Dubl¨ªn negro
Sobre la pinza del bogavante, la esencia de esta historia, se hablar¨¢ luego. Tambi¨¦n se hablar¨¢ luego del inquietante Benjamin Black. Hay que empezar por el principio y John Banville (Wexford, Irlanda, 1945) lleva ya 10 minutos esperando al periodista. Ocupa el peor asiento en la mejor mesa del restaurante y tiene ante s¨ª una copa de vino blanco. Es un hombre formal que viste formalmente y luce una sonrisa circunspecta. No habr¨ªa en ¨¦l nada de amenazante, si nos olvid¨¢ramos de la pinza. Dicen de Banville que es el mejor escritor en lengua inglesa. Quien redacta estas l¨ªneas carece de autoridad para proclamar algo tan grave, pero lo piensa. La pinza est¨¢ ah¨ª, y su presencia no afecta solamente al entrevistador. Banville es tambi¨¦n consciente de ella. Para disimularla, a?ade a su humor oscuro, muy irland¨¦s, abundantes dosis de autoiron¨ªa.
"Al principio escrib¨ªa y reescrib¨ªa, y mi primera novela tuvo nueve versiones. Ahora no. Ahora voy frase a frase"
"Los irlandeses escribimos en ingl¨¦s, una lengua extranjera. No nos sentimos c¨®modos, miramos el lenguaje desde fuera"
"Soy como un bogavante. Yo tengo la pinza: es esta mano. Est¨¢ incre¨ªblemente desarrollada para escribir historias"
"Black no tiene problemas. Escribe con el ordenador. La pantalla es demasiado r¨¢pida para Banville"
El gran escritor es vegetariano, pero recomienda encarecidamente las chuletas de cordero. No fuma, pero no le parece mal que otros fumen. En su caso, esa tolerancia desasosiega. El fen¨®meno es parecido al de Funes el memorioso, aquel personaje de Borges incapaz de olvidar nada, cuyos interlocutores quedaban paralizados: sab¨ªan que cualquiera de sus palabras, titubeos y errores se grababan para siempre en la mente de Funes. En el caso de John Banville, uno teme por su alma. M¨¢s tarde, el escritor lo reconocer¨¢: si no se interesa por alguien, ve s¨®lo una m¨¢scara; si se interesa, hurga en esa persona y la reconstruye en palabras para hacerla "verdadera", como uno de sus personajes. "Est¨¢n los hechos y est¨¢ la verdad", dice, "y no coinciden necesariamente". Lleva casi medio siglo desbrozando realidad para encontrar verdades.
Se hace pasar por un autor casi marginal, escudado tras sus ventas. Algunas de sus novelas, es cierto, han tenido tiradas iniciales de 5.000 ejemplares. Tambi¨¦n es cierto, sin embargo, que fue editor literario del Irish Times y que sus cr¨ªticas, ocasionalmente feroces, se publican desde hace a?os en The New York Review of Books, donde se dio el gustazo de destrozar una novela, S¨¢bado, de un colega tan insigne como Ian McEwan. Es amigo de Claudio Magris y cuenta divertid¨ªsimas an¨¦cdotas de otros escritores, con la condici¨®n de que no se publiquen. El almuerzo transcurre ameno: luce el sol sobre Dubl¨ªn, desde la ventana se ven las aguas plateadas del Liffey, Banville pide m¨¢s vino y los comensales r¨ªen.
John Banville naci¨® en Wexford, una ciudad provinciana en un pa¨ªs que entonces, a mediados de los cuarenta, era el colmo del provincianismo: pobreza, hipocres¨ªa, sotanas y censura. La prensa inglesa llegaba recortada, porque un irland¨¦s no pod¨ªa ver un anuncio de preservativos. Su padre trabajaba en un garaje y su madre se cuidaba de la casa. No fue a la universidad. En cuanto pudo se larg¨® de casa y encontr¨® empleo como oficinista en Aer Lingus, las l¨ªneas a¨¦reas irlandesas. Fue un don nadie durante d¨¦cadas, y lo sab¨ªa. Un don nadie con la pinza. Ese antiguo martirio del ego asoma puntualmente. Al hablar de su Arte, habla con may¨²sculas. Nada de falsas modestias. En 2006, cuando recibi¨® el prestigioso Booker Prize, el m¨¢ximo premio literario brit¨¢nico, por su novela El mar, Banville felicit¨® al jurado por conceder el reconocimiento a "un libro de verdad".
Bajo el restaurante se encuentra la librer¨ªa The Winding Stair. Insiste en entrar y ruega que se cite el nombre, porque es amigo de los propietarios. Para sellar el pacto con el entrevistador, comete un soborno escasamente delictivo y le regala Cartas de Ted Hughes, una recopilaci¨®n de la correspondencia privada del poeta ingl¨¦s. Son 37 euros y 756 p¨¢ginas. "Ya ver¨¢, es muy ingenioso", explica. En ese momento, el receptor del pesado soborno sospecha que el libro sobre Hughes, quiz¨¢ como las chuletas, forma parte de una broma cr¨ªptica. Y no: las cartas del poeta son, en efecto, casi divertidas. A Banville, con su pasi¨®n por escudri?ar el alma humana, deben apasionarle.
Hablando de alma humana, quien no ha le¨ªdo a¨²n nada de John Banville podr¨ªa comenzar por El intocable (1997). Se trata de su novela m¨¢s convencional. Es casi una biograf¨ªa de Anthony Blunt, el asesor de arte de la reina Isabel II que espi¨® para los sovi¨¦ticos. Victor Maskell, el intocable, es un Blunt pasado por la pinza, es decir, m¨¢s verdadero que el propio Blunt. Banville recuerda con halago que Stella Rimington, jefa del MI5, el servicio de espionaje brit¨¢nico, se declar¨® entusiasta de El intocable. A partir de ah¨ª se puede seguir con El libro de las pruebas, o El mar, o cualquier otra entre una quincena de obras magn¨ªficas.
A Banville le incomoda su reputaci¨®n de escritor para ¨¦lites, de "escritor para escritores". "Esa fama es un desastre", bromea, "porque los escritores no compran libros, y si lo hacen es para apu?alarte por la espalda". Admite, en cualquier caso, que su prosa "puede ser dif¨ªcil, aunque a m¨ª no me lo parezca". "Es cierto, mis textos no toleran al lector que se duerme entre una l¨ªnea y otra. Exigen atenci¨®n. Si no fuera as¨ª, ?qu¨¦ sentido tendr¨ªa escribir?". Esta parte de la conversaci¨®n transcurre en el estudio de Banville, donde no queda ya margen para disimulos. Es el momento de hablar de su talento. Y de la pinza. Y de su otro yo.
Empieza con el viejo y solvente argumento de la condici¨®n irlandesa. "Yo soy irland¨¦s, y los escritores irlandeses escribimos en ingl¨¦s, una lengua extranjera. No nos sentimos c¨®modos, miramos el lenguaje desde fuera. Cuando leo a Nabokov [de origen ruso] le entiendo perfectamente, porque tambi¨¦n escribe ingl¨¦s desde fuera. Un autor ingl¨¦s intenta que su prosa sea f¨¢cil y transparente, siguiendo el consejo de George Orwell: el texto debe ser como una hoja de cristal. Para m¨ª, para los irlandeses, no debe ser un cristal, sino una lente capaz de aproximar, alejar o distorsionar. Mire, venimos del ga¨¦lico, una lengua extraordinariamente evasiva en la que no es posible decir cosas directas. No se puede decir, por ejemplo, "soy un hombre". Habr¨ªa que decir algo as¨ª como "estoy en mi hombr¨ªa". El ga¨¦lico es oblicuo y se aleja continuamente de lo esencial, mientras el ingl¨¦s es lo contrario, va directo al grano. "Esa tensi¨®n, nacida a mediados del siglo XIX, cuando dejamos de hablar ga¨¦lico y adoptamos el ingl¨¦s del imperio, gener¨® un lenguaje nuevo y potente. El lenguaje de Wilde, Keats, Shaw, Joyce, Beckett, distinto del ingl¨¦s de Inglaterra, Estados Unidos o Australia".
"Irlanda es un pa¨ªs de contadores de historias", prosigue. "Imagine que uno de nuestros pol¨ªticos o uno de nuestros obispos comete algo terrible. Bien. A usted le interesar¨ªa saber exactamente c¨®mo han sucedido las cosas. Para nosotros, eso es secundario. Lo que nos importa es c¨®mo van a explicarse. Si el pol¨ªtico o el obispo son capaces de justificarse con gracia, es decir, con un relato humano y apasionante, pueden salir del apuro sin grandes problemas".
Tras el circunloquio irland¨¦s, el trabajo de Banville, que fabrica su prosa "con los horarios de un oficinista: de nueve y media a seis, con una pausa para el almuerzo". "Al principio escrib¨ªa y reescrib¨ªa, y mi primera novela tuvo nueve versiones. Ahora no. Ahora voy frase a frase, y no paso a la siguiente hasta conseguir exactamente lo que quiero. Tambi¨¦n me interesa el ritmo, dentro de la frase y en el conjunto. Es muy importante conseguirlo".
"Creemos hablar una lengua", prosigue, "pero es la lengua quien nos habla a nosotros. Cada palabra ha sido utilizada ya un bill¨®n de veces y carga con el eco de todo ese uso; tambi¨¦n carga, adem¨¢s, con el peso de todas las cosas que no dice. Shakespeare y Cervantes vivieron cuando el hombre moderno descubri¨® el yo, fueron los primeros en decir realmente 'soy yo', y escribieron en un molde relativamente nuevo. El ingl¨¦s y el castellano eran idiomas j¨®venes. Ahora son idiomas gastados, cansados, y a la vez m¨¢s ricos. En realidad, las palabras siguen sorprendi¨¦ndome, sigo descubriendo en el diccionario acepciones que desconozco". A Banville le encantan las an¨¦cdotas literarias. "?Sabe lo de Thomas Hardy? Una vez top¨® en un libro con una palabra que ignoraba. Busc¨® en el diccionario y result¨® que la ¨²nica fuente para esa palabra era una frase escrita por el propio Hardy".
La de Banville no fue una vocaci¨®n tard¨ªa. "Hacia los 12 a?os fui consciente de que lo m¨ªo era el lenguaje. Es el momento en que percibimos c¨®mo nos enfrentaremos al mundo. Luego, durante un tiempo, quise ser pintor, pero me faltaba talento. Ahora, a mi edad, no sabr¨ªa vivir sin palabras. Es un poco triste: nada es real para m¨ª si no est¨¢ expresado con palabras. Lo mismo debe pasarle a usted, que trabaja como periodista: est¨¢ continuamente traduciendo la realidad en palabras".
El periodista, interpelado, se defiende como puede.
—Yo no soy un creador, me limito a trabajar en esto.
—Ya —r¨ªe Banville—. ?sa es la ilusi¨®n con la que se protege.
—Usted ha sido periodista y sabe que tengo raz¨®n.
—Yo no he sido periodista como usted. Yo he hecho periodismo cultural, cr¨ªticas de libros. Eso es trabajar con artefactos hechos de palabras. Usted, en cambio, puede ir a un incendio en el que mueren 40 personas y contarlo despu¨¦s en 400 palabras. ?Se da cuenta? Traduce un suceso tremendo en una pieza breve y comprensible. No hace ficci¨®n, pero necesita un esfuerzo de imaginaci¨®n. Yo tendr¨ªa dificultades para hacer eso. Ver¨ªa el cad¨¢ver de una anciana y pensar¨ªa en que, seguramente, ten¨ªa un gato. ?Habr¨ªa muerto el gato? ?Habr¨ªa escapado? Quedar¨ªa atrapado en los detalles.
A estas alturas, John Banville muestra el m¨¢s claro rastro de la pinza. Abre un cuaderno que es un libro. Sus libros nacen as¨ª, con una pluma estilogr¨¢fica que traza signos asombrosamente pulcros, regulares y legibles sobre un cuaderno de hojas blancas. Ninguna tachadura. Todo exacto, impoluto y definitivo. Frase a frase. Es el momento de preguntarle c¨®mo sobrelleva su condici¨®n de maestro supremo de la lengua inglesa.
"No, no, no", dice. Se trata, pese a su reiteraci¨®n, de un "no" relativo. "Tengo muy desarrollado el sentido del absurdo y no creo en la noci¨®n del gran hombre, el maestro. Muchos de los males del siglo XX surgieron de ah¨ª, de la devoci¨®n por el presunto gran hombre. Yo llevo casi 50 a?os en esto y, s¨ª, creo que a estas alturas he aprendido a manejar mi idioma. Soy capaz de escribirlo todo exactamente como quiero. Pero no soy un maestro, no tengo autoridad. Sigo pele¨¢ndome con las sombras, a¨²n me pregunto con qu¨¦ palabra empezar y a¨²n tengo miedo a hacerlo mal. Soy como un bogavante. ?Se imagina un bogavante? ?Recuerda esas pinzas enormes? Yo tengo la pinza: es esta mano. Est¨¢ incre¨ªblemente desarrollada para escribir historias. S¨¦ que dispongo de ese talento. El resto de m¨ª, como le ocurre al bogavante, es coraza y fragilidad".
?Y Benjamin Black? ?Se parece a John Banville? "No, Black no tiene problemas. Black, por ejemplo, escribe con el ordenador. La pantalla es demasiado r¨¢pida para Banville; en cambio, tiene la velocidad adecuada para un tipo como Benjamin Black". El tal Black naci¨® de las novelas de Simenon, "las buenas, las que no son de Maigret", y de un gui¨®n televisivo que no lleg¨® a producirse. Banville ten¨ªa una historia en las manos y decidi¨® convertirse en Black para escribirla en tercera persona (los libros de Banville siempre se relatan en primera persona) y con la displicencia que exige el g¨¦nero negro. La historia se convirti¨® en El secreto de Christine, una novela de cr¨ªmenes e hipocres¨ªa ambientada en Dubl¨ªn y Boston a mediados de los cincuenta. "Aqu¨¦l fue un tiempo oscuro, un tiempo de culpa, cigarrillos y secretos profundos, ideal para la intriga", comenta. No se document¨® sobre la ¨¦poca. "Los novelistas no deben investigar, sino crear. Nuestro trabajo consiste en inventar. Los hechos y la verdad no son lo mismo, ?recuerda?".
El secreto de Christine (2006) result¨® una novela tersa, amarga, con un protagonista fascinante: el m¨¦dico forense Quirke, grande, alcoh¨®lico y desencantado. "Creo que Black tiene talento para la ficci¨®n barata", se burla Banville. Al a?o siguiente apareci¨® una nueva obra de Black: The silver swan, que ahora se publica en Espa?a como El otro nombre de Laura (Alfaguara). De nuevo el protagonista es Quirke y los personajes principales son los mismos. Esta segunda novela es a¨²n mejor que la primera. En verano, Black serializ¨® para The New York Times una tercera entrega, The lemur. Banville contempla con escepticismo la intensa actividad de su otro yo: "?Usted cree que Benjamin Black llegar¨¢ a ganar dinero?".
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