Anarqu¨ªa
Cuando Plat¨®n, en aras de purificar el conocimiento a trav¨¦s de una concepci¨®n m¨¢s estricta de la raz¨®n, arroj¨® extramuros de la Ciudad Ideal a los artistas, el desconsuelo de ¨¦stos fue tan intenso que no pararon de golpear las cerradas puertas hasta que les fueron abiertas. Prometieron ser ellos mismos razonables, afan¨¢ndose por sujetar la fantas¨ªa, los sue?os, la imaginaci¨®n, los sentimientos y hasta los sentidos a una pauta establecida y, adem¨¢s, argumentaron que, al fin y al cabo, todas estas at¨¢vicas seducciones m¨¢gicas, al servicio del poder, tendr¨ªan un alto rendimiento para impresionar a la inmensa mayor¨ªa del embrutecido pueblo, a¨²n fascinado por los sortilegios de los chamanes. De una manera voluntariamente reductora y no poco sesgada estoy contando la historia del arte occidental, que estuvo al servicio ideol¨®gico de los poderes f¨¢cticos durante siglos, por lo menos, hasta llegar a nuestra revolucionaria ¨¦poca contempor¨¢nea, en la que, por supuesto, no se aboli¨® el poder, pero se hizo m¨¢s fr¨¢gil e incierto.
Tan convencidos quedaron los pol¨ªticos de la capacidad de incautaci¨®n del arte que disputaron entre ellos a qui¨¦n correspond¨ªa su administraci¨®n, como en la c¨¦lebre querella entre los emperadores bizantinos y la Iglesia sobre el uso de las im¨¢genes, disputa conocida como la de los iconoclastas, que se reaviv¨®, en plena ¨¦poca moderna, durante la Reforma protestante. Al final, el tema era tan serio que se excluy¨® a la Iglesia del asunto, convirti¨¦ndose el Estado Absoluto, fraguado por Luis XIV, en el propietario no s¨®lo de la formaci¨®n de los artistas, sino en su principal cliente. Y es que no hay nada como controlar la oferta y la demanda para manejar a conciencia cualquier asunto. Es verdad que, con la ca¨ªda del Antiguo R¨¦gimen, que inaugura nuestra era, la transformaci¨®n de los artistas en ciudadanos les permiti¨® elegir su potencial clientela y manifestar, dentro de un orden, sus opiniones, lo cual no les exim¨ªa de responsabilidad con yugos pol¨ªticos, pero tambi¨¦n sociales y econ¨®micos. No es, pues, extra?o que entonces surgiera el m¨¢s que ambivalente concepto del "artista comprometido", porque con ¨¦l se apelaba no s¨®lo a la identificaci¨®n ideol¨®gica de un creador, sino a volver contra ¨¦l su promesa de fidelidad en cuanto la revoluci¨®n en ciernes hubiera triunfado.
Como se puede apreciar, incluso en una apretada s¨ªntesis, la historia pol¨ªtica de los artistas se reduce a una sucesi¨®n de t¨¦cnicas para su sometimiento, que aumenta tanto m¨¢s cuanto m¨¢s difuso se hace el poder o, si se quiere, cuanto m¨¢s se difunde, tal cual hoy, que est¨¢ muy atomizado. Ante esta perspectiva, no se puede evitar el mirar hacia atr¨¢s y recordar melanc¨®licamente el exilio art¨ªstico aconsejado por Plat¨®n, porque ?qu¨¦ habr¨ªa sido del arte si sus heraldos, arrojados al arrabal, en vez de llamar a las puertas del amo, se hubieran dedicado a traficar mediante contrabando con esos productos pol¨ªticamente aborrecibles, como son los que el indeclinable hombre razonable se dedica a despreciar por su falta de inter¨¦s? Tampoco se puede anular esta interrogaci¨®n por contrafactual, porque eso es lo que han hecho, de una manera u otra, precisamente los pocos artistas grandes que han sido, un poco de tapadillo, furtivamente, como corresponde a quienes se han movido a la sombra de los radiantes muros de la ciudad, la polis, tramando historias sin preceptos, a su aire, an¨¢rquicamente, que etimol¨®gicamente significa "sin poder".
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