Dos 'shakespeares' por derecho
Much ado about nothing y Othello son espect¨¢culos magistrales, desbordantes de talento y sentido com¨²n. Ewan McGregor es un gran actor teatral, delicado y poderoso
1 Cada vez estoy m¨¢s convencido de que la mayor parte de los shakespeares high concept (deconstrucciones innecesarias, ambientaciones dementes, podas excesivas del texto, coloquialidad farfullante) son ya el pasado: ef¨ªmera carne de festivales, puro maquillaje de la impericia. Lo verdaderamente "moderno" (y lo m¨¢s dif¨ªcil) ser¨ªa inventar ahora una suerte de neoclasicismo: montajes limpios, claros, completos y sin esos "valores a?adidos" que s¨®lo alimentan el ego del nuevo genio de turno.
En Shakespeare todo est¨¢ dentro: basta calentar adecuadamente el carb¨®n, como dec¨ªa Brook, para que te caliente o te queme las manos y el alma.
Londres sigue marcando la tendencia a seguir. Acabo de ver all¨ª dos espect¨¢culos magistrales, desbordantes de talento y sentido com¨²n, de ganas de comunicar: Much ado about nothing, en el National, y Othello, en la Donmar Warehouse. Nicholas Hytner dirige el primero. La escenograf¨ªa de Vicky Mortimer es tan sencilla como eficaz: un giratorio, con rejas de madera, en el centro de un patio toscano rodeado de ventanas, casi una corrala en la que todos pueden ver y ser vistos. Un espacio ideal para difundir el rumor, n¨²cleo central de la comedia: el "ruido de fondo" que emborrona y modifica la informaci¨®n. Un Shakespeare muy cercano al Strehler de los setenta, perfumado por la trufa blanca de Goldoni, o incluso al Tamayo m¨¢s desnudo y esencial. Zoe Wanamaker y Simon Russell Beale, a los que nunca he visto dar un mal paso, son Beatrice y Benedick, que para protegerse de las heridas del amor envuelven su deseo en palabras como armas arrojadizas. M¨¢s mayores que sus personajes, los convierten en dos solterones conscientes de que se les escapa el ¨²ltimo tren. Beben mucho, y su humor est¨¢ empapado en melancol¨ªa. Como la de Don Pedro de Arag¨®n (Julian Wadham), quien, por cierto, es clavado a P¨¦rez-Reverte.
En Shakespeare todo est¨¢ dentro: basta calentar adecuadamente el carb¨®n, como dec¨ªa Brook, para que te caliente o te queme las manos y el alma
McGregor no lo interpreta como un villano protot¨ªpico, no env¨ªa se?ales de aviso, pese a sus apartes: podr¨ªa enga?ar al mism¨ªsimo Maquiavelo
La Wanamaker, soberbia el a?o pasado en La rosa tatuada, parece aqu¨ª una hermana peque?a de Rhea Perlmann en Cheers: una avispa de afilad¨ªsimo aguij¨®n. La escena en la que los nobles maquinan la liaison de Beatrice y Benedick recuerda al Blake Edwards de El guateque: ambos van a caer en un estanque/trampa, y el doble y extraordinario gag radica en dilatar el cu¨¢ndo y despistarnos acerca del c¨®mo. Hytner, que es m¨¢s listo que el hambre, monta luego la declaraci¨®n de Benedick (y su promesa de desafiar a Claudio) en la capilla del palacio, tras los esponsales frustrados de Hero: refuerza as¨ª el dramatismo de la situaci¨®n y sugiere una simb¨®lica boda sustitutoria. Las apariciones de los fools, Dogberry y compa?¨ªa, son gracios¨ªsimas pero sin un gramo de payasada: realismo puro, como en una comedia de la Ealing. El Olivier est¨¢ lleno hasta la bandera: aut¨¦ntico teatro popular. Y la atenci¨®n cautivada, absoluta, del cr¨ªo que estaba a mi lado, prueba definitiva de que el espect¨¢culo funciona de perlas.
2 Tambi¨¦n hab¨ªa colas desde primera hora de la ma?ana (y localidades a 500 libras en la reventa: lo nunca visto) para el Othello de la Donmar. Por las cr¨ªticas, por el boca a oreja y, desde luego, por el tir¨®n de sus protagonistas: Yago es Ewan McGregor y Otelo es Chiwetel Ejiofor (American gangster). McGregor ya me entusiasm¨® hace dos a?os como el Sky Masterson de Guys and dolls, otra soberbia producci¨®n de Michael Grandage en la Donmar: es un gran actor teatral, delicado y poderoso. La Donmar tiene escasa profundidad y una sola caja, a la izquierda, para la entrada de actores. Christopher Oram, el escen¨®grafo titular, desnuda el muro trasero y recubre el escenario de grandes baldosas de piedra, encharcadas. Venecia est¨¢ sugerida por un canalillo de agua. La iluminaci¨®n de Paule Constable, que hace honor a su apellido, crea reflejos movedizos, casi submarinos, y cuando la acci¨®n pasa a Chipre ti?e el lugar de un tono dorado y l¨²gubre, entre Sert y Vald¨¦s Leal. Bajan del techo l¨¢mparas votivas, celos¨ªas y orlas. Hay candilejas a ras de suelo y altos haces, muy wellesianos, de luz cruzada y brumosa: as¨ª imagino las primeras producciones del Mercury Theater. O las de Granville Barker, por ese vestuario cl¨¢sico, con trajes de cuero ligero, tajeado, elegant¨ªsimo, que evocan la seda negra. La verdad brota desde la primera frase: voces "naturales", bien proyectadas y n¨ªtidas, sin sombra de declamaci¨®n. Una energ¨ªa constante, muy americana. Y un ritmo imparable, con esa especial aleaci¨®n de velocidad y claustrofobia que es la esencia de la obra.
Michael Grandage subraya la inteligencia extrema de los personajes, con la l¨®gica excepci¨®n del pobre Roderigo (Edward Bennett), cuya ingenuidad provoca m¨¢s dolor que risa. Yago seduce por su encanto, su mirada l¨ªquida, su rapidez mental. McGregor no lo interpreta como un villano protot¨ªpico, no env¨ªa se?ales de aviso, pese a sus apartes: podr¨ªa enga?ar al mism¨ªsimo Maquiavelo. Casio (Tom Hiddleston, al que ya aplaudimos en The Changeling) tambi¨¦n est¨¢ lleno de pasi¨®n, vida, lucidez: McGregor y ¨¦l podr¨ªan intercambiar perfectamente sus papeles. Otelo no tiene aqu¨ª un ¨¢pice de "bruto primitivo": es un rey majestuoso, un ¨¢rbol gigante que, golpe tras golpe, acaba por caer. Desd¨¦mona (Kelly Reilly) es una mujer adulta que desaf¨ªa a su padre y a los nobles venecianos, y asiste, desesperada, a la progresiva locura de su hombre: cuando canta Under the sycamore tree parece prepararse para la muerte como quien acude a una cita de amor fatal. Emilia (Michelle Fairley, la se?ora Marlish de Los otros) es una furia desatada, un cruce explosivo entre Agnes Moorehead y Mercedes McCambridge. Poco puede hacer la raz¨®n, parece decirnos Grandage, cuando es atrapada en las redes del orgullo y la ceguera. La desoladora imagen final, antes del oscuro, resuena como la cuerda de un la¨²d al romperse: el esc¨¢ndalo de esos enamorados yacentes como una pareja de bell¨ªsimos felinos reci¨¦n abatidos; por nada, por la simple y terrible maldad de un cerebro que escogi¨® el camino de la destrucci¨®n.
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