El mar de las postales
Soy ese hombre de edad intermedia que escribe postales detr¨¢s del ventanal de un caf¨¦, en medio de gente casi siempre m¨¢s joven absorta en pantallas de port¨¢tiles blancos. Tambi¨¦n yo llevo mi port¨¢til conmigo, y antes o despu¨¦s de escribir las postales me sumerjo en ¨¦l para mirar el correo o para perderme en ese universo instant¨¢neo que est¨¢ en todas partes y en ninguna parte y en el que todo es accesible pero nada puede olerse o rozarse o tenerse entre las manos. Escribo postales para mis hijos o para alg¨²n amigo y a la vez que disfruto de ese h¨¢bito soy consciente de mi anacronismo. Pero fui educado para ver y tocar las cosas de cerca, y escribir a mano un nombre querido en el reverso de la postal, pegarle el sello, dejarla deslizarse en el buz¨®n, son placeres a los que no me gusta renunciar, sobre todo cuando pienso que la postal encontrar¨¢ su camino en la lejan¨ªa y dentro de unos pocos d¨ªas aparecer¨¢ en el buz¨®n de alguien que la tenga en sus manos y reconozca la escritura, la fecha y el nombre de la ciudad extranjera en el matasellos.
Escribir un nombre querido en el reverso de la postal, pegarle el sello, dejarla deslizarse en el buz¨®n, son placeres a los que no me gusta renunciar
Hoteles, transatl¨¢nticos, estaciones que no existen perviven en la memoria fr¨¢gil de las postales. Pero conmueve m¨¢s leer lo escrito en el reverso
Un amigo al que le hablo de esta afici¨®n me pregunta no sin cierto misterio si no he o¨ªdo hablar del Metropolitan Postcard Club of New York City, que celebra una de sus dos ferias anuales precisamente el fin de semana, en el hotel New Yorker, un rascacielos art d¨¦co de terrazas escalonadas, coronado por un cartel de letras rojas que ver¨ªan flotando en la bruma del amanecer los viajeros acodados en las barandillas de los transatl¨¢nticos. El hotel estaba muy cerca de los muelles y a un paso de la estaci¨®n de Pennsylvania, con su fachada ingente de columnas cl¨¢sicas y sus b¨®vedas interiores con arcos de hierro bajo los que se multiplicaban los relojes. En los a?os sesenta, con el nuevo auge de la aviaci¨®n y del transporte por carretera, las compa?¨ªas ferroviarias y las de viajes transatl¨¢nticos fueron a la quiebra y el New Yorker se fue convirtiendo en una decr¨¦pita torre babilonia en medio de un paisaje de ruinas. Pennsylvania Station hab¨ªa sido uno de los edificios m¨¢s nobles de la ciudad: la rapi?a de los especuladores se ali¨® eficazmente al desprecio vanidoso de los arquitectos modernos, y aquella estaci¨®n admirable fue demolida en un acto de vandalismo urbano cuya verg¨¹enza perdura en los horrores que la sustituyeron: una torre c¨²bica y vulgar de apartamentos, el espantoso cilindro de hormig¨®n gris del Madison Square Garden.
Paso cerca de ellos apartando la vista cuando voy a la feria rec¨®ndita del Metropolitan Postcard Club. El hotel New Yorker, que se salv¨® de la demolici¨®n, parece que empieza a recuperarse de la ruina, pero su antiguo lujo sigue siendo un poco tronado, y las moquetas y las molduras doradas lo sumergen a uno en un retroceso en el tiempo. Dos salones enteros ocupa la feria de postales. Y nada m¨¢s entrar en ella el retroceso en el tiempo se conjuga con la sensaci¨®n de haber ingresado en un espacio ajeno al mundo exterior, aunque preservado en condiciones menos perfectas que las de una c¨¢mara egipcia. Los puestos de postales est¨¢n tan pegados los unos a los otros que apenas hay sitio para circular entre ellos. Los vendedores oscilan entre la edad ya canosa de los ¨²ltimos hippies y la ancianidad abiertamente legendaria, casi todos con ese aire rancio y bohemio -no siempre distinguible de la falta de aseo- que es tan habitual en los mercadillos callejeros. Coletas entrecanas, pechos femeninos que omitieron todo trato con el sujetador desde finales de los a?os sesenta. En cada puesto se alinean las cajas de cart¨®n llenas de postales, separadas en categor¨ªas por cartulinas blancas escritas a mano, con los ¨¢ngulos gastados. El estruendo de alto horno y cadena de montaje de las calles azotadas por el viento y la lluvia y trastornadas por el tr¨¢fico en la tarde del viernes es aqu¨ª un murmullo tenue amortiguado por el espesor de las moquetas: las voces ¨¢vidas y murmuradas de los coleccionistas, el zumbido de sus indagaciones prodigiosamente espec¨ªficas.
Al cabo de unos minutos la excitaci¨®n y el mareo de este lugar no son menos agotadores que los de la calle. Poco a poco, el visitante intruso comprueba que ha ingresado en un mundo de una complejidad abrumadora, m¨ªnimo y pululante como el de una colonia de insectos que se descubre al levantar una piedra. Cada puesto de postales implica un esfuerzo clasificatorio no muy inferior al que emprendi¨® Buffon en los cuarenta y siete vol¨²menes de su Historia Natural. Muy pronto se pierden de vista las grandes categor¨ªas generales: postales de navegaci¨®n, de pa¨ªses, de astronom¨ªa, de bot¨¢nica, de guerra, de submarinos, de circos, de ciudades, de gatos, de personajes c¨¦lebres, de ni?os. ?Navegaci¨®n a¨¦rea, mar¨ªtima, terrestre? ?Postales de globos o de zepelines? ?De gatos salvajes, de gatos dom¨¦sticos, de gatos embalsamados? ?De barcos de vela, de remo, a motor, de la antig¨¹edad, de pasajeros, de rueda, fluviales, de lago, de ?frica, de contrabando? ?De forzudos de circo, de enanos, de tragafuegos, de siameses, de siameses varones o siameses hembras, de siameses trapecistas, de enanos casados entre s¨ª, de enanos vestidos con todo tipo de uniformes seg¨²n se exhib¨ªan en la Ciudad de Liliput que pudo verse con gran ¨¦xito en la Exposici¨®n Universal de Par¨ªs de 1937, la misma del Guernica? ?De exposiciones universales? ?De Picasso? Buscando huellas materiales del tiempo anterior a mis recuerdos encuentro postales de transatl¨¢nticos, de hoteles y ferrocarriles de los a?os treinta, postales de un Madrid apaisado con autom¨®viles negros. Pero enseguida me pierdo, como en un zoco, y se me olvida mi prop¨®sito, y me sumerjo en una subclasificaci¨®n de joviales ni?os fumadores de los a?os veinte -beb¨¦s fumando en pipa, haciendo roscos de humo, sosteniendo cigarrillos- un poco antes de caer en otra que trata de bandidos del siglo XIX, algunos reci¨¦n descolgados de la horca, otros con un agujero de bala en el pecho, con la voracidad atroz de la fotograf¨ªa forense.
Hoteles, transatl¨¢nticos, estaciones que ya no existen perviven en la memoria fr¨¢gil de las postales. Pero conmueve m¨¢s leer lo escrito en el reverso, noticias r¨¢pidas sobre una traves¨ªa, nombres en cursiva de personas que fueron j¨®venes hace setenta o cien a?os, direcciones a las que llegaron las postales y en las que probablemente no hay nadie que recuerde a quien las recibi¨®, con un estremecimiento de inminencia ante la llamada del cartero. Cuando yo era ni?o las postales que nos enviaban los parientes viajeros -en la mili, en viaje de novios- tra¨ªan los colores inauditos del mundo exterior, los azules del cielo de Madrid, los del mar que no hab¨ªamos visto, al fondo de paseos con palmeras. Me pierdo en el desvar¨ªo de im¨¢genes del Metropolitan Postcard Club imaginando que puedo encontrar de nuevo, restituida por un milagro del azar, en un rel¨¢mpago del tiempo, una de aquellas postales que despertaron la vocaci¨®n del viaje con la misma eficacia que las novelas de aventuras y las pel¨ªculas en tecnicolor.
La pr¨®xima feria del Metropolitan Postcard Club of New York City se celebra el 29 de junio. www.metropostcard.com/
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