en una de las noches de mayor tensi¨®n. "Fueron las bandas. Llegaron por la noche, rompieron las puertas, se llevaron todo lo que hab¨ªa dentro y luego le prendieron fuego", relata Benat frente a una tienda de camas de un kikuyu. "?El due?o? Nadie lo ha visto nunca", dice. "El encargado era un luo, como yo. Tendr¨¢ que buscarse otro empleo".
Los ataques a los kikuyus acabaron por explotar en la cara de los propios saqueadores. Los mungikis juraron venganza. Miembros de esta secta mafiosa, temida en todo el pa¨ªs por sus rituales sangrientos -que incluyen matar a una persona para formar parte del grupo-, esperaron a que se calmaran los ¨¢nimos de los primeros d¨ªas y entraron por la noche, salt¨¢ndose con inquietante facilidad los controles de la polic¨ªa.
Mohamed y Benat se detienen en una esquina de la calle principal y se paran frente a un chico que apura un cigarrillo. Tiene una venda en la cabeza y varias heridas en las manos. No tendr¨¢ m¨¢s de 18 a?os. A duras penas, sin dejar la expresi¨®n dura de su rostro, empieza a trabar un relato con sentido de su experiencia con los mungikis. "Estaba en casa. Mi madre hab¨ªa terminado de hacer la cena y yo sal¨ª fuera para fumarme un cigarro. Escuch¨¦ ruidos en la parte trasera y di la vuelta a la casa para ver qu¨¦ pasaba. Dos mungikis estaban pegando a un chico con palos. Me vieron. Uno de ellos sali¨® corriendo detr¨¢s de m¨ª. Me ca¨ª y me empez¨® a dar golpes con el palo. Luego sali¨® m¨¢s gente y los dos echaron a correr hacia la zona de Langata". ?C¨®mo sab¨ªa el chico que sus atacantes eran mungikis? "?Y qui¨¦nes iban a ser si no?", dice Mohamed.
En esos d¨ªas tambi¨¦n ardieron los calabozos de la polic¨ªa, el mercado, una iglesia construida por el ex presidente Moi y otros negocios de los kikuyus. Las llamas, ayudadas por el viento, saltaron de un sitio a otro sin discriminar entre tribus, sin detenerse a ver si esta casa o aquella tienda pertenec¨ªan a un luo, a un kikuyu o a un kalanyin. Los bomberos no vinieron. "Dejad que los habitantes de Kibera se destruyan a s¨ª mismos", dicen algunos que fue la consigna elaborada en las oficinas del Gobierno. Tampoco habr¨ªa servido de mucho que sus camiones hubieran estado all¨ª. El gueto tiene varias entradas a las que se puede acceder en coche, pero, una vez all¨ª, los veh¨ªculos no sirven para introducirse en sus estrechas calles. As¨ª que fueron los propios habitantes del gueto los que sofocaron el fuego, con cubos, con arena, con matojos y todo aquello que encontraron en los tres d¨ªas que dur¨® el foll¨®n.
Los robos siguieron durante d¨ªas, y todav¨ªa hoy se ve a alguno arrastrando una cama medio quemada que no le pertenece. En algunas zonas del pa¨ªs, los saqueos dieron lugar a an¨¦cdotas de tinte tragic¨®mico. En la ciudad costera de Mombasa, los rumores de que hechizos de brujer¨ªa caer¨ªan sobre quienes hab¨ªan aprovechado la confusi¨®n para llevarse sof¨¢s y colchones hicieron que muchos de los asaltantes devolvieran a la polic¨ªa lo que se hab¨ªan llevado. Algunos testimonios aseguraban que hab¨ªan decidido restituir lo robado porque hab¨ªan dejado de ir al ba?o misteriosamente o porque hab¨ªan padecido extra?os dolores de cabeza. "Pero eso no pasa en Kibera", asegura Benat, "no tenemos tantos remordimientos".
Por la tarde, la top-model Tyra Banks luce en su show un voluminoso peinado en la pantalla del televisor. Trata de mantener una expresi¨®n solidaria con el relato de sus invitadas, dos mujeres que se quejan de que sus maridos se pasan todo el d¨ªa en Internet mirando p¨¢ginas porno. La presentadora cambia su semblante cuando interroga a los dos hombres con una mirada penetrante. Al cabo de un rato consigue sacarles una confesi¨®n, un arrepentimiento y la promesa de que tratar¨¢n su adicci¨®n y volver¨¢n a ver el atractivo de sus mujeres. Luego llegan un psic¨®logo y dos actrices porno que discuten con las esposas sobre si las pornostars son las culpables de lo que les pasa a sus maridos. El matrimonio formado por Vincent y Rose Mary ve el programa en su modesto aparato encajado en un mueble de madera. Les gusta el show, porque dicen que a veces extraen ense?anzas de las experiencias que relatan los invitados. "Est¨¢ bien. Se aprende de la gente que sufre por las drogas y problemas similares. ?Esos hombres no tienen nada mejor que hacer que mirar las p¨¢ginas de Internet? No respetan a sus mujeres", opina Vincent, barbero, conductor ocasional y fabricante de unos salvamanteles de hilo con los que se saca un dinero extra. Tyra sigue a lo suyo. La presentadora habla ahora con un hombre que quiere ser mujer y una mujer que quiere ser hombre. Mohamed, que se ha sumado al encuentro alrededor de una peque?a mesa y cuatro tazas de cacao con leche, no da cr¨¦dito a lo que ve: "Est¨¢n locos. Esta gente se aburre demasiado. Tienen demasiadas cosas. Debe de ser por el estr¨¦s. Por eso lloran tanto".
Vincent cambia de canal y pone las noticias en lengua suajili. El informativo resume las ¨²ltimas noticias del conflicto que ahoga a Kenia desde las elecciones. Como en Kibera, la crisis se ceb¨® especialmente con los miembros de la tribu del presidente: 600 muertos en varias regiones de Kenia y el ¨¦xodo de 255.000 kikuyus hacia la zona central del pa¨ªs. El presidente Kibaki no se baja del burro y se niega a atender las demandas de la oposici¨®n, que pide la repetici¨®n de los comicios. Los enviados para mediar en la crisis se han marchado. Kibaki tiene las riendas. Todo parece haber sido en balde. "Esta lucha no ha servido de nada", dice Vincent, "otra vez el mismo presidente que s¨®lo gobierna para los suyos". El matrimonio y Mohamed se envuelven en una larga y compleja conversaci¨®n sobre la democracia en Kenia o m¨¢s bien la ausencia de ella. Para empezar, en Kibera s¨®lo pueden votar 150.000 personas, las ¨²nicas que est¨¢n censadas en el gueto. Las dem¨¢s tienen que ir a votar al lugar del que proceden, pero eso les cuesta demasiado dinero y acaban por renunciar a su derecho. Ellos s¨ª han podido votar, y lo hicieron por Odinga, claro est¨¢, que en el gueto gan¨® por goleada. El aspirante, un hombre rico, golpista en 1982 y ahora l¨ªder de la oposici¨®n, les prometi¨® soluciones a todos los problemas del poblado: escuelas; agua potable; medicinas contra el sida, que padece m¨¢s del 15% de la poblaci¨®n de Kibera, y m¨¢s oportunidades y puestos de trabajo para reducir el 80% de paro entre los j¨®venes. ?Habr¨ªa llevado a cabo Odinga sus planes? ?Habr¨ªa conseguido que el gueto dejara de serlo? ?Habr¨ªa luchado por ellos? Eso ya es otra historia.
Al borde de las siete, un vendedor de fruta, fumador compulsivo, artista callejero y borracho como una cuba suelta una letan¨ªa frente al dibujo por el que es conocido en Kibera, el retrato del hombre m¨¢s famoso del gueto, el campe¨®n nacional de peso supermedio, Mohamed Body Odungi. Est¨¢ pintado sobre un muro de hormig¨®n que marca las lindes del poblado y muestra al p¨²gil con ese aspecto poderoso, de dignidad inquebrantable, que tienen los h¨¦roes de los c¨®mics. Lo muestra duro, con la mirada fija en los habitantes del gueto, como si los vigilara para defenderlos. Los guantes se cruzan por encima de la cintura y la postura deja un cuerpo en tensi¨®n marcado por unas arrugas cinceladas en el rostro anguloso de Odungi. "?Es el campe¨®n de Kenia, el h¨¦roe de Kibera, el hombre m¨¢s fuerte del mundo, el sargento de la naci¨®n! ?Tiene usted un cigarrillo? ?Que el Alt¨ªsimo nos lo guarde muchos a?os!", insiste el artista en un espont¨¢neo espect¨¢culo que despierta las risas de los que le miran.
Odungi ya no se reconoce del todo en esa imagen, aunque sabe que sus ¨¦xitos y sus viajes por el extranjero le han convertido en un modelo para los j¨®venes que se entrenan en el ring de Kibera. Gan¨® la medalla de oro en los Juegos Panafricanos de 1987 y viaj¨® luego a Corea para participar en los Juegos Ol¨ªmpicos de Se¨²l, en 1988, donde no pas¨® de la segunda ronda. Empez¨® su carrera con 15 a?os y ahora, a los 44, piensa en la retirada. "Estoy cansado de pelear. Ahora s¨®lo quiero ense?ar lo que s¨¦ a los nuevos boxeadores", comenta Odungi en su casa de Kibera. All¨ª vive desde hace muchos a?os con sus cuatro hijos y la gata Mary. ?Su mujer? "Bueno, me estoy separando un poquito. Ella no viene ya por aqu¨ª". Odungi tiene todos los dientes y muestra su sonrisa a cada pregunta que indaga en su vida. En su choza, llena de recuerdos, destaca un ¨¢lbum de fotos de los a?os ochenta con im¨¢genes de sus combates en Dinamarca, Suecia, Corea y Singapur, y un cartel anunciando una pelea en Uganda en el que Odungi sale tratando de forzar la cara de pocos amigos. Los trofeos han perdido el brillo o se han oxidado. El p¨²gil abre un caj¨®n y saca su objeto m¨¢s preciado: el cintur¨®n que le proclam¨® como campe¨®n nacional en 2006. ?se fue su ¨²ltimo ¨¦xito.
Se enfrentaba a un tipo llamado Samsom Onyango, al que todos daban por ganador. Ambos luchaban por el t¨ªtulo de los pesos supermedios (entre 72 y 76 kilos). Odungi estuvo intercambiando golpes hasta que el ¨¢rbitro par¨® el combate en el noveno asalto tras comprobar que la ceja de Samsom no paraba de sangrar. Los jueces le dieron la victoria por puntos. Las mismas cr¨®nicas que ese d¨ªa ensalzaron la figura del veterano lo pusieron a parir al a?o siguiente cuando se neg¨® a dar la revancha a Samsom. "Ten¨ªa un corte en la ceja. Me lo hab¨ªa hecho en un entrenamiento y no pude pelear. Me criticaron mucho. Dijeron que era un gallina y que me hab¨ªa inventado lo de la herida. Bah, ya no estoy para esas cosas, tengo que cuidar de mis hijos". El Cuerpo no s¨®lo ha recibido premios en el ring. Odungi rechaz¨® vivir en una mansi¨®n que le ofreci¨® el Gobierno keniano porque, seg¨²n ¨¦l, quer¨ªan controlarle. La comunidad premi¨® su fidelidad al gueto con un diploma en el que reconoce su trabajo en Kibera con los m¨¢s j¨®venes.
Odungi entra en el Club de Boxeo Ol¨ªmpico de Kibera y choca los pu?os de los chavales que a esa hora se entrenan en el local. El recinto mide unos pocos metros cuadrados, pero proporciona suficiente espacio para que los aspirantes a p¨²giles se entrenen bajo las instrucciones del campe¨®n. Uno de los j¨®venes golpea a su imaginario contrincante lanzando una serie de directos con ambas manos, otro salta a la comba con una cuerda deshilachada y un tercero levanta unas pesas construidas con una barra deformada en la que se han incrustado dos grandes piedras en sus extremos. Es un gimnasio ruinoso, escuela convencional por las ma?anas, pero la atm¨®sfera del boxeo transpira por sus cuatro paredes: luces hal¨®genas, sudor y camarader¨ªa. Hoy no est¨¢ Mariam Haded, la promesa de 19 a?os del boxeo femenino, a la que Odungi dice haber ense?ado algunas de sus artes: "Sobre todo, estar tranquila y segura. Luego, observar los errores del adversario y despu¨¦s pegar. Lo m¨¢s fuerte que se pueda".
Los adolescentes siguen sudando en el ring. Atienden a cada palabra del maestro, concentrados en mantener la postura de defensa como si la vida les fuera en ello, como si ese entrenamiento, antes de que anochezca, fuese presenciado por miles de espectadores mand¨¢ndoles gritos de ¨¢nimo. No se puede hacer mucho m¨¢s en Kibera. No hay muchas escuelas, ni hospitales, ni centros de ocio, ni cines, ni discotecas, ni bares, ni centros comerciales. Todo eso es cierto, pero hay un Club Ol¨ªmpico de Boxeo. Kibera es una pocilga maloliente para los presidentes que consideran a sus habitantes cerdos indeseables. Y s¨ª, los cerdos estar¨¢n sucios, pero saben pelear.
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