D¨®nde huir en secreto
En la d¨¦cada de los ochenta del pasado siglo, viv¨ª un par de a?os en Venecia. No seguidos exactamente: pasaba all¨ª mes y medio y luego tres en Oxford, otros dos all¨ª y a continuaci¨®n dos en Madrid, as¨ª entre 1984 y 1989. En Venecia no hac¨ªa vida de turista, sino de residente: me asimil¨¦ a las personas que me acog¨ªan amablemente en su casa y que viv¨ªan all¨ª todo el a?o. Claro que me asomaba a una iglesia o a un palacio cuando me pillaban de camino en mis recorridos y paseos cotidianos. Iba al mercado del Rialto, al mercadillo de Campo San Barnaba y al supermercado de Campo Santa Mar?gherita, hac¨ªa un poco de amo de casa (s¨®lo un poco), y aprend¨ª los m¨¢s raros atajos para evitar las calles por las que era imposible transitar, abarrotadas de reba?os tur¨ªsticos de gran torpeza, lentitud y vociferaci¨®n. En aquella ¨¦poca me llamaba la atenci¨®n que Venecia parec¨ªa ser la ¨²nica ciudad del mundo en la que los visitantes no se comportaban como sol¨ªan hacerlo en las dem¨¢s que yo conoc¨ªa, a saber, m¨¢s o menos con el mismo respeto que uno observa cuando est¨¢ de visita en casa ajena. En la propia uno pone los pies donde le place, desordena cuanto quiere, se tumba en el sof¨¢ o en el suelo -tengo mucha querencia por el suelo-, maneja el tocadiscos y la televisi¨®n a su antojo. Cosas todas m¨¢s o menos normales que sin embargo jam¨¢s har¨ªa en casa de otro. (Bueno, con la excepci¨®n del ex-Presidente Aznar, que ya sabemos lo grosero que es cuando visita a sus amigos). Los forasteros que pisaban Venecia tomaban la ciudad al asalto, como si all¨ª no viviera nadie y fuera una especie de parque tem¨¢tico a disposici¨®n de ellos, con la agravante de que ni siquiera hab¨ªan pagado una entrada que les diera la sensaci¨®n de alg¨²n "derecho adquirido".
"Mala suerte para los venecianos", pensaba. Entonces hab¨ªa unos cuarenta mil (ahora unos treinta), pero era gente tan atareada como la de cualquier otro sitio, con las mismas obligaciones y bastantes m¨¢s dificultades, al no haber all¨ª tr¨¢fico rodado. "Es lo malo de tener una ciudad tan maravillosa: todo el mundo se considera no s¨®lo con derecho a verla, sino a hacer uso de ella sin tener en cuenta a sus habitantes. Como si ¨¦stos no existieran ni tuvieran quehaceres, como si no necesitaran silencio, como si el lugar fuera s¨®lo un escenario, un decorado desierto en el que cada turista puede actuar como le venga en gana". Lo que no preve¨ªa era que esta manera b¨¢rbara y desconsiderada de visitar un sitio iba a convertirse en la norma y a afectar a todas las dem¨¢s ciudades, o al menos a las m¨¢s tur¨ªsticas. Me contaba hace poco Manuel Rodr¨ªguez Rivero que en un viaje a Praga le hab¨ªan insistido en que no intentara ver -menos a¨²n atravesar- el famoso Puente de Carlos despu¨¦s de las siete de la ma?ana ni antes de las diez de la noche, porque las masas se lo impedir¨ªan. La mayor parte de la gente que va a Florencia ya no tiene oportunidad de sufrir el s¨ªndrome de Stendhal que este escritor describi¨®, porque de las bellezas all¨ª contenidas no logra ver apenas nada: los cuadros tapados por incontables cabezas -que no siempre cerebros-, los edificios pisoteados por las manadas. La ¨²ltima vez que estuve en Roma, mi visi¨®n del Pante¨®n qued¨® alterada: ten¨ªa el hotel muy cerca, de modo que me pasaba a diario a muy diferentes horas, pero no hubo forma de sentir el espacio de su interior, como un vag¨®n de metro en hora punta s¨®lo que con mucho m¨¢s griter¨ªo. No hace falta a?adir que casi todas estas greyes no desean ver nada, est¨¢n s¨®lo preocupadas de hacerse fotos est¨²pidas con sus est¨²pidos m¨®viles para luego poder decir la m¨¢s est¨²pida frase de nuestros tiempos: "Yo estuve all¨ª". Ahora hay incluso un programa de televisi¨®n as¨ª titulado, que debe de ser el m¨¢s est¨²pido de todos, porque a esa frase s¨®lo cabe contestar: "?Y? ?Y qu¨¦, que usted estuviera all¨ª? Eso no tiene ninguna importancia ni a usted se la agrega en absoluto. Estar hoy en cualquier parte est¨¢ al alcance del m¨¢s cenutrio. Viajar a los lugares 'imprescindibles' no distingue, sino que vulgariza".
Madrid y Barcelona son tambi¨¦n cada vez m¨¢s tur¨ªsticas, pero aqu¨¦lla sufre la desventaja de que todos los espa?oles la consideran "suya" y adoptan cada vez m¨¢s los vand¨¢licos h¨¢bitos de quienes invad¨ªan Venecia. La gente la recorre en tropel chillando, cantando, batiendo palmas, y, como le queda una fama de ciudad "con marcha", al final de la noche, para sentirla, acaba vomitando y orinando contra nuestras fachadas. Pero ocurre algo parecido en casi todas partes. Nadie se comporta ya como "visita" en Londres ni en Par¨ªs, en Budapest ni en Edimburgo, en Salamanca, Toledo, Sevilla o Granada. Todas son meros escenarios, decorados para el disfrute de los forasteros, a los que importa una higa el padecimiento de los habitantes. S¨®lo cabe ir a lugares que a¨²n no sean tur¨ªsticos, aunque eso est¨¢ cada vez m¨¢s dif¨ªcil por culpa de suplementos como este o El Viajero del mismo diario, que no dejan piedra sin levantar y que van haciendo caer en manos de las hordas, uno por uno, todos los rincones agradables del globo.
Estuve hace poco, unos d¨ªas, en una extraordinaria ciudad italiana. En parte lo es porque all¨ª no han llegado esas hordas que impiden y se impiden ver todo, que ponen los pies sobre las mesas y arrojan sus excrecencias al suelo, que miran sin ver y sin que mirar ni ver les importe, porque lo hacen tan s¨®lo a trav¨¦s de una c¨¢mara est¨²pida. Como es l¨®gico, me callar¨¦ el nombre de esa ciudad, por si acaso alg¨²n d¨ªa decido irme a vivir a ella.
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