El final de una ilusi¨®n
La crisis econ¨®mica ha dado un portazo a las esperanzas en una sociedad mundial basada en la ciudadan¨ªa planetaria y la democracia cosmopolita. Un futuro inicierto se ha derrumbado sobre el presente
A lo largo de los a?os noventa y buena parte de este siglo, un importante sector de la intelectualidad occidental consigui¨® asentar entre nosotros un discurso tremendamente optimista respecto a la globalizaci¨®n y el nuevo orden mundial. Estamos en puertas de una "Segunda Modernidad" (U. Beck), dec¨ªan, de una "nueva Ilustraci¨®n" que conducir¨¢ a nuevas formas pol¨ªticas marcadas por una recomposici¨®n de lo pol¨ªtico hacia mecanismos eficaces de gobernanza global. El final de la modernidad no ser¨ªa as¨ª el "fin de la historia", sino un momento nuevo, una verdadera bisagra temporal que anunciar¨ªa la aparici¨®n de una nueva ¨¦poca. Si la Primera Modernidad culmin¨® en el Estado Nacional, la Segunda lo har¨ªa en la sociedad mundial, la ciudadan¨ªa planetaria y la democracia cosmopolita.
?Pobre Europa! Ha pasado de posible superpotencia pol¨ªtica al pl¨¢cido minifundismo estatalista
El miedo provoca una demanda de m¨¢s Estado, pero el Estado poco puede hacer por s¨ª solo
La actual crisis econ¨®mica ha venido a enterrar -provisionalmente al menos- esta predicci¨®n tan ilusionante sobre el futuro, e incluso otras supuestamente m¨¢s "realistas" y "moderadas". Puede que su sacudida nos est¨¦ despertando del sue?o, pero llev¨¢bamos ya alg¨²n tiempo percibiendo s¨ªntomas preocupantes. El primero quiz¨¢ fuera el fracaso de la Constituci¨®n Europea, luego vino la crisis energ¨¦tica y, con posterioridad, la constataci¨®n de una falta de consenso para detener el cambio clim¨¢tico. El pen¨²ltimo fue la invasi¨®n rusa de Osetia del Sur y parte de Georgia, que nos ha retrotra¨ªdo a los fantasmas de la guerra fr¨ªa o, cuando menos, a las luchas de poder de las superpotencias.
Antes de estos datos hab¨ªa ya, sin embargo, claros signos de un cierto malestar en las poblaciones del Primer Mundo, que contrastaban claramente con el optimismo antes aludido, y que enseguida contagi¨® a la clase pol¨ªtica. Si hubiera que reducirlo a un ¨²nico factor, creo que ¨¦ste es el pesimismo respecto al futuro. Y obs¨¦rvense las consecuencias que esto tiene sobre la concepci¨®n de progreso heredada de la modernidad cl¨¢sica. All¨ª el progreso pose¨ªa una curiosa relaci¨®n con el tiempo hist¨®rico, organizado siempre de espaldas al pasado y con vistas al futuro. El presente se presentaba como un proyecto de futuro, el lugar hacia el que proyect¨¢bamos nuestras esperanzas y frustraciones. El porvenir, por su parte, se imaginaba como la sede de un mundo mejor al que habr¨ªa de contribuir con nuestra activa capacidad transformadora de las condiciones de vida.
Hoy, por el contrario, ya no es el presente el que pierde densidad hacia un futuro abierto y novedoso, sino el propio futuro; el futuro ha colapsado sobre el presente. Ha dejado de ser ya el lugar de la prometida reconciliaci¨®n del hombre consigo mismo para convertirse en un horizonte de peligros y amenazas, algo que fen¨®menos como el cambio clim¨¢tico u otros desastres medioambientales han contribuido a intensificar. El impulso b¨¢sico que parece guiar la acci¨®n no es tanto el mejoramiento de las condiciones sociales cuanto el evitar que ¨¦stas vayan empeorando. Ahora de lo que se trata es de mantener el statu quo, de evitar que ¨¦ste se deteriore, y esto s¨®lo se conseguir¨ªa mediante una defensa activa de lo dado.
Detr¨¢s de este sentimiento se esconde, claro est¨¢, una espesa red de temores de todo tipo, que han acabado por colapsar nuestra capacidad de acci¨®n. Tienen que ver, en primer lugar, con la misma "puesta en peligro" de todo el entramado del Estado de bienestar. La red de protecci¨®n social se siente resquebrajada o, cuando menos, m¨¢s fr¨¢gil que en otras ¨¦pocas. Seguramente no sea tan cierto como muchas veces se afirma, pero dicha percepci¨®n se va extendiendo. A ello contribuye la percepci¨®n negativa sobre el futuro energ¨¦tico, la dif¨ªcil competencia frente a las nuevas potencias industriales de China e India, el p¨¢nico, que ya casi parece hecho realidad, a una quiebra del sistema financiero internacional. En segundo lugar, y ¨¦sta es una sensaci¨®n ampliamente compartida por los pa¨ªses del primer mundo, est¨¢ el fen¨®meno de las nuevas migraciones laborales, que ponen en cuesti¨®n la homogeneidad de sociedades ya de por s¨ª sujetas a un proceso de creciente pluralizaci¨®n de formas de vida. El mayor temor aqu¨ª es a la posible puesta en cuesti¨®n de nuestra "identidad", de los principios que sostienen nuestro entramado cultural y normativo b¨¢sico, aunque en algunos lugares se ha traducido en simples formas de xenofobia y en una nueva paranoia frente al otro.
Y el aguij¨®n del miedo, ya lo sabemos, provoca el picor hobbesiano que reclama una vuelta al Estado. Hemos ca¨ªdo en un tipo de sociedad en el que se echa en falta una supuesta seguridad perdida, que genera a su vez una nueva sensaci¨®n de ansiedad que s¨®lo puede ser aplacada por las fronteras -?sabe hoy alguien qu¨¦ quiere decir eso?- y por la apacible calidez de las identidades compartidas. Un Estado concebido en su dimensi¨®n m¨¢s "defensiva", que sin interferir en la vida de las personas s¨ª pueda establecer las condiciones objetivas necesarias para que ¨¦sta pueda llevarse a cabo "en paz", sin sobresaltos ni temores.
Otra cosa ya es que este actor est¨¦ en condiciones efectivas de proporcion¨¢rnosla. Tengo para m¨ª que ¨¦ste no es el caso. Seguramente sigamos necesit¨¢ndolo durante muchos a?os todav¨ªa, pero m¨¢s como el gestor de nuevas formas de cooperaci¨®n con otros Estados y organismos internacionales que como un entramado autosuficiente. Las nuevas condiciones impuestas por la globalizaci¨®n obligan a los Estados a introducir una nueva sensibilidad selectiva respecto a su capacidad para lidiar con su entorno. Ninguno puede satisfacer sus funciones tradicionales apoy¨¢ndose exclusivamente en sus propios recursos. Se ven obligados a reaccionar ante condiciones que se escapan a su control; dependen cada vez m¨¢s de factores que est¨¢n fuera de su propio campo de influencia y del de sus ciudadanos. La cooperaci¨®n, as¨ª, no es algo que se presente como una elecci¨®n. Es una necesidad irrenunciable en una situaci¨®n en la que existe un sistema global ¨²nico, pero una realidad social y pol¨ªtica fragmentada. Hasta que no consigamos resolver este problema, el recurso al Estado como ¨²nico y principal medio para apaciguar nuestros nuevos miedos nos seguir¨¢ ubicando en una situaci¨®n similar a la de los avestruces; es una forma de meter la cabeza para no mirar el peligro a la cara.
Queremos m¨¢s Estado, pero con poca pol¨ªtica transformadora, Estados cobardes y ensimismados. Hoy en Europa domina el catenaccio, jugamos a la pol¨ªtica escondiendo el bal¨®n, defendiendo el ¨¢rea apelotonados atr¨¢s. Hemos renunciado a lo que desde siempre ha sido nuestro signo de identidad y estaba en la pizarra de nuestra estrategia: el juego al ataque, el asumir los riesgos de quien est¨¢ dispuesto a realizar los valores en los que cree. Como en toda biograf¨ªa personal, en pol¨ªtica tampoco se consigue nada sin el coraje de asumir desaf¨ªos; sin contraataques certeros, sin una voluntad clara de salir a ganar. A esto podemos llamarlo el impulso hacia el progreso, aunque aqu¨ª quiz¨¢ encaje mejor el t¨¦rmino menos ¨¦pico de la "ambici¨®n". La pol¨ªtica pasiva y sin ambiciones, guiada por la a?oranza de las certidumbres perdidas, es el peor remedio para salir de donde estamos. Improvisamos al arrastre de los acontecimientos, sin anticipaci¨®n ninguna. Tal como somos, Estados zombies.
Como acaba de demostrar la crisis, quienes formamos parte de eso que llamamos Europa somos radicalmente heter¨®nomos, carecemos de autonom¨ªa para imponernos sobre un enemigo sin rostro al que eufem¨ªsticamente calificamos como "fuerzas del mercado", "imperativos sist¨¦micos". ?Pobre Europa!, ha vendido su alma de potencial superpotencia pol¨ªtica para gozar de la placidez del minifundismo estatalista. Y cuando la sacuden, reza para que la Reserva Federal tome las decisiones adecuadas o los rusos no nos corten el grifo del gas. Si la lecci¨®n que extraeremos de esta crisis s¨®lo se conjuga en clave defensiva y en el "s¨¢lvense quien pueda", habremos labrado nuestra ruina. La mejor salida de la preocupaci¨®n por un nuevo mundo global hu¨¦rfano de capacidad de acci¨®n pol¨ªtica pasa por recuperar un cierto optimismo ilustrado en la capacidad de la humanidad para reinventarse a s¨ª misma y afrontar de una vez los nuevos desaf¨ªos de la era global.
Fernando Vallesp¨ªn es catedr¨¢tico de Ciencia Pol¨ªtica y de la Administraci¨®n en la Universidad Aut¨®noma de Madrid.
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