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VIAJES CON SUSPENSE / y 7

El secreto de la primera faraona

Dicen que cuando Egipto le agarra a uno por el cuello le posee para siempre. Y siempre es una palabra que parece haber sido inventada aqu¨ª.

Hace diez a?os que a Irene Egipto le salv¨® la vida. M¨¢s que Egipto, fue un fara¨®n. Hatshepsut, el primer fara¨®n que fue mujer, quinto de la XVIII dinast¨ªa, que rein¨® en el pa¨ªs de las Dos Tierras durante unos veinte a?os, en la segunda mitad del siglo XV antes de nuestra era, y cuya momia ha sido recientemente descubierta en los inabarcables s¨®tanos del Museo Egipcio de El Cairo.

Lo pol¨ªticamente correcto, hoy, ser¨ªa llamarla faraona, y de hecho as¨ª suele hacerse en los m¨¢s recientes escritos, pero a Irene, que guarda turno, desde hace casi una hora, en la cola especial que se ha habilitado para contemplar a la momia, y que ha llegado en metro desde su casa de Doqqi, para ahorrarse los atascos? A Irene la correcci¨®n pol¨ªtica le importa una higa.

Piensa, y eso s¨ª le parece correcto, que conviene reconocer en Hatshepsut al primer fara¨®n que fue mujer, y olvidar esa manida cantinela del feminismo m¨¢s beato: la primera mujer que fue fara¨®n. No. Hatshepsut naci¨® fara¨®n. El hecho de que el suyo fuera el sexo inadecuado para la tradici¨®n establecida result¨® una injusticia y el principal obst¨¢culo a vencer, pero eso fue exactamente lo que la puso a prueba, lo que demostr¨® su val¨ªa. Alguien, pasado el tiempo de su reinado, hizo destruir sus estatuas, sus efigies grabadas en la piedra. ?Por mala, por ad¨²ltera, por imp¨ªa? Nada de eso fue, seg¨²n se ha encargado de establecer la m¨¢s moderna arqueolog¨ªa.

Si el autor de la destrucci¨®n fue su hijastro Tutmosis III, con quien consta que tuvo una excelente relaci¨®n, pese a reinar con ¨¦l y a la misma o mayor altura, lo hizo para que la dinast¨ªa no tuviera que afrontar la verg¨¹enza de que una mujer hubiera reinado tan bien

-por lo menos- como un hombre? A pesar de esta injusticia inferida a la memoria a trav¨¦s de la piedra, Hatshepsut y su obra m¨¢s importante, su templo en Der el Bahari, sobrevivieron gracias a las inscripciones, estelas y bajorrelieves que dej¨® atr¨¢s con generosidad de agente publicitario. Su historia, narrada en vida suya en las paredes de su templo funerario, en los obeliscos erigidos por ella en Karnak o en la c¨¦lebre Capilla Roja, no se limita a glorificarla. Oblicuamente, ha hablado a los arque¨®logos de su inteligencia para conseguir el poder que le pertenec¨ªa por herencia, y de su astucia para justificarse de cara a las generaciones futuras. No era una mujer cualquiera, Hatshepsut. Ni un hombre cualquiera.

Cree Irene que Hatshepsut luch¨® toda su vida por el derecho de los faraones a ser mujeres, y no al rev¨¦s. Durante d¨¦cadas, mientras la arqueolog¨ªa fue un predio privilegiado para los hombres, a esta hija de Tutmosis I, esposa de Tutmosis II y madrastra-prima de Tutmosis III se la consider¨® una mala p¨¦cora que hab¨ªa usurpado el poder sirvi¨¦ndose de los peores ardides. Todav¨ªa existen gu¨ªas tur¨ªsticas que hablan de Hatshepsut -que dej¨® tras de s¨ª una vasta obra arquitect¨®nica, numerosas expediciones comerciales que enriquecieron Egipto y una ¨²nica pero contundente campa?a militar- como de una "reina autoritaria", mientras se considera el reinado de su hijastro, el tercer Tutmosis, como una etapa "larga y brillante", lo que sin duda fue, aunque a las v¨ªctimas de sus diecisiete campa?as militares quiz¨¢ les pareciera m¨¢s bien cruel. Por el contrario, arque¨®logas y escritoras tan prestigiosas como plenas de rigor -Irene tiene en mente a Amelia Edwards y Christiane Desroches Noblecourt- han tratado al fara¨®n-mujer con respeto, devolvi¨¦ndole la dignidad; y sin embargo idealizando a Hatshepsut como si volcaran en ella sus propias frustraciones, sus desatendidos deseos.

?Es eso lo que ella misma ha hecho?, se pregunta Irene. Es posible. No obstante, se acerc¨® a la reina sin prejuicio alguno. Ni siquiera la conoc¨ªa, la ma?ana en que Hatshepsut le salv¨® la vida.

Hace diez a?os, en noviembre de 1997, la afluencia de extranjeros al pa¨ªs de las pir¨¢mides se hallaba en su apogeo, a pesar de que desde 1992 se sufr¨ªan espor¨¢dicas oleadas de atentados que intentaban socavar la principal industria de Egipto, el turismo. Por entonces, Irene acababa de vender la peque?a imprenta de barrio que su marido y ella hab¨ªan sacado adelante a trancas y barrancas. ?ltimamente s¨®lo produc¨ªa p¨¦rdidas. Muerto de repente el hombre, y entregada ella m¨¢s a sus ensue?os personales que al trabajo, le pareci¨® que lo m¨¢s sensato era deshacerse del negocio. Le pagaron un buen dinero por el local, y eso le permiti¨® indemnizar razonablemente al ¨²nico empleado que le quedaba y plantearse el futuro con relativa tranquilidad. Sentada a la mesa del comedor, bajo la l¨¢mpara de cuentas de cristal, Irene decidi¨® realizar un viaje a Egipto. Durante toda su vida matrimonial -30 a?os; ella cumpli¨® 50 al poco de quedarse viuda-, la pareja hab¨ªa invertido sus vacaciones en conocer bien Catalu?a haciendo acampadas. "El coche, la tienda, los cacharros, el butan¨ªn y nosotros dos. ?Para qu¨¦ necesitamos a nadie m¨¢s?", repet¨ªa ¨¦l, cuando Irene insinuaba que le apetec¨ªa otra modalidad tur¨ªstica.

Muerto el hombre, Irene se deshizo de todo -incluido el coche: nunca le interes¨® conducir-, antes incluso de vender el taller y de pensar en irse a Egipto. Tomada su decisi¨®n -sumergirse en un pa¨ªs poblado de cuerpos ajenos, aut¨®ctonos y turistas; gente con la que hablar, gente a la que mirar, gente que la mirar¨ªa-, quiso salir enseguida, pero la agencia a la que acudi¨® no encontr¨® ning¨²n viaje organizado para fecha tan inmediata. Hab¨ªa, sin embargo, una soluci¨®n. Si no le importaba gastar m¨¢s -y a Irene la idea de viajar sin butan¨ªn le compensaba por el desembolso-, pod¨ªa volar por su cuenta a El Cairo y, all¨ª, ponerse en contacto con un gu¨ªa respetable con el que la agencia sol¨ªa trabajar. ?l no tendr¨ªa inconveniente en buscarle un grupo al que podr¨ªa a?adirse.

Aquella misma noche, en el jard¨ªn del Nile Hilton, Irene recibi¨® la visita del gu¨ªa.

-Ha tenido usted suerte -le dijo-. Tengo un grupo formado por suizos, japoneses, alemanes? Hay uno que habla espa?ol, me parece que es colombiano. Si quiere, puede unirse a nosotros ma?ana por la ma?ana, en el Museo Egipcio. Por la tarde iremos a Luxor, pasaremos all¨ª tres d¨ªas. Dejaremos las pir¨¢mides para el final. Desde un punto de vista cronol¨®gico le parecer¨¢ incorrecto, pero no sabe usted qu¨¦ buen recuerdo se llevan todos tras los espect¨¢culos de luz y sonido, en Giza, de la ¨²ltima noche.

Quiz¨¢ a su marido no le faltaba raz¨®n. Quiz¨¢ ella no estaba hecha para viajar en grupo. Diez a?os atr¨¢s, en el mismo museo en el que ahora la distancia entre la taquilla y ella se acorta muy lentamente, porque el reciente desvelamiento de la momia de Hatshepsut ha excitado la curiosidad de los visitantes, Irene supo que no pod¨ªa acompa?ar a aquella buena gente -los japoneses, que eran dos parejas, se encontraban en luna de miel; y, Dios, tambi¨¦n hab¨ªa un ni?o, aunque hoy no recuerda cu¨¢l era su nacionalidad- durante el resto de sus vacaciones. Ni en lo que quedaba del d¨ªa.

S¨®lo sab¨ªa que quer¨ªa permanecer lo m¨¢s posible delante de Hatshepsut, de su representaci¨®n en esfinge, con melena de leona y barba rectangular; de sus p¨®mulos redondos, su rostro felino, sus ojos claros y abiertos que parec¨ªan desafiarla. Entretanto, los otros revoloteaban en torno a la m¨¢scara de Tutankam¨®n y sus tesoros, y lanzaban grititos ante las deformaciones f¨ªsicas de las estatuas de Akenat¨®n y de sus allegados.

Irene se detuvo ante aquella desconocida, pendiente de su mirada l¨ªquida, de su mirada limpia, y le entraron ganas de acariciarle la barba, de palmearle la grupa. Ley¨® la inscripci¨®n que figuraba al pie; no supon¨ªa nada para ella. Anot¨® el nombre y la dinast¨ªa y el lugar de procedencia en la palma de su mano, con un bol¨ªgrafo.

Como si hubiera escrito su destino.

Desconcertado, el gu¨ªa acept¨® su explicaci¨®n de que deb¨ªa quedarse en El Cairo -en el museo, junto a la esfinge- porque ten¨ªa una cita con unos parientes que la hab¨ªan telefoneado por la ma?ana. Cogi¨® un buen pu?ado de billetes y se los dio. El otro sacudi¨® la cabeza y se alej¨®. No volvi¨® a verle.

Adquiri¨® cuantos libros pudo encontrar acerca de Hatshepsut y del Imperio Nuevo en la tienda del museo. Vag¨® despu¨¦s por la ciudad, encontr¨® algunas librer¨ªas de viejo en donde hab¨ªa ejemplares en franc¨¦s que se refer¨ªan a la misteriosa mujer. En el hotel consigui¨® otro par de obras que hablaban de su templo funerario y de Senenmut, el mayordomo real, su hombre de confianza, quiz¨¢ su amante, se dec¨ªa, el arquitecto que hab¨ªa ejecutado las fant¨¢sticas obras proyectadas por el fara¨®n-mujer y que, a su vez, hab¨ªa dejado huellas en la piedra de su importancia durante ese periodo.

Pas¨® la noche leyendo. Al amanecer pod¨ªa medir el inmenso vac¨ªo que formaba su desconocimiento de Hatshepsut, de sus motivaciones, de su vida ¨ªntima. Pero sab¨ªa de sus logros. Y que su nombre significaba "La Primera entre las Nobles", frase ritual que su madre exclam¨® al parirla en cuclillas.

Der el Bahari, en ¨¢rabe, quiere decir "la casa del Norte", no casa en el sentido hogare?o -eso ser¨ªa beit-, sino como acogida, como refugio. De ah¨ª que muchos lo llamen "El Convento del Norte". El acantilado, en el que el templo de impecable geograf¨ªa y amplias terrazas se recuesta, forma una protecci¨®n natural no s¨®lo para el legado de Hatshepsut -el edificio se llam¨® Dyeser-Dyeseru, "esplendor de los esplendores"-, sino tambi¨¦n para las tumbas del Valle de los Reyes, que se extiende al otro lado de este escarpado lugar, de una arisca belleza natural. El Valle de las Reinas, las tumbas de los nobles y las de los artesanos tambi¨¦n reciben la solemne protecci¨®n rocosa. De espaldas a este circo recio y resistente, contra la piedra, creci¨® el templo de Hatshepsut, en la orilla izquierda del Nilo, mirando hacia Karnak -a cuya construcci¨®n ella contribuy¨® tambi¨¦n en parte-, hacia lo que hoy es Luxor, edificado en el antiguo emplazamiento de Tebas. Esta magn¨ªfica ciudad, Tebas, fue convertida en capital de las Dos Tierras por la dinast¨ªa XVIII, cuyos faraones fortificaron al dios local Am¨®n, nombr¨¢ndole su principal protector, por encima de los otros dioses. Am¨®n fue determinante para Hatshepsut.

Los libros que yac¨ªan sobre la cama y en el suelo de la habitaci¨®n del hotel le contaban a Irene una misma historia con interpretaciones distintas. Hatshepsut era la primog¨¦nita de Tutmosis I y de su esposa real Ahm¨¦, la sangre de la dinast¨ªa corr¨ªa por sus venas por v¨ªa materna. Hab¨ªa sido educada para reinar, con preceptores que le hablaban lo mismo de batallas que de organizaci¨®n, de arte que de arquitectura, de historia que de jardiner¨ªa. Pero su padre ten¨ªa varios hijos, habidos con una esposa secundaria, de los que sobrevivi¨® uno: llamado tambi¨¦n Tutmosis. En alg¨²n momento de su adolescencia, el fara¨®n realiz¨® con su primog¨¦nita un viaje inici¨¢tico por todas las ciudades importantes del Alto y el Bajo Egipto, lo que la hizo concebir esperanzas como heredera, plasmadas mucho m¨¢s tarde en la piedra a trav¨¦s de los jerogl¨ªficos. En la Capilla Roja de Karnak est¨¢ inscrita la acogida que le dieron los dioses. Pero hay que tener en cuenta que, como casi todo lo que los faraones contaban de s¨ª mismos, esto lo hizo grabar ella. ?Ment¨ªa? ?Se dot¨® de antecedentes falsos?

Pero Irene estaba cansada de leer. No se arrepent¨ªa de haber renunciado a la excursi¨®n con los otros. Le quedaba tiempo de sobra, volver¨ªa a contactar con aquel gu¨ªa o con otro. Lo ¨²nico que necesitaba, ahora que sab¨ªa lo que ignoraba, era volver a mirar los ojos de la esfinge.

Una barrera de seguridad rodeaba el hotel. No pudo salir. Polic¨ªas, militares, hombres de paisano que hablaban por radio. En recepci¨®n se lo anunciaron:

-Ha habido un atentado en Luxor. Muchos muertos. Nadie de este hotel, afortunadamente. La agencia de turismo no trabaja para nosotros.

Un pu?ado de terroristas isl¨¢micos disfrazados de polic¨ªas hab¨ªan disparado contra los turistas cuando se encontraban en el templo de Hatshepsut o sus inmediaciones. Fue una masacre. Cincuenta y ocho extranjeros, cinco egipcios, entre ellos el gu¨ªa. Persiguieron a quienes lograron esconderse en alguna tumba, los cazaron como a conejos. Con armas de fuego, con cuchillos. Una org¨ªa de odio, fanatismo y sangre. Vio las im¨¢genes por la televisi¨®n. El gu¨ªa, dijeron, fue de los primeros en caer. No le cupo duda.

Aquella noche, Irene se durmi¨® llorando, abrazada a los libros que hablaban de Hatshepsut.

A la ma?ana siguiente continuaban las medidas de seguridad en torno a los hoteles y a los lugares tur¨ªsticos, al mismo museo. Mientras desayunaba conoci¨® a un reportero argentino que acababa de llegar y que se dispon¨ªa a partir hacia Luxor con su ch¨®fer. Irene le pregunt¨® si pod¨ªa llevarla.

-S¨¦ hacer fotos -le dijo-. Pr¨¦steme su c¨¢mara y pasar¨¦ por su fot¨®grafo. Le aseguro que es muy importante para m¨ª. Ahora estar¨ªa muerta si?

Le cont¨® su historia, el otro comprendi¨® que pod¨ªa incluirla en el reportaje, y accedi¨® a que le acompa?ara.

Irene y su marido hab¨ªan fotografiado los m¨¢s remotos rincones de Catalu?a, el rom¨¢nico, los Pirineos, el delta del Ebro. Nada, ni la Catalu?a Norte, hab¨ªa escapado a su objetivo.

Pasaron las barreras. El templo no estaba totalmente cerrado al p¨²blico. Un grupo de turistas escuchaba las explicaciones del gu¨ªa, en una escena surrealista. A modo de justificaci¨®n:

-El viaje est¨¢ pagado. Ten¨ªamos que aprovecharlo.

Hasta el periodista cabece¨®, con desaprobaci¨®n.

Hab¨ªa restos de sangre: en el suelo, en las columnas. Los hab¨ªan cubierto con arena, pero no fue suficiente. La arena se sec¨® y vol¨® durante la noche.

No fue la manera m¨¢s apropiada de acercarse a la obra magna de Hatshepsut, aquella por la que la recordar¨¢n las generaciones venideras. Hatshepsut fue un fara¨®n de paz, cuya fuerza y vigor no se expresaron en el aplastamiento de los otros, sino en la canalizaci¨®n de su ardiente deseo: reinar, tal como le correspond¨ªa, por herencia de sangre y por primogenitura. Ella descend¨ªa por l¨ªnea materna de mujeres que lo dieron todo a Egipto, tanto en calidad de grandes esposas reales como ejerciendo de regentes. ?Por qu¨¦, si Hatshepsut hab¨ªa recibido una educaci¨®n esmerada, ten¨ªa que convertirse en esposa del deficiente de Tutmosis su hermanastro, de su misma edad, unos veinte a?os cuando se casaron, y ¨¦l rein¨® como Tutmosis II?

Tutmosis muri¨® joven. La reina le hab¨ªa dado dos hijas, Neferur¨¦ y Maiherpera, pero una esposa secundaria a la que llam¨® Isis como la diosa, para darle importancia, hab¨ªa tenido un var¨®n al que pusieron otra vez Tutmosis, para que nadie dudara de que heredar¨ªa el trono.

Cuando enviud¨®, Hatshepsut era joven y vigorosa y conoc¨ªa muy bien las tareas del reino. Se convirti¨® en regente del peque?o Tutmosis III. Con la ayuda del sumo sacerdote de Am¨®n, Hapuseneb -cuyo poder sobre los otros dioses y sacerdotes depend¨ªa del favor de la regente- y, sin duda, de su amigo m¨¢s ¨ªntimo, consejero y tutor de Neferur¨¦, el arquitecto Senenmut, invent¨® lo que pas¨® a llamarse la teogamia, es decir, asignarse un nacimiento prodigioso, obra de los dioses -ya se hab¨ªa hecho en la antig¨¹edad para asegurar la divinidad de los faraones-, que la predestinara como heredera del t¨ªtulo del fara¨®n.

Mientras las obras del templo dedicado a ella prosperaban, se fue grabando la leyenda seg¨²n la cual el dios Am¨®n, encarnado en la figura de su padre, Tutmosis I -no era cosa de que mam¨¢ Ahm¨¦s pudiera quedar para el futuro como una esposa descarriada-, fecund¨® a la mujer y engendr¨® a esta hija.

Seg¨²n se afianzaba en el poder, Hatshepsut complac¨ªa a Tutmosis III, que conforme crec¨ªa se convert¨ªa en un aut¨¦ntico guerrero, bien cuidado por la que ya no era regente, sino tan poderosa como ¨¦l, o m¨¢s, porque ten¨ªa el control de los asuntos de Estado y todos los t¨ªtulos que correspond¨ªan a un fara¨®n. La estratagema del dios Am¨®n como padre providencial se vio complementada con la de usar barba postiza y fald¨®n masculino en las ceremonias p¨²blicas.

Entretanto, Neferur¨¦, la hija mayor, era educada como lo hab¨ªa sido ella: para ser fara¨®n. Resulta bastante razonable que Hatshepsut, que ven¨ªa de un linaje de mujeres fuertes de sangre real, se dispusiera a perpetuar una dinast¨ªa femenina.

?Eso explica que su nombre, el de su hija y el de sus colaboradores m¨¢s cercanos desaparecieran repentinamente de los monumentos, que a partir de cierto momento ya no se les reprodujera o mencionara? Algo as¨ª s¨®lo ocurre por muerte. Y es muy posible que las de sus validos y la de su heredera no fueran accidentales, aunque nadie haya podido demostrarlo hasta la fecha.

?Fueron amantes Hatsephsut y Senenmut? A muchos les gusta creer que s¨ª. No se conoce que el hombre -un sabio con un ego tan grande como la voluntad de su soberana- se casara o tuviera hijos. Tal vez era gay, se dijo Irene. Un gay dedicado a la arquitectura y la decoraci¨®n que se enamor¨® perdidamente del fara¨®n-mujer cuando lo vio con su barba postiza. Cualquier explicaci¨®n es posible, pero es cierto que hubo amor. En el templo de Senenmut descubierto por el prestigioso arque¨®logo espa?ol Francisco Mart¨ªn Valent¨ªn -en lo que hasta entonces se crey¨® que era su segunda tumba- hay una inscripci¨®n mediante la que el favorito se defini¨® as¨ª:

"Su sirviente en el lugar del coraz¨®n, que crea todo el placer del Se?or de las Dos Tierras".

Y ahora se halla aqu¨ª, en el museo, como aquel primer d¨ªa, esperando contemplar la momia de quien le hab¨ªa salvado la vida. Sinti¨¦ndose compa?era de Hatshepsut en el tiempo. Irene siempre ha detestado a los aficionados a la egiptolog¨ªa, que empiezan hablando de las pir¨¢mides y suelen terminar declarando que seguramente los faraones proced¨ªan de otro planeta.

Pero Egipto, el Nilo, las planicies antiguas, las tumbas, los cenotafios, los templos? Hatshepsut.

Muri¨® de muerte natural, despu¨¦s de todo. Un absceso en la boca, una mala infecci¨®n. A los cincuenta y tantos a?os, retirada voluntariamente del trono y en perfectas relaciones con Tutmosis III, ten¨ªa una salud desastrosa. Osteoporosis, un tumor en el abdomen y la dichosa llaga, precisamente producida por la rotura de un molar. Una de las ra¨ªces qued¨® en la dentadura de la momia. El molar, con la otra ra¨ªz, fue hallado en la caja que se encontr¨® en su tumba -su cuerpo no estaba all¨ª-, que llevaba grabado su nombre real y conten¨ªa su h¨ªgado y sus intestinos. Gracias a los esc¨¢neres que se le practicaron a ¨¦sta y a m¨¢s momias, y al contenido de la caja, pudo determinarse sin lugar a dudas que la catalogada como KV-60-A era la momia de Hatshepsut. Llevaba 3.500 a?os durmiendo en el tercer s¨®tano, con un molar de menos.

Descubrimientos tard¨ªos, sorprendentes, que para nada cambiaban la naturaleza del verdadero misterio del primer fara¨®n-mujer de la historia de Egipto.

Detenida entre los turistas, en aquella inmensa fila que parec¨ªa no moverse, Irene pasa revista a los ¨²ltimos diez a?os de su vida, transcurridos en Egipto. Se ha enriquecido con su gente, con sus aglomeraciones, sus chismorreos, sus conocimientos. Ha aprendido a amarles y a detestarles, seg¨²n su humor o seg¨²n se le ofrecen. Le gusta desayunar habas -a su edad necesita hierro: Hatshepsut no tom¨® suficiente- y, en el fondo, se siente m¨¢s afortunada que Champollion, que en las ruinas del templo de Deir el Bahari encontr¨® alusiones a una soberana, y que Mariette, que descubri¨® los bajorrelieves que narraban el viaje comercial a tierras de Punt -?cerca de Somalia?-, sorprendentemente encabezado por una reina. Superior a Naville, que revel¨® que no hab¨ªa dudas acerca de su existencia ni de su nombre, ni de que alguien la hab¨ªa querido tachar de la historia, haciendo picadillo sus efigies. A partir de Herbert Wilock -conservador de la secci¨®n egipcia del Museo Metropolitan de Nueva York-, que desde 1911 y durante alrededor de veinte a?os procedi¨® al desescombro de su templo, empezaron a aparecer signos de la verdadera vida del fara¨®n-mujer. Sus construcciones, sus obeliscos, sus expediciones? La versi¨®n de la madrastra usurpadora cobr¨® cuerpo entre los arque¨®logos; la de la heredera injustamente tratada, en el bando femenino.

No. No quiere ver su momia. Para ella sigue siendo la leona barbada, la poderosa efigie de ojos claros que le lanz¨® su bendici¨®n una d¨¦cada atr¨¢s, uni¨¦ndola a ella por lazos que nada tienen que ver con la muerte, sino con su eterna rival, la memoria, ese bien que las piedras transmiten y que Hatshepsut estuvo a punto de perder cuando gran parte de sus representaciones y estatuas fueron destruidas.

Irene abandon¨® la cola y se dirigi¨® al interior del museo, a la galer¨ªa en donde el fara¨®n-mujer la aguardaba. Luego saldr¨ªa a la calle, al bullicio de El Cairo, y respirar¨ªa hondo, como hac¨ªa desde que recibi¨® aquella segunda oportunidad.

Inhal¨® contaminaci¨®n, naturalmente. Feliz.

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