La corriente del Bronx
1 - Eran las ocho de la tarde y yo lidiaba con la apacible -s¨®lo en apariencia- monoton¨ªa del momento hogare?o. Fui a mirar al ordenador la correspondencia electr¨®nica y me llev¨¦ un leve susto. Acababa de mandarme un e-mail Antoni Casas Ros, el escritor sin rostro, el hombre desfigurado. Siempre tendr¨¢ algo de inquietante que un hombre invisible se ponga en contacto con uno. Me escrib¨ªa en franc¨¦s desde un lugar tan secreto e inaccesible que mi protector de seguridad me advirti¨® de que pod¨ªa encontrarme ante un mensaje falseado, tal vez un intento de estafa. Esto no me extra?¨® porque es l¨®gico que Casas Ros tome sus precauciones para evitar que lo localicen: desea permanecer en la sombra y no salir jam¨¢s de lo invisible y, si no le entend¨ª mal, seg¨²n me dec¨ªa en su mensaje, piensa dejar que en el futuro su escritura "siga permaneciendo detr¨¢s del velo negro de Hawthorne".
Est¨¢ claro que no escapo en las ¨²ltimas semanas de esa tela oscura que tapa el rostro de un cl¨¦rigo en un cuento de Hawthorne. Hasta me compr¨¦ ayer El velo negro, un libro magn¨ªfico de Rick Moody, donde este autor mezcla autobiograf¨ªa, ficci¨®n y ensayo para acercarse a la figura de un tal Moody antepasado suyo, que fue el cl¨¦rigo en el que se inspir¨® Hawthorne para su relato. Es memorable, en las primeras p¨¢ginas, la figura de un personaje que se mueve por el metro de Nueva York, digamos que con la arritmia de la desesperaci¨®n, y que tiene algo de monstruo suelto por la ciudad: "Aquel tipo no ten¨ªa rostro. En vez de una cara, me encontr¨¦ con una enorme prenda con capucha, una especie de chaqueta para la nieve, probablemente un anorak o un abrigo o algo as¨ª, un traje de El s¨¦ptimo sello, y aquella capucha colgaba sobre su cara, no s¨®lo sobre su frente, de modo que no se advert¨ªa rostro alguno". En realidad, nos dice Moody, no se advert¨ªa nada de nada, ni barbilla, ni un trocito de cuello mal afeitado, nada, ninguna cara, s¨®lo la capucha de una especie de color marr¨®n gris¨¢ceo y mugriento que se balanceaba de un lado a otro...
?Era la Muerte? Pod¨ªa ser que s¨ª, que fuera la Muerte, ese personaje de la Edad Media. ?Tendr¨ªa voz? "No seamos rid¨ªculos", dice Moody, "la Muerte no ten¨ªa intenci¨®n de viajar en mi vag¨®n. La Muerte no es tan met¨®dica".
2 - Eran las ocho y cinco de la tarde y yo segu¨ªa lidiando con la aparente monoton¨ªa del momento hogare?o. Despu¨¦s del mensaje de Casas Ros, me hab¨ªa puesto a releer el libro de Rick Moody, cuya exhibici¨®n de talento me hab¨ªa dejado fascinado. Son¨® el tel¨¦fono. En el contestador reconoc¨ª la voz de una amiga y descolgu¨¦. La amiga y su hijita llamaban porque estaban en la tumba de Herman Melville en Nueva York. Una casualidad sin duda. Imposible no tener en cuenta que Melville le dedic¨® la novela Moby Dick a su amigo Hawthorne. Pens¨¦ que el sal¨®n de nuestra vida cotidiana puede ser una gran central de azares. Y de contrastes. Porque si en Barcelona hab¨ªa ca¨ªdo ya la noche, en el cementerio de Woodlawn, en el Bronx, el d¨ªa era soleado y fresco, con brisa marina. Y si la monoton¨ªa del momento era tan s¨®lo aparente se deb¨ªa a que yo era consciente -de acuerdo con Magris en su prefacio a El infinito viajar- de que precisamente en el espacio dom¨¦stico, en el hogar, es donde el viajero empedernido se juega realmente la vida, la capacidad o la incapacidad de amar y construir, de tener y dar felicidad, de crecer con valent¨ªa o agazaparse en el miedo. Dicho de otro modo: la casa es el lugar central de nuestro mundo; es el lugar de la pasi¨®n m¨¢s fuerte, en ocasiones devastadora -por la compa?era de tus d¨ªas, por ejemplo-, el lugar de la pasi¨®n que nos cala sin miramientos.
La amiga que llamaba pregunt¨® de golpe si quer¨ªa enviarle un mensaje a Melville. Seg¨²n c¨®mo se mire, nunca estuvieron mi sal¨®n y gabinete tan conectados con la sepultura de Melville como en aquel momento. Por unos segundos (y hay que comprender que todo es verdad: todo lo que las personas han pensado alguna vez es la rigurosa verdad), imagin¨¦ a Laura, la hijita de mi amiga, junto al capit¨¢n Ahab, el inolvidable personaje de Moby Dick. Pero era un capit¨¢n sin rostro, aunque con zapatos n¨¢uticos, jersey de lana y chaqueta de tweed con parches en los codos, sentado en la tumba del gran Melville.
Me acord¨¦ de unos versos de Hart Crane y, como no ten¨ªa ning¨²n mensaje que enviar a aquel cementerio del Bronx, recit¨¦ por tel¨¦fono los primeros versos de ese poema que Crane escribi¨® acerca de la tumba de Melville y que me s¨¦ de memoria, tal vez porque nunca logr¨¦ entender palabra de lo que ah¨ª se dice: "Lejos de este arrecife, a veces, bajo la ola / Los dados de los huesos de los muertos / Vio legar un mensaje, al contemplarlos / Batir la orilla, en polvo oscurecidos".
La tumba es modesta, dijo mi amiga, es la tumba del escritor completamente olvidado que Melville era cuando muri¨®. Y no era una sepultura muy frecuentada, me explic¨®. Apenas cuatro rosas, tres mensajes an¨®nimos, un retal de bandera americana, dos l¨¢grimas dibujadas por alg¨²n esp¨ªritu tierno. Aunque fuera tan s¨®lo a trav¨¦s del hilo telef¨®nico, cada vez me sent¨ªa m¨¢s cerca de la tumba y de los dados de unos huesos en polvo oscurecidos. Me desped¨ª de mi amiga y de su hija. Y vi que el capit¨¢n Ahab sin rostro, desaparecidas las fronteras entre la vida y la muerte, se quedaba oscilando en el oc¨¦ano, a medio camino entre el sal¨®n de casa y la suave corriente del Bronx.
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