Facebook y el amor
No es ning¨²n secreto: los madrile?os estamos enamorados del mar. Los lugare?os de las poblaciones costeras y los controladores de las cabinas de peaje de la R-4 se quedan estupefactos cada a?o ante el masivo e irresistible embrujo que ejerce la playa sobre los habitantes de esta meseta estrat¨¦gicamente alejada de las olas.
Pero tambi¨¦n seguimos enamorados de un amor de verano, de una chica o un chico al que quisimos con toda la verdad hueca de la adolescencia, al que a¨²n recordamos saliendo del agua barnizado de luz, con los ojos entornados mirando a poniente. Para un madrile?o, un idilio con escenario costero es la experiencia rom¨¢ntica m¨¢s inolvidable.
Muchos volvemos cada a?o a la playa donde besamos a una chica por primera vez, regresamos a ese pueblo que va cambiando verano tras verano. Han cerrado el cine frente al que nos conocimos, han traspasado la helader¨ªa que amenizaba las tardes de cortejo; el bar de las promesas eternas es una ciberhorchater¨ªa. Ese amor duerme en el recuerdo durante el invierno hasta que nuestra visita estival a los lugares donde transitamos juntos hace quince o veinte a?os lo resucita. ?ste es el ciclo de vida de esas memorias, pero ?d¨®nde est¨¢n hoy realmente esas personas?
Para un madrile?o, un idilio costero es la experiencia rom¨¢ntica m¨¢s inolvidable
Hasta hace poco, el pasado quedaba a nuestras espaldas como una bruma en progresiva evaporaci¨®n. Sin embargo, ahora las nuevas tecnolog¨ªas lo congelan ¨ªntegramente igual que un cuerpo criogenizado. Las c¨¢maras digitales o los m¨®viles captan en instant¨¢neas o v¨ªdeos cualquier momento m¨ªnimamente rese?able. Los individuos, los paisajes, los nombres que hemos olvidado pueden rescatarse de Internet donde el mundo entero vuelca sus recuerdos, sus vivencias, sus sensaciones y sus pron¨®sticos siempre coincidentes.
Pero gracias a la inform¨¢tica no s¨®lo convivimos con la memoria, sino que podemos reencontrarnos con el ayer desvanecido. Facebook, el s¨²per registro social en Internet, adem¨¢s de contactarnos con la gente de nuestro entorno actual nos permite recuperar personas del pasado. Con decenas de millones de usuarios registrados, basta saber los apellidos o la escuela donde estudi¨® alguien para descubrir que tambi¨¦n posee una p¨¢gina con su e-mail, su estado civil y... sus fotos.
En Facebook est¨¢n esos amores de verano y otros de ciudad o de campo (depende de lo que uno haya viajado f¨ªsica y sentimentalmente). Podemos ver sus fotos del presente abrazando a gente que no conocemos, a nuestras ex tumbadas en sof¨¢s donde nunca nos sentamos, acariciando a perros que jam¨¢s nos mordieron cuando las fuimos a recoger peinados a raya y con un polo limpio despu¨¦s de la siesta. Aquellas chicas a las que cre¨ªmos querer tanto aparecen hoy con ropas ins¨®litas cubriendo unos cuerpos distintos de aquellos de luz saliendo del agua, mirando a la c¨¢mara con un gesto ausente, con unos ojos en los que ya no estamos. Entre sus nuevas caras se adivina a la ni?a por la que lloramos en un espig¨®n, a aquella que nos escribi¨® cartas de papel que un d¨ªa, no recordamos por qu¨¦, dejamos de contestar.
Internet parec¨ªa un invento del presente, del futuro, una conexi¨®n silenciosa de fibra ¨®ptica y, sin embargo, es tambi¨¦n un melanc¨®lico retrovisor. ?Habr¨ªa sido mejor no volver a ver a esas personas? ?no actualizar sus im¨¢genes? ?no profanar sus recuerdos? ?Por qu¨¦ nos sentimos de repente tan nost¨¢lgicos por una p¨¦rdida tan antigua y cicatrizada? Tras un rato frente a la pantalla del ordenador, uno entiende que en realidad no es el verano ni el mar, ni siquiera a aquella chica lo que sigue a?orando. Es a s¨ª mismo joven, moreno y fatalmente enamorado.
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