"Ne me quitte pas"
La obra de Hirst es resultado de su ansia de ¨¦xito
La idealizaci¨®n del arte es una pr¨¢ctica humana casi universal. Hace unos d¨ªas, alguien contaba una an¨¦cdota referida al robo de un cuadro en una galer¨ªa barcelonesa. La pieza consist¨ªa simplemente en una frase, "Ne me quitte pas", enmarcada sobre un fondo blanco. Un visitante debi¨® descolgar la obra para llev¨¢rsela, como si hubiera visto en aquel mensaje la visionaria transfiguraci¨®n de una musa o una campesina. Aquel No me dejes hab¨ªa sido para el ladr¨®n ocasional como si una deidad le hablara a un mortal. Pero para el galerista, ni aquella pintura encarnaba a una Dulcinea ni el autor del robo era un Quijote. As¨ª que su reacci¨®n inmediata fue poner remaches en los aparatos de proyecci¨®n de v¨ªdeo y asegurar mejor las obras sobre la pared. Es dif¨ªcil encontrar un acto dada¨ªsta comparable a la apasionada reacci¨®n a aquella declaraci¨®n de amor, ni siquiera en un momento en el que el arte parece hallarse en un v¨¦rtigo desesperado, arrastrado por su propio poder aur¨¢tico, quiz¨¢s por su imparable necesidad de castigo, como hab¨ªa ocurrido en aquel Cabaret de Z¨²rich despu¨¦s de una desastrosa guerra.
?Era "Ne me quitte pas" una obra de arte antes del robo? ?O por el contrario, fue el ladr¨®n el que cre¨® la obra? Si la cuesti¨®n se refiere a las creencias en s¨ª mismas, ambas respuestas son positivas. Y m¨¢s si nos remontamos a la invenci¨®n del ready-made, cuando todav¨ªa no hab¨ªa m¨¢s duchampianos que el propio Duchamp. El arte es todo lo que un artista es capaz de hacer, en un acto de transferencia que Freud denominar¨ªa "albergar pensamientos asesinos contra el padre". Pero vista con una perspectiva ideal (?conceptual?) la pieza estar¨ªa conformada por el acto mismo de su desaparici¨®n, la eliminaci¨®n de su certeza, lo que nos llevar¨ªa a una implacable paradoja.
Del mismo modo, toda la literatura creada en torno a Damien Hirst no puede sostenerse mediante un an¨¢lisis que eluda la explosi¨®n de dogmatismo mercantil que sostiene parte de la creaci¨®n contempor¨¢nea. El de Bristol no es un mal artista porque haya llegado al paroxismo de ser ¨¦l mismo su propio empresario -adem¨¢s de no ser el autor de su propia producci¨®n, algo que incre¨ªblemente le quita el sue?o a Robert Hughes- sino porque su obra es el resultado de su lujuriosa ansiedad por el ¨¦xito. Suponerle algo m¨¢s ilumina su enigma. Damien Hirst es un pobre -y multimillonario- diablo que s¨®lo sobrevivir¨¢ como artista mientras se mantenga la cotizaci¨®n de una "marca", basada en objetos que tienen que ver con una ambivalente representaci¨®n dram¨¢tica del tiempo (la muerte).
Con la venta de su ¨²ltimo lote de obras directamente a trav¨¦s de una casa de subastas, Hirst ha creado su gran obra, la m¨¢s terminal, y la que purgar¨¢ su desmedida afici¨®n por el triunfo. Despu¨¦s de haberse precipitado al abismo, el brit¨¢nico tendr¨¢ un hueco prepagado en el pante¨®n de los grandes (Hirst suele usar su talento para defenderse de su falta de genio). Que encuentre ese nicho es injusto, s¨ª, pero tambi¨¦n muy cat¨®lico. Y ¨¦l lo es, y mucho. Una vez que el artista haya colocado todo su animalario -rebajado ya a bibelots- en las mansiones de los nuevos plut¨®cratas chinos, rusos y empresarios de cosm¨¦ticos, el llamado "sistema del arte" se sentir¨¢ un poco m¨¢s aliviado. Y al igual que aquel cuadrito del que hoy nadie sabe su paradero, la firma Hirst -convertida ya en anatema para historiadores y directores de museo- suplicar¨¢ al mercado "Ne me quitte pas".
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