Luz de avi¨®n
1 - En Niza, en 1917, Matisse encontr¨® una ventana que daba al mar, en el hotel Le Beau Rivage, y se enamor¨® perdidamente de las palmeras de enfrente. Pero, por encima de todo, qued¨® hechizado por la luz de aquella ciudad. La luz no siempre cambia con capricho o v¨¦rtigo. Algunas luces se quedan. Este verano pude ver sobre el terreno, en el Beau Rivage mismo, que la luz de Matisse sigue ah¨ª, como tambi¨¦n sigue -indemne- el sorprendente mar tan azul que le dejara hipnotizado. Lo dem¨¢s, horrible: los veraneantes italianos, agosto, el mundo de ahora. Pero all¨ª estaba todav¨ªa la c¨¦lebre luz. Y el mar.
Recuerdo el mar azul en el avi¨®n de Continental que me lleva de Barcelona a Nueva York. Tengo m¨¢s miedo a los humanos que a volar. Temo que la familia obesa y completa, que desde hace un mal rato mantengo a raya, acabe devor¨¢ndome en este asiento desde el que ejerzo de tranquilo evocador de la ventana de Matisse en Niza, la ciudad en la que ¨¦l aprendi¨® a respirar, lo que de paso ayud¨® a respirar a muchos. Para Duchamp, todo el gran arte del siglo pasado comenz¨® en Matisse, al que descubri¨® hacia 1907: "Sus cuadros me afectaron profundamente, en particular las grandes figuras de colores lisos rojos o azules; era un gran asunto en esa ¨¦poca".
Algunas de esas fant¨¢sticas figuras de colores lisos est¨¢n en el Museo Matisse, en lo alto de la gran cornisa de Niza. Ese museo es tambi¨¦n un buen lugar para respirar, no como este avi¨®n, donde la familia de yanquis obesos se ha convertido en el chicle m¨¢s el¨¢stico del mundo y amenazan ya mi integridad f¨ªsica. Hay un cuadro de Matisse, de la ¨¦poca de las figuras de colores lisos, que nunca pierdo de vista. Es de 1905 y preludia ya su futura y repetida ventana frente al mar en Niza. Ese cuadro es Ventana abierta en Collioure. "Si he podido reunir en mi pintura tanto el exterior, el mar, como el interior, es porque la atm¨®sfera del paisaje y la de mi cuarto es la misma", dijo Matisse de esta obra. Es una definici¨®n perfecta. En ese cuadro de Collioure los l¨ªmites de la vida mental y de la vida que est¨¢ afuera se funden en un baile feliz que borra toda frontera.
2.
Pas¨¦ tres d¨ªas de este verano dram¨¢tico -como lo han calificado sensatamente algunos- en un cuarto nada lejano del que un siglo antes ocupara Matisse en su primera estancia en Niza, ciudad de la que se enamorar¨ªa perdidamente hasta la muerte. De los d¨ªas en que el pintor llegara a la ciudad, s¨®lo quedan en pie dos hoteles, el Suizo y el Beau Rivage, aunque en este ¨²ltimo para hospedarse hay que hacerlo en el anexo o construcci¨®n ultramoderna, que lleva el mismo nombre del antiguo y legendario hostal, que hoy en d¨ªa es una gris residencia, casa de apartamentos infranqueable. All¨ª no s¨®lo estuvo Matisse, sino tambi¨¦n, por las mismas fechas, Chejov. Y Friedrich Nietzsche, otro gran pasajero de Niza. Y Santa Teresa del Ni?o Jes¨²s. El Beau Rivage fue un lugar, como puede apreciarse, muy concurrido por toda clase de celebridades. Quise infiltrarme en la casa de apartamentos infranqueable, como a?os antes hab¨ªa intentado hacerlo en el inmueble de Graham Greene en la cercana Antibes. Me habr¨ªa gustado entrar en el cuarto en el que Matisse descubri¨® la luz de Niza, pero, al igual que me ocurriera con Greene, las cosas se complicaron una barbaridad, y por poco acabo en comisar¨ªa cuando una vecina me confundi¨® con el fantasma de Santa Teresa, o algo parecido. Los gajes de ser mit¨®mano. Ese mismo d¨ªa, por la noche, tras el lamentable enredo, miraba distra¨ªdamente una revista en mi cuarto del Beau Rivage cuando encontr¨¦ una reproducci¨®n de The British Museum (1905), del dan¨¦s Hammesh?i, uno de los cuadros que mayor fascinaci¨®n han ejercido siempre sobre m¨ª. Probablemente, 1905 fue un a?o intenso para la pintura del siglo pasado, me digo ahora con la ventanilla del avi¨®n bajada y manteni¨¦ndome despierto gracias a la p¨¢lida luz que conceden a los pasajeros que eligen la lectura, y a la m¨²sica de los auriculares, donde escucho Walk on the wild side, en la versi¨®n de Javier de Galloy. Doy un vistazo ¨²ltimo, y compruebo que la familia obesa, al completo, yace ya derrumbada sobre sus maltratados asientos. Y entonces vuelvo al recuerdo de The British Museum, el cuadro en el que puede verse, inmersa en una discreta niebla matinal, una calle del barrio de Bloomsbury, pr¨®xima al museo londinense. Pertenece a la serie de obras de Hammesh?i en las que, con marcada insistencia, aparecen calles neblinosas que se confunden con el paisaje mental del pintor. Interiores y exteriores tambi¨¦n son ah¨ª una misma cosa. Durante toda su vida, este artista dan¨¦s se ajust¨® a unos contados motivos pict¨®ricos: retratos de familiares y amigos cercanos, pinturas de interior de su hogar, edificios monumentales de Copenhague y Londres, y paisajes de Selandia. En sus cuadros, los mismos motivos reaparecen una y otra vez. Y aunque en todos ellos el creador emite cierta paz y gran calma, podr¨ªa reproch¨¢rsele a Hammesh?i que sea obsesivo. Pero en el arte muchas veces lo que importa es precisamente eso, la obsesi¨®n desaforada, la presencia del mani¨¢tico detr¨¢s de la obra. En los cuadros de Hammesh?i siempre est¨¢ ¨¦l, con sus im¨¢genes testarudas dando vueltas alrededor de su insistencia por los espacios vac¨ªos, donde aparentemente no sucede nada. No hay apenas acci¨®n en sus cuadros. Y a todos ellos, sin excepci¨®n, los impregna una actitud muy firme: tras la calma extrema y la inmovilidad, se percibe el acecho de un elemento indefinible y tal vez amenazador, como una l¨ªnea de sombra. Hammesh?i es el pintor de lo que pasa cuando no pasa nada. O, mejor dicho, de lo que pasa cuando no pasa nada, salvo el paisaje mental y la luz. Pienso en la de Niza y en la de Bloomsbury. Quietudes hipn¨®ticas sin confines. Pronto ver¨¦ la l¨ªnea de sombra en las luces de Manhattan.
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