Scott Fitzgerald: jazz, martinis y sombreros blancos
Para alguien enamorado del ¨¦xito y dispuesto a no resignarse la maldici¨®n era vivir en la zona menos noble de un barrio aristocr¨¢tico, habitar una casa de clase media rodeada de mansiones se?oriales, estudiar en colegios de ¨¦lite gracias a una beca y no siendo rico tener condisc¨ªpulos y amigos adinerados. ?ste era el caso de Francis Scott Fitzgerald, un adolescente atractivo y lleno de talento, condenado a ejercer su seducci¨®n entre clanes cuyos v¨¢stagos engominados jugaban al polo y en el Country Club bailaban con ricas herederas un poco ?o?as, que "ten¨ªan la voz llena de dinero". El muchacho las ve¨ªa subir a los descapotables color crema y tabaco de sus novios con la pamela atada con un lazo de tul en la luminosa barbilla a la sombra del casta?o de la elegante avenida Summit de Saint Paul y tal vez en el subconsciente se propuso estrellar su vida contra ese espejo.
Zelda Sayre. La sac¨® a bailar y en la pista la pareja fue admirada por su belleza fr¨ªvola, como el ideal de una existencia evanescente
Francis Scott Fitzgerald hab¨ªa nacido el 24 de septiembre de 1896 en esa oscura ciudad provinciana del Estado de Minnesota. Hasta Saint Paul hab¨ªa llegado su padre desde Nueva Inglaterra como representante de jabones, despu¨¦s de haberse arruinado en un negocio de muebles de mimbre. Su madre, una McQuilliam de soltera, descend¨ªa tambi¨¦n, como su marido, de emigrantes irlandeses comepatatas, pero su familia hab¨ªa alcanzado en el ramo de la alimentaci¨®n cierta pujanza econ¨®mica y una discreta relevancia social. La distancia que le separaba de la clase privilegiada el escritor la tuvo que salvar mediante la fascinaci¨®n personal y en ese empe?o sacrific¨® su h¨ªgado a los dioses paganos.
Al iniciarse el siglo XX la suprema modernidad la marcaban cuatro cacharros emblem¨¢ticos, el coche, el tel¨¦fono, el cine y el avi¨®n, los cuatro destinados a anular por primera vez el tiempo y el espacio y a crear en el horizonte un espejismo siempre inalcanzable. En ella unos seres hermosos y malditos estaban dispuestos a quemarse las alas bajo la excitante m¨²sica de jazz. Scott Fitzgerald se hallaba entre ellos. Era entonces un guapo muchacho con cuello de porcelana, inteligente y divertido. Quer¨ªa escribir. Ese destino parec¨ªa llenar de un licor muy dulce toda ambici¨®n y tal vez una noche levant¨® los ojos hacia la oscuridad estrellada y se pregunt¨® qu¨¦ parte del universo le corresponder¨ªa en propiedad exclusiva el d¨ªa de ma?ana.
Enamorado de su propia juventud dej¨® atr¨¢s el Medio Oeste poblado de provincianos comidos por la moral puritana e ingres¨® en la Universidad de Princeton y all¨ª se dedic¨® a desarrollar el arte de ser admirado por sus compa?eros, que acabar¨ªan convertidos en criaturas de ficci¨®n de su primera novela. Su nombre comenz¨® a encaramarse trabajosamente en los suplementos literarios de los peri¨®dicos y revistas de Nueva York. Con los primeros tres d¨®lares que le pagaron por uno de sus cuentos se compr¨® unos pantalones blancos de franela con tres pliegues. Poco despu¨¦s la historia le dio la oportunidad de realizar con la propia vida el sue?o del m¨¢s famoso de sus personajes. Llamado a las armas en la Primera Guerra Mundial, durante su estad¨ªa en el campamento de instrucci¨®n Camp Sheridan, en Alabama, con uniforme de teniente, lo mismo que luego har¨ªa Jay Gatsby con la rica heredera Daisy Buchanan, acudi¨® a un baile en el Country Club de la cercana ciudad de Montgomery donde conoci¨® a la bella sure?a Zelda Sayre. La sac¨® a bailar y en la pista la pareja fue admirada por su belleza fr¨ªvola, como el ideal de una existencia evanescente.
Se enamoraron. Ella tambi¨¦n escrib¨ªa. Era tan ambiciosa y loca como ¨¦l, aunque m¨¢s rica y sofisticada. No se entregar¨ªa mientras Francis Scott fuera no m¨¢s que un delicioso pelanas, escritor de relatos cortos y de anuncios de publicidad. Pero un d¨ªa le lleg¨® el ¨¦xito con su primera novela, A este lado del para¨ªso, y el remolino de la fama le trajo tambi¨¦n a sus brazos como gran bot¨ªn a la bella sure?a. Se casaron en la catedral de Saint Patrick de Nueva York y a partir de ese momento aquella pista de baile del Country Club de Montgomery tom¨® una dimensi¨®n indefinida en la mente de ambos y en ella siguieron danzando all¨ª dondequiera que se encontraran, sobrios o borrachos. La pareja inici¨® una aventura est¨¦tica atormentada, llena de lujo, maletas y viajes detr¨¢s del ¨¦xito. Sentirse divinos a cualquier hora del d¨ªa y todos los d¨ªas del a?o les oblig¨® a cabalgar para entrar siempre en la meta agonizando. Uno de los dos ten¨ªa que sacrificarse en el altar del otro. Los celos literarios se a?adieron a los de una pasi¨®n demoledora. Dispuestos a beberse el mundo en forma de aceituna en mil martinis, all¨ª donde no llegara el talento o el car¨¢cter llegar¨ªa el alcohol.
Par¨ªs era entonces un barrio imaginario de los seres privilegiados de Nueva York y la Costa Azul una proyecci¨®n solar de Par¨ªs. Toldos blancos y azules, sombreros blancos y ba?adores femeninos con rayas de avispa, un lugar para navegar a bordo de s¨ª mismos sin que las noches terminaran nunca. Zelda era su modelo. Bella, fr¨ªvola, inestable, imaginativa. Excitaba la imaginaci¨®n de su marido sin dejar nunca de atormentarlo. Al principio de la galopada era una de esas parejas rutilantes que al entrar en una fiesta hace que los m¨²sicos, llenos de admiraci¨®n, paren la orquesta. Siempre aparec¨ªan en el lugar y en el momento oportunos, en el bar del Ritz a solas con un martini seco, en Montparnasse con Gertrude Stein o con Hemingway, Ezra Pound o James Joyce; en la Costa Azul en los sillones blancos del millonario Murphy a la sombra de Picasso. Mientras Zelda se preguntaba qu¨¦ pod¨ªa hacer con su vida, Scott Fitzgerald viv¨ªa aun para escribir. Ten¨ªa ¨¦xito. Ganaba dinero. Lo dilapidaba. Quemaba la vida. Pronto comenzaron a devorarse. Iban tan empapados en alcohol que los amigos comenzaron a hacerles de lado y esta paranoia le obligaba a destruirse con m¨¢s furia todav¨ªa. Los dos eran sus propios personajes de ficci¨®n, pero siendo tan fr¨ªvolo, nadie como Scott Fitzgerald consigui¨® describir con tanta intensidad, gracia y maestr¨ªa la pompa de jab¨®n que se estableci¨® en el aire de Par¨ªs y de Nueva York en el periodo de entreguerras dentro de la cual sonaba m¨²sica de jazz, bailaban criaturas vanas, hab¨ªa grandes fiestas como la cima de todos los sue?os y m¨¢s all¨¢, nada.
Un d¨ªa termin¨® el baile, que iniciaron en aquella pista del Country Club de una ciudad de Alabama. Scott Fitzgerald lleg¨® a tener un poco de sangre en la corriente de alcohol en las venas. Zelda comenz¨® a dar se?ales ya inequ¨ªvocas de esquizofrenia. Antes de devorarse del todo se separaron. El escritor recul¨® hasta un cub¨ªculo de la Metro en Hollywood donde escrib¨ªa a tanto el folio unos guiones que nunca se rodar¨ªan, adornando el cuchitril con decenas de cocacolas vac¨ªas en el suelo. El d¨ªa 21 de diciembre de 1940 muri¨® de un ataque al coraz¨®n. Zelda le sobrevivi¨® unos a?os. Estaba ingresada en el sanatorio psiqui¨¢trico Highland de Ashville. El 10 de marzo de 1948 el establecimiento ardi¨® y Zelda Sayre muri¨® abrasada. Juntos de nuevo en la tumba su epitafio dice: "Y as¨ª vamos adelante, botes que reman contra la corriente, incesantemente arrastrados hacia el pasado". Es la ¨²ltima frase del Gran Gatsby. -
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